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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (55 page)

—Pero aquí fui decimoctavo —insistió Brett, obcecado—. Es lo único que me viene a la mente mientras me concentro para salir; y cuando estoy así, empiezo a chocar y me golpean y hago trompos porque no estoy concentrado y no juzgo bien la posición de los demás.

—Siempre te has destacado por tu intuición y tu sensatez —le recordó Andy—. ¿No te acuerdas de la Busch Series del noventa y nueve?

—Tenemos que irnos —dijo Hammer, casi gritando debido a la tensión—. ¡Si no nos vamos, será demasiado tarde!

—Cómo podría olvidarlo? —replicó Brett al tiempo que sacudía la cabeza—. Esa ha sido mi mejor carrera.

—Exacto —lo animó Andy—. ¿Y por qué? Porque tuviste que pelear por cada centímetro de pista y porque hubo muchos golpes con trompos y accidentes. ¿Y qué hiciste? Justo después de que un accidente en la cuarta curva dejara fuera al número cuarenta y que Hamilton chocara contra Burton y Fuller, fuiste lo bastante listo para quitar el pie del acelerador y frenar. Luego avanzaste en la contrarrecta y conservaste la primera posición.

—Sí —dijo Brett, que parecía mucho más animado—. Claro que lo hice.

—Y eso ocurrió aquí —dijo Andy, acompañando sus palabras con unos golpes del pulgar en la mesa—. Eso fue aquí, en el circuito de Richmond.

—Lo sé, lo sé. Supongo que obsesionarme con las malas carreras es cosa de mi carácter —dijo Brett con una sonrisa—. ¿Y sabe qué? Esta noche será distinto y, si quiere utilizar mi helicóptero, hágalo siempre y cuando lo lleve alguien que sepa pilotarlo.

—Por supuesto —dijo Andy—. Y esta noche, durante la carrera, recuerda lo que te he dicho. Haz esa gran maniobra, ya sabrás cuándo.

—¿Qué demonios era todo eso? —Hammer le preguntó a Andy mientras volaban al centro de Richmond en el glorioso helicóptero de Brett, pintado de negro y con el número de su coche y los logotipos de sus patrocinadores en rojo, amarillo y granate brillantes—. Pensaba que no ibas a las carreras.

—No voy, pero a veces veo televisión y estudio estrategias, ya sean de pilotos de carreras, jugadores de tenis o tiradores del Ejército —replicó Andy mientras volaba a ciento cincuenta nudos y sobrevolaba la interestatal 95, una compacta hilera de coches que se arrastraban hacia el circuito—. Que suerte estar aquí arriba y no ahí abajo —añadió.

Hasta ese momento, Barbie Fogg había evitado los embotellamientos causados por los aficionados que se dirigían a las carreras. No se trataba de que fuera una experta en atajos, sino que después de recoger a Hooter en el peaje de la autopista había ocurrido algo inesperado. El teléfono móvil de Barbie había sonado y ella se sintió sorprendida y aliviada al oír la voz del reverendo Justice al otro lado de la línea.

—¿Dónde demonios se había metido? —preguntó Barbie mientras Hooter movía las manos y admiraba sus doce banderas acrílicas.

—He estado ocupado con el ministro de la prisión —respondió el reverendo—. Y mi coche está estropeado, por lo que necesitaría que vinieras a buscarme lo antes posible. Están conmigo unos miembros de mi congregación, así que seremos seis, incluyéndome a mí. ¿Tendrás espacio para todos?

—Bueno, iremos un poco apretados —respondió Barbie mientras Hooter se abría los cierres de velcro de las botas de astronauta y volvía a ajustárselos, admirando su elegante atuendo e imaginándose en las carreras, en el palco reservado al gobernador.

Hooter se preguntó si aparecería por allí ese gigante de Macovich y supuso que sí. Siempre fanfarroneaba de lo importante y peligroso que era su trabajo. Esa noche que habían estado bebiendo, Macovich no había dejado de hablar del gobernador: que si el gobernador esto, que si el gobernador lo otro, y Hooter sintió una punzada de pesar. Macovich era limpio y, aunque hablase sin parar del gobernador y de lo que suponía trabajar en esa gran mansión de Capitol Square donde ganaba a todo el mundo al billar, sólo pensaba en una cosa. Y Hooter necesitaba compañía.

—Te lo aseguro, amiga, quizás he sido muy dura con él —dijo Hooter con un suspiro mientras Barbie se detenía en una gasolinera y la miraba—. Espero que venga esta noche. ¿Tú crees que le gustará mi estilo?

—Estás fabulosa —la tranquilizó Barbie, a quien sólo le preocupaba llegar cuanto antes al circuito.

La llamada del reverendo había sido del todo inesperada y peculiar, pensó Barbie mientras se dirigía al barrio más degradado de la ciudad, al noroeste del centro, donde el reverendo le había dicho que esperase frente a la cárcel municipal, en el aparcamiento trasero de los juzgados de menores. El y sus fieles estarían escondidos en una zona arbolada y saltarían a la furgoneta tan pronto como apareciese. Entonces ella tendría que marcharse a toda velocidad y no hacer preguntas.

—Quizá deberías llamar a ese agente, decirle que llegaremos un poco tarde —sugirió Barbie, cada vez más ansiosa— y que nos guarde los asientos en el palco del gobernador.

—¿Qué significa tarde? —preguntó Hooter, porque no había prestado atención a lo que había dicho Barbie por el móvil unos minutos antes—. Amiga, no podemos llegar tarde. ¿Vamos a perdernos a todos esos pilotos saliendo de sus remolques antes de montar en los coches? No podremos hacernos fotos con ellos. ¡Es la oportunidad de mi vida y no podemos llegar tarde!

Barbie aceleró y cuando pasaban ante la Facultad de Medicina Hooter divisó un gran helicóptero de colores en el cielo.

—¡Oh, mira qué helicóptero! —Hooter se inclinó hacia delante para verlo mejor—. Desde ahí sí que se puede acariciar la luna, ¿verdad, amiga? Deben de llevar a algún pobre enfermo al hospital, pero nunca había visto un helicóptero de urgencias médicas como ése.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Barbie, que casi se salió de la carretera—. ¡Son los colores de Donny Bretts! Mira, lleva el número once pintado en un lateral. ¡Oh, Dios mío!, ¿ya ha tenido que abandonar la carrera?

—Pero si la carrera todavía no ha empezado —señaló Hooter—. A lo mejor ha sufrido un ataque de corazón o algo sí. Haber quedado el decimoctavo cuando corrió aquí la primavera pasada debe de haberle supuesto una gran presión.

Capítulo 31

Andy y Hammer estaban mucho más tensos que Donny Brett.

Pese a la aparente confianza que mostrara Andy al prometer a Hammer que sabía perfectamente cómo manejar a Smoke y a los perros de la carretera, lo cierto era que no tenía idea de qué podía esperar; además, los auriculares no dejaban de moverle la peluca de la cola de caballo y muy pronto habría oscurecido demasiado para seguir con las Ray Ban puestas. Mantuvo el helicóptero quieto en el aire y puso el morro al viento cuando distinguió a Smoke y vio cómo éste, una mujer de aspecto frágil con los cabellos cortos de color platino y un par de perros de la carretera descendían de un utilitario negro que estaba detenido en el aparcamiento, al otro lado de la valla del helipuerto. Los delincuentes vestían los colores de la NASCAR y el más pequeño llevaba un bulto pequeño envuelto en algo parecido a una bandera negra plegada.

—Ese debe de ser Possum —dijo Andy a Hammer por el micrófono—. Y parece que tiene a Popeye.

Hammer hizo lo imposible para contenerse. Sabía que era imprudente dar muestras de que sintiera el menor interés por lo que se escondía en la bandera, pues se suponía que era la novia del hermano de Donny Brett y no tenía ningún motivo para saber quién era Popeye, ni para interesarse por ello.

—Aguanta, jefa —continuó Andy al tiempo que posaba el helicóptero en el suelo de cemento y ponía el motor en punto muerto—. Iré a hablar con ellos. Si sucede algo, cierra el contacto del motor y empieza a disparar por la ventanilla. Para abrir, tienes que correrla.

Los perros de la carretera y la mujer se encontraban junto a la valla. Desde allí observaban el espectacular helicóptero, un poco perplejos ante la visión del blanquito con la cola de caballo que se dirigía hacia ellos.

—Quién carajo eres? —preguntó Smoke en el instante en que el bulto de Possum se movía en sus brazos.

—Mi hermano me ha mandado a buscaros —dijo Andy, recomponiendo el guión una vez más.

—Eres hermano de Donny Brett? —preguntó Cuda con unos ojos muy abiertos—. ¡Vaya, hombre, tu hermano es un fiasco! Espero que esta noche lo haga mejor, porque sé que la primavera pasada estuvo fatal y llegó el dieciocho.

—¡Silencio! —ordenó Smoke—. Se supone que debe recogernos la Policía Estatal —dijo a Andy—. ¿Para qué demonios habría de molestarse tu hermano en enviarnos este helicóptero?

Andy detectó un movimiento nervioso de los dedos de Smoke sobre uno de los bolsillos de su chaqueta de la Winston Cup, de color rojo intenso, donde probablemente llevaba escondida una arma de gran calibre. Observó a la que tomó por novia de Smoke y detectó algo en sus ojos que le produjo un escalofrío. La mujer le resultaba familiar.

—Lo único que puedo decirte —explicó Andy— es que mi novia y copiloto y yo estábamos con Donny en su remolque, charlando, cuando se presentó ese policía negro, el grandullón, presa del pánico. Empezó a contarnos la historia de que el helicóptero del gobernador tenía una avería y estaba inmovilizado, y él había quedado en recoger a un equipo de mecánicos en el centro de la ciudad y no sabía qué hacer; entonces se le había ocurrido que tal vez Donny le podría ayudar porque tenía su helicóptero allí mismo. Supongo que esos mecánicos sois vosotros, ¿no? Los del equipo del «Pirata» —añadió, fingiendo de pronto dudas y recelos para confundirlos un poco.

—¡Sí! —gritó Possum para hacerse oír entre el estruendo de las palas del helicóptero; acto seguido, logró desenrollar la bandera lo suficiente para que Andy distinguiera parte de una calavera fumando un cigarrillo y de la palabra «Pirata»—. ¡Vamos! —añadió Possum.

—Espera un momento —dijo Smoke con una mirada amenazadora que dirigió a Andy—: ¿Qué diablos sabes tú de piratas?

—¡Sí, eso! —asintió Cuda.

—Eso que leo en la bandera —replicó Andy, señalándola y agradeciendo a Possum que hubiese sido lo bastante hábil para desplegarla a tiempo.

—Y la he colgado en la página oficial de la NASCAR —añadió Possum, mintiendo, para confirmar la historia.

—Sí, la he visto. —Andy envió una señal secreta a Possum.

Este la captó y contuvo su sorpresa. ¡El tipo rubio de la cola de caballo no era hermano de Donny Brett, sino el Agente Verdad que iba de incógnito! ¡El Agente Verdad había cambiado el plan! Possum había tenido en todo instante la sensación de que algo saldría mal en el último instante, y había acertado. De lo contrario, el Agente Verdad no habría aparecido allí en el helicóptero de Donny Brett.

Mira, no podemos perder todo el día aquí hablando —declaró Andy en voz alta—. Tenemos que salir del helipuerto antes de que aparezca un helicóptero sanitario transportando un corazón para un trasplante. Así que, vamos, o yo me largo de aquí y vuelvo a la pista.

—Vamos —asintió Smoke. El, su novia y los perros saltaron la valla y se sujetaron las gorras de béisbol de Herramientas MAC, M& M y Excedrina mientras corrían hacia el 430 a través de la ventolera que causaban los rotores.

Barbie y Hooter vieron aparecer el brillante helicóptero sobre los tejados; éste se alejó rápidamente al tiempo que Barbie entraba en el aparcamiento vacío del edificio de tribunales. La mujer avanzó hasta el fondo y, al instante, seis hombres de aspecto desesperado, entre ellos el reverendo, asomaron de una zona arbolada y echaron a correr como diablos en dirección a la furgoneta, abrieron las puertas y saltaron al interior, apilados unos sobre otros. No escapó a la atención de Hooter que los hombres apestaban, iban sin afeitar y no llevaban cinturón ni cordones en los zapatos. Sabía reconocer a un preso con sólo verlo, y se quedó paralizada de miedo. Oh, oh, ¿dónde se había metido? Y aquel chico mexicano, ¿no era el mismo que había visto en el peaje la otra noche?

—¡Conduce! —le gritó el reverendo Justice.

—¡Sí, larguémonos! —exclamó Slim Jim.

—¡Agachaos! —chilló Trader.

—¡Eh, me estás aplastando! —se quejó Cat.

Los hombres se acurrucaron en el suelo de la furgoneta mientras Barbie salía del aparcamiento a toda velocidad y observaba unos coches patrulla con luces destellantes que corrían hacia el sombrío edificio de ladrillos que albergaba los calabozos municipales.

—Conduce normalmente —dijo Hooter, pues alguien debía mantener la cabeza clara y llevar el control—. Si sigues zarandeándonos así, seguro que la policía nos para. ¡Y nos detendrán por ayudar a unos presos a fugarse de la cárcel!

—¿Qué? —Barbie, presa del pánico, agarró el volante con ambas manos—. ¿Presos?

—Nos detuvieron injustamente, Barbie —dijo el reverendo Justice desde la parte trasera de la furgoneta. Es voluntad divina que nos escapemos y que tú nos ayudes. No tengo más remedio que hacer todo esto porque los demás reclusos me han obligado a fingir que se me rompía algo en las tripas y, cuando el guardián ha entrado en la celda a socorrerme, le he dado en la cabeza con una bandeja de la comida, como le habían hecho a Pinn cuando trabajaba de guardián de prisión.

»Saqué la idea de ese programa de televisión. ¿No son maravillosos los caminos que usa el Señor? —continuó su sermón el reverendo—. Si no hubiera estado en el programa, todo gracias a Moses Custer y a esos vigilantes del barrio que yo había empezado a organizar cerca del mercado de verduras… En fin, sin eso no se me habría ocurrido nunca golpear a alguien con una bandeja de la comida. Y, desde luego, si no hubiera estado tan estresado y fuera de mí por toda esa publicidad que he tenido últimamente, no habría intentado ligarme a la vieja con la intención de aliviarme y tampoco habría golpeado a nadie con una bandeja de comida.

Tal vez sólo fuera una superstición, pero Moses Custer siempre había oído decir que si te picaba un oído, era que alguien hablaba de ti. Mientras avanzaba en la caravana motorizada del gobernador, Moses sentía un escozor terrible bajo las vendas y se preguntó si ello no significaría que mucha gente a su alrededor sabía que era una personalidad destinada a sentarse en el palco del gobernador. Observó por el cristal ahumado del parabrisas de la impresionante limusina negra la retención del tráfico mientras el gobernador roncaba y su peculiar hija con el corte de pelo en casquete, negro, seguía mirándose fijamente el escote bamboleante; además, en el espacio entre asientos estaba aquel minúsculo caballito, que de vez en cuando pisaba a Moses.

Macovich, mientras tanto, intentaba sortear el tráfico al tiempo que hablaba por la radio con Andy; éste había conectado el intercomunicador del helicóptero en modo «Tripulación sólo», de forma que los perros de la carretera no podían oír lo que decía.

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