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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (48 page)

—Tal vez no le dices las palabras correctas —reflexionó el gobernador al tiempo que se acercaba a Trip y le daba unas palmaditas en la crin rojiza. ¡Siéntate!

Trip permaneció inmóvil.

—¡Busca! —El gobernador arrojó un palo imaginario a la alfombra oriental—. ¡Bueno, déjalo!

El caballito hizo caso esta vez.

—Señor —dijo Pony—, ¿qué le gustaría merendar?

—Me apetecería un par de huevos con una tostada —respondió el gobernador mientras su ojo ampliado, nebuloso, escrutaba a su nuevo caballo guía.

—La tostada, ¿aparte o debajo de los huevos? —preguntó Pony, minucioso.

—Debajo —decidió el gobernador, y al oírlo el caballito procedió a refugiarse bajo la mesa de jugar a cartas, que era de caoba con incrustaciones—. ¡Vaya!

—¿No resulta extraño? —comentó Crimm al tiempo que se arrodillaba e intentaba convencer al animal de que saliera de allí debajo—. Creo que a este bicho le sucede algo. 0 tal vez has confundido al pobrecillo y lo has intimidado con tu rudeza —dijo a Regina.

—¿Con qué derecho…? —empezó a protestar ella.

Trip, al instante, salió de debajo de la mesa, torció a la derecha v empezó a recorrer la sala de baile sobre sus zapatillas ajustadas con velero.

—Todo es siempre culpa mía. Estoy más que harta de que me culpéis de lo que va mal. Soy una supervisora excelente y es ese caballo retrasado mental el que me está fastidiando, no al revés…

—¡Alto ahí! —soltó el gobernador a su hija. Ya había oído suficiente.

Trip se detuvo.

—¿Señor? Pony había reaparecido en la estancia. ¿Qué preferirá con los huevos? (Salsa holandesa, mantequilla, sal, pimienta o alguna otra cosa?

Crimm hizo una pausa para consultar con su submarino, que permanecía tranquilo. ¡Bendito fuera! Desde que dejara de comer los dulces de Major Trader no le había causado mayores problemas. Bien, quizá ya no necesitaba aquella dieta blanda. Dios santo, ¿no sería eso una bendición del cielo?

—Hasta podría probar otra vez el jamón —pensó en voz alta.

—Puedo ponerle jamón con los huevos, si quiere —sugirió Pony mientras Trip deambulaba por la sala de baile, arrastrando las riendas sin dueño.

—Claro, ¿por qué no? —asintió el gobernador, encantado—. ¡Pónselo! ¡Vamos!

Al momento Trip dejó de dar vueltas y se encaminó hacia el ascensor.

—¡Miren eso! —se admiró Pony. El caballito va derecho a…

—¡Olvida el caballo y ocúpate de la merienda! —interrumpió el gobernador al mayordomo. ¡Arriba! Trip se detuvo en seco y levantó una pata.

—Creo que empieza a entender —anunció el gobernador y, levantándose, fue hasta el caballito y le dio unas palmaditas en la testuz—. Ya puedes bajar la pata, amiguito.

Trip no se movió.

—Ale parece que sólo atiende a un par de palabraa —apuntó Pony.

—¡Vamos! —dijo a Trip.

El caballito bajó la pata y se encaminó de nuevo al ascensor. Intrigado, Pony fue tras él y pulsó el botón de bajada. Las puertas se abrieron y el animal entró en el camarín.

—Montemos con él y veamos qué hace —propuso el gobernador, más divertido de lo que había estado en mucho tiempo.

El mayordomo y él, junto con el caballito, bajaron en el aparato. Cuando las puertas se abrieron en la planta baja de la mansión, el mini caballo se quedó esperando, inmóvil.

Déjame ver… dijo Grimm, pensativo antes se ha movido cuando he dicho «vamos».

Trip se apeó del ascensor.

—¡Si! —exclamó Pony, encantado de que el gobernador hubiera dado con la palabra clave.

El caballo tomó a la derecha y cruzó una puerta abierta. En la sala, la primera dama se afanaba en guardar una gran caja de trébedes en una estantería. Cuando percibió las pisadas del animal y miró a su al-rededor, descubrió a su marido y soltó un chillido. La caja se estrelló contra el suelo y los trébedes se esparcieron con estrépito por el piso de madera de pino centenaria.

—¡Espera! —la señora Crimm intentó explicarse, pero el susto disparó sus pensamientos y la dejó confusa. Trip se detuvo.

—¿Qué es eso? —preguntó el gobernador a su esposa, mientras observaba los trébedes a través de la lupa—. Oh, vamos…

Liberado de la orden de detenerse, Trip se metió en la despensa repleta de trébedes y esperó allí a la siguiente orden.

—¡De modo que se trataba de eso! —exclamó el gobernador. Has estado de compras, ¿no es eso? Andabas a vueltas otra vez con esa manía de comprar antiguallas… Y yo pensaba que recibías a hombres inmorales en la mansión.

—¿Cómo pudiste pensar tal cosa? —exclamó la primera dama al tiempo que se agachaba a recoger sus preciados trébedes, o al menos la última remesa de éstos que había adquirido por Internet—. ¡Oh, Bedford, yo nunca te engañaría!

—¡Quieta! —El gobernador le ordenó que dejara en paz los condenados trébedes; Trip obedeció la orden dejando de hacer lo que estaba haciendo en aquel momento, que en cualquier caso no era mucho.

—¿A qué viene eso de «otra vez»? —preguntó la señora Crimm con perplejidad—. ¿Tú sabías que coleccionaba trébedes?

La primera dama lanzó una mirada acusatoria a Pony y el mayordomo se encogió de hombros como si dijera: «No lo ha sabido por mí».

—Claro. Me he tropezado con tus trastos aquí y allá —explicó el marido—. Con franqueza, pensé que eran antiguallas, quizá propiedad de anteriores gobernadores del siglo pasado.

—Pues de trastos, nada —replicó la señora Crimm con indignación—. Y son muy caros —añadió, imprudente.

—Devuélvelos —ordenó el gobernador.

—¿Devolverlos? ¡Devolverlos! —La primera dama levantó la voz, escandalizada, y Trip dio un paso atrás en la despensa y mandó un trébede en forma de herradura contra otro labrado que representaba un perro.

—¡Santo cielo! —exclamó Pony en tono admirativo—. ¿No creen que ha reconocido la herradura y que por eso ha decidido darle una coz? ¡Qué caballito tan listo! Y a lo mejor también ha reconocido al perro. Quizás es su forma de decir que quiere librarse de Frisky y ser la única mascota de la casa.

—Debemos mantenerlos separados —apuntó la señora Crimm, consternada ante la perspectiva de tener que ocuparse de otra cosa más. ¡Oh, pobre Frisky! Se pondría tan triste si prestamos más atención al pony que a él…

Fue una pena que dijera pony, porque al gobernador se le quedó grabada la palabra en la cabeza y a partir de ese momento empezó a referirse al mini caballo como «el pony», lo cual era muy confuso para Pony, el mayordomo.

—Ven aquí, pony.

El gobernador intentó animar a Trip para que saliera de la despensa, y Pony respondió entrando en ella. El mayordomo, el caballito, la primera dama y el gobernador se amontonaron en la estrecha dependencia y empezaron a golpear y pisar trébedes.

—Sé bueno, pony, vamos fuera —insistió el gobernador como si Trip fuera Frisky y lo pudiera convencer con una galleta.

Pony salió, pero Trip no se movió.

—Eres muy terco, pony —masculló Crimm con voz enérgica.

—Lo siento, señor —respondió el mayordomo, que para entonces ya estaba absolutamente confuso—. No pretendía hacer nada que le molestase. Hablando de los huevos, señor, los quería con tostadas, ¿verdad? Y con mucho jamón, me ha dicho.

—Exacto —respondió el gobernador, abstraído, mientras seguía con la lupa al mini caballo; éste decidió salir de la despensa y, pasando bajo una mesa, se dirigió al ascensor y se desvió a la derecha, acabando en la cocina.

—¡Es el caballo más asombroso que he visto! —se admiró Pony—. Fíjese, señor, tal como si fuera a prepararle los huevos él mismo. —Se dirigió a Trip—: Ahora, escucha: en tostadas y con jamón; así es cómo los quiere tu amo.

Trip pasó junto a un tajo de carnicero y volvió al ascensor.

—Sólo estoy bromeando un poco —le dijo el mayordomo al honorable matrimonio Crimm—. Sé que no hay ningún caballo en el mundo capaz de cocinar. Si los hubiera, seguro que tendrían más caballitos de esos en la mansión y va no necesitarían internos.

—Yo, desde luego, no comería nada que me cocinara un caballo —declaró la señora Crimm con desaprobación—. Sólo pensar en lo antihigiénico que sería…

—Eso me recuerda… —dijo el gobernador, echando a andar detrás de Trip: Tenemos que arreglar tu situación con el departamento de Prisiones. Les haré una llamada.

—¡Oh! eso significa que debe de haber leído lo que dice el Agente Verdad respecto a que me ayudará —apuntó Pony, sorprendido y satisfecho—. Desde luego, me encantaría saber quién es ese hombre para mostrarle mi aprecio.

—¡Eh, cierra el pico!

La voz hostil procedía de una celda oscura, pestilente y angosta. Era de noche y en el calabozo de la ciudad ya se habían apagado las luces.

—¡Cállate tú! —replicó Major Trader al tedioso bandido que se hacía llamar Stick.

El individuo había terminado allí después de fingir que se había golpeado la cabeza, que estaba cubierta con una bolsa, y hacerse luego el inconsciente con la esperanza de que así lo llevaran gratis al hospital y escapar a continuación. No funcionó.

—¡Callaos! —intervino otro interno; Trader no estaba seguro, pero le pareció que la voz ofensiva pertenecía a Slim Jim, delincuente habitual cuya especialidad era abrir cerraduras de coche y robar el dinero para el peaje y las gafas de sol.

—¡Cállate tú! —replicó Trader a su vez. Estaba de suficiente mal humor para no dejarse intimidar por nadie.

—¡No! ¡Cierra la boca tú, hijo de puta! —Era Snitch quien se había despertado ahora. Y estaba irritable.

—¡Si!, —añadió el chico mexicano—. ¡Que todo el mundo se calle, por favor!

—No te metas, hispano —amenazó Trader.

—¡Eh! —replicó el mexicano, ofendido—. Yo te vi rondando entre los cubos de la basura.

—¡Vaya! —exclamó Stick—. Ya sabía yo que ese tipo estaba chiflado. ¿Qué hacía en un lugar así?

—Creo que se la estaba cascando —dijo el mexicano, que ahora tenía que revelar su verdadero nombre a los compañeros de celda o reconocer ante la policía que era un delincuente juvenil—. Mirad, yo me escondía de la policía detrás de un bar y lo vi rondando por el callejón; se agarraba la polla mientras saltaba y hacía ruidos, de modo que salí corriendo porque me pareció un loco.

—¡Pues vaya suerte tienes! ¡Mira que acabar en la misma celda que él! —comentó Snitch con sarcasmo, y se colocó la almohada bajo la cabeza—. Menuda suerte tenemos todos, encerrados con un loco gordo y apestoso…

—Sí, qué hacías rondando por allí, ¿eh? —soltó Stick en tono provocativo.

—No es asunto tuyo. Pero tengo una razón para todo y no hago nada sin motivo.

—Por favor, no nos peleemos. Ya es suficiente con tener que estar aquí encerrados. Por el amor de Dios, tengamos un poco de consideración y roguemos por la paz —intervino el reverendo Pontius Justice. La noche anterior había pasado por la casa de Barbie Fogg a dejar unos vídeos y luego, cuando ya se iba del barrio, cometió el error de negociar una mamada para acabar descubriendo que la mujer a la que pidiera la propuesta no era una buscona, sino una solterona cuyo coche se había estropeado y que se había quedado sin baterías en el móvil.

—¿Para qué querría yo sus veinte dólares? —había preguntado la solterona con un acento raro cuando el reverendo le hizo el gesto de que se acercara al Cadillac—. Si me los ofrece para un taxi, amigo, se lo agradezco mucho, pero no acepto dinero de desconocidos.

—Me da igual en qué te lo gastes —respondió el reverendo Justice, que estaba bebido y cansado e insatisfecho de cómo iba el nuevo programa de vigilancia del barrio, que hasta entonces no había evitado un solo delito—. Sube y ocúpate de mí un rato, y puedes hacer lo que quieras con este billete nuevo de veinte pavos que tengo aquí, ¿lo ves?

La solterona, que resultó ser Uva Clot y que era infinitamente mayor de lo que él había pensado al verla desde lejos y a oscuras, se acercó al Cadillac, anotó el número de matrícula y empezó a pedir ayuda a gritos. Cuando el reverendo Justice salió a escape, la policía le pisaba ya los talones con el ulular de las sirenas y los faros centellantes palpitando en su cabeza.

—¿Y tú, por qué estás aquí? —preguntó el reverendo a la zona oscura de la celda donde Trader llenaba la cama como un gran saco de patatas.

—Soy un pirata —anunció Trader en tono amenazador.

—¡Que Dios nos proteja! —exclamó el reverendo, atónito—. No serás uno de esos piratas que malhirieron a ese pobre camionero y le estropearon todas las calabazas, ¿verdad?

—¡No es asunto suyo!

—¡Que el Señor nos asista!

—Y me encanta maltratar a los bichos —añadió Trader, pues conocía lo suficiente sobre psicópatas como para saber que todos ellos empezaban su monstruosa carrera de crímenes violentos atormentando a criaturas indefensas.

El, por ejemplo, no había sentido el menor asomo de remordimiento al incendiar el criadero de cangrejos, matando madres y crías y demás animales en plena muda, cuando estaban temporalmente desprovistos del caparazón protector.

No le importaban en absoluto los botes que ardieron ni que la Chesapeake House de Hilda fuera pasto de las llamas o que casi toda la isla de Tangier quedase afectada. Tampoco se había turbado su ánimo al urdir el secuestro de la perrita boston terrier de Hammer, que estaba a cargo de Smoke y sus violentos perros de la carretera. Trader esperaba que a aquellas alturas Popeye ya hubiera sufrido un cruel final. Así aprendería aquella maldita superintendente.

—¡Vaya! —sonó la voz de desaprobación de Stick en la celda oscura—. Yo eso no lo he hecho ni lo haría nunca. Creo que debemos ahogarlo en el retrete —propuso a los demás—. Lo sujetamos entre dos y el que tenga una mano libre, que le meta la cabeza dentro.

—Cuando aún estaba en octavo curso, alguien atropelló a mi cachorro —dijo Slim Jim con tono apenado y molesto—. Nunca lo superé y el cabrón que lo hizo ni se paró.

Snitch sintió curiosidad; se sentó erguido en la cama y puso la almohada contra la pared para apoyar su dolida espalda.

—Qué significa eso de «aún estaba en octavo curso»?

—Ya sabes, no había manera de salir de allí —respondió Slim Jim—. Se parecía a este calabozo. Cada año me decían que debía repetir octavo, y todo por culpa de esa señora Pomm, la maestra.

—Supongo que en octavo no hacíais más que jugar al pom-pom —apuntó Stick.

—Exacto. Era una de las cosas que la fastidiaban —respondió Slim Jim mientras evocaba aquella época frustrante de su fracasada vida—. ¿Pom pom?

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