Para empeorar aún más las cosas —dijo Macovich por el micrófono—, acaban de escaparse seis detenidos y hay coches patrulla por todas partes; te aseguro que se ha organizado un gran lío ahí fuera. No sé cuándo llegaremos al recinto, pero vamos con retraso.
—Mira, tengo que pasar al plan B —transmitió Andy mientras el abarrotado recinto de la carrera aparecía lejos, mil pies más abajo.
—Uuuy, me temo que ahora tendrá que ser el plan G o H, por lo menos.
—Haré un reconocimiento en altitud sobre el circuito y seguiré dando vueltas hasta que consigas un puñado de agentes de uniforme en el helipuerto, de modo que Smoke cambie de idea y me ordene llevarlos a Tangier —respondió Andy.
—¡Pero allí no tenemos agentes encubiertos, Andy! —dijo Macovich, preocupado.
Andy vio miles de aficionados que saludaban animadamente al helicóptero e intentaban acercarse al lugar de aterrizaje.
—No pensé en esto, y debería haberlo hecho —comentó—. Los fans de Brett reconocen su aparato y van a rodearnos en cuanto nos posemos. Alguien puede salir malparado, o tal vez Smoke aproveche para escapar. No pienso aterrizar ahí bajo ningún concepto.
—Recibido —respondió Macovich—. Cambio y fuera.
Las gradas empezaban a llenarse cuando Andy conectó las luces intermitentes de aterrizaje y se dispuso a reducir la velocidad. Volvió a conectar el intercomunicador en modo «Todos» para que lo oyeran atrás por los auriculares.
—Aterrizaremos en unos minutos. Ahora es muy importante que sigáis las instrucciones, por motivos de seguridad. Cuando nos posemos en tierra, esperad en los asientos y os sacará el equipo de tierra.
Smoke escrutaba el suelo desde su ventanilla. Cuando apareció a la vista el helipuerto, observó que decenas de agentes se dirigían hacia éste. Smoke también detectó que había algo raro en la cola de caballo que lucía el piloto; tuvo la impresión de que hacía un momento estaba centrada y ahora la tenía ladeada.
—Qué hacen todos esos policías? —preguntó por el micrófono.
—No sé, pero se apartarán cuando me acerque —respondió Andy; Hammer, tensa, contuvo el deseo imperioso de volverse a ver qué hacía Popeye.
—¿Ah, sí? —replicó Smoke con un tono malicioso en la voz—. Bueno, no sé si todo esto empieza a apestar…
—¡Eh! ¡Mirad a toda esa gente ahí abajo! —exclamó Cuda, admirado—. ¡Y mira cómo nos señalan y levantan el puño! ¡Deben de pensar que somos Donny Brett!
—Bobadas —la voz de Smoke llenó los auriculares de Andy.
De pronto, alguien le dio un tirón de la cola de caballo por detrás y se le descolocaron las Ray Ban.
Andy recordó lo que le había enseñado Macovich cuando aprendía a pilotar: «Limítate a llevar el helicóptero». No importaba lo que sucediera o lo desesperada que fuese la situación; él debía limitarse a llevar el helicóptero, y lo mantuvo en un descenso continuado al tiempo que sentía el cañón frío y duro de un arma en la nuca y oía a Smoke gritar obscenidades y amenazarle con matar a la perra.
—¡Calma! —intervino Hammer—. ¿Queréis que nos estrellemos, idiotas? ¡Estaos quietos ahí atrás para que podamos pilotar esta gran máquina porque ninguno de vosotros sabe llevar el aparato, lo cual significa que tendréis que depender de nosotros!
—¡Malditos policías…! Smoke estaba furioso. Sé quiénes sois, cabronazos! Y tengo a tu maldita perra aquí atrás, estúpida vieja. ¡Y si no hacéis lo que os diga, voy a llenarla de matarratas!
Hammer pensó y esperó sinceramente que aquello fuera una baladronada, pero Possum vio la jeringa que Smoke acababa de sacar del bolsillo. Possum sujetó a Popeye y notó cómo temblaba bajo la bandera mientras Unique permanecía muy quieta, como si estuviera en trance, con los ojos inundados de una luz espectral.
No hagas eso en este momento —dijo Possum a Smoke—. Si pinchas a la perra, empezará a tener convulsiones y a dar saltos por todas partes. Además, si muere ya no tendrás nada con que amenazarlos.
Smoke calló un instante y decidió que Possum probablemente tenía razón. Hammer, en cambio, se quedó paralizada de miedo al comprender que Smoke podía tener realmente una jeringa llena de veneno para ratas. El muy cerdo… Si llegaban con vida al suelo, era capaz de matar a Smoke aunque se saltara todas las normas y terminase hundida profesionalmente, o acusada de homicidio.
Unique sacó un cúter de un bolsillo con su mirada irreal fija en la nuca del rubio policía. El nazi le había indicado que encontraría su Objetivo, y allí estaba. Reordenó sus moléculas, pero las devolvió a la normalidad cuando se dio cuenta de que el policía al que había estado acechando, y que había resultado ser Andy Brazil, ya la había visto cuando subieron al helicóptero. Así pues, no había razón para hacerse invisible y, de todos modos, él no iba a reconocerla. Se le calentó la entrepierna al pensar en el momento en que le rajaría la garganta de oreja a oreja. Luego el copiloto tomaría los mandos y, cuando aterrizaran, la degollaría a ella también y pasaría un buen rato a solas con el cuerpo.
—¡Sácanos de aquí! —ordenó Smoke a Andy—. ¡Ahora mismo! ¡Llévanos a Tangier! ¡Y no digas una palabra que no pueda escuchar aquí detrás!
Macovich distinguió la furgoneta blanca con el adhesivo del arco iris en el parachoques, dos coches por delante de él, y recordó el adhesivo que viera en la garita de peaje de Hooter. Entonces advirtió con sorpresa que era ella quien ocupaba el asiento del pasajero de la furgoneta; tenía la cabeza vuelta hacia atrás para hablar con alguien que se hallaba en la parte posterior del vehículo y a quien Macovich no alcanzaba a ver.
—Eh, chica, ¿qué significa esto? —murmuró Macovich para sí cuando observó que la furgoneta avanzaba de forma algo errática, reduciendo la marcha y acelerando, dando bandazos y tratando de cambiar de carril para adelantar por donde fuera.
Macovich encendió los faros azules de la limusina especialmente preparada, y se pegó al parachoques del vehículo que lo precedía hasta obligar al conductor a salirse al arcén. Repitió la maniobra con el siguiente coche y, por fin, se encontró detrás de la furgoneta con todas las luces de emergencia encendidas y destellando.
—Qué sucede? —preguntó Regina, que se daba unos retoques con el polvo facial que le pasara Barbie.
—Intento abrirnos camino entre todo este tráfico —respondió el agente al tiempo que lograba colarse en el carril izquierdo y se situaba junto a la furgoneta.
Empezó a hacerle señales a Hooter en un intento de llamar su atención. Cuando ella, gracias a que Barbie la avisó de la presencia de la limusina, volvió la cabeza por fin y lo vio, puso una cara de angustia y le lanzó un mudo «¡Socorro!».
—¡Mierda! —dijo Macovich, pues las normas le impedían actuar en asuntos de tráfico cuando hacía de chófer del gobernador.
Se encogió de hombros, como explicándole a Hooter que no podía intervenir. Señaló la parte de atrás de la limusina y levantó una caja para indicarle que llevaba allí «el Paquete». Hooter puso los ojos en blanco y lanzó otro «¡Socorro!» al tiempo que señalaba la parte trasera de la furgoneta, levantaba seis dedos y luego movía dos de ellos para dar a entender a Macovich que llevaba a los seis hombres fugados. ¿Seis pasajeros, en la parte trasera, que corrían? ¿Acaso no acababan de escapar seis hombres de los calabozos municipales, no lejos de allí? Y si en la parte trasera de la furgoneta iba gente normal y corriente, ¿por qué trataban de ocultarse a la vista?
Macovich conectó la radio y pidió refuerzos mientras gesticulaba hacia Hooter para que forzara a su conductora, que parecía estar fuera de sí, a salir de la carretera.
—Chica —le dijo Hooter a Barbie en voz alta—, lo siento mucho pero tengo que ir al baño ya mismo.
—¡Olvídalo! —llegó la voz imperiosa de Cat desde el suelo de la parte trasera de la furgoneta—. ¡No pararemos hasta que salgamos de este atasco y lleguemos a alguna parte donde no haya policía!
—Deja que te diga una cosa —Hooter se volvió en su asiento—, cuando una mujer dice que tiene que parar, tiene que parar, ¿entiendes? ¿Tu madre no te dio educación? ¿No te enseñó nada sobre las mujeres y sus períodos mensuales? ¿No te dijo que una mujer puede andar por ahí, ir en coche pendiente de sus asuntos y, de pronto, notar que despierta su fertilidad cuando no lo esperaba hasta un par de días más tarde?
Los hombres de la furgoneta callaron.
—Así pues, encanto, toma esa salida de ahí delante que lleva a la estación de servicio e iré al baño. No tardaré mucho, sólo espero que no me den los calambres. ¡Oh, Señor, por favor, que no me den los calambres!
Barbie estaba tan preocupada que olvidó por un momento a los fugitivos que viajaban atrás. Barbie lo había pasado fatal debido a los calambres cuando era más joven y entendía perfectamente lo insoportables y debilitantes que podían resultar. Puso el intermitente de la derecha y le dio unas palmaditas en el brazo a Hooter.
—¡Conduce! —le ordenó Trader.
—¿No tienes pastillas? —preguntó Barbie.
—¡Ay, aaay… ! —Hooter respondió con un gemido y se encogió sobre el vientre—. ¡Aaaaaay…! No traigo nada porque no esperaba la regla todavía. ¡Aaaaaay! ¡Señor, por qué ha de pasarme esto hoy, precisamente!
Lo siento mucho —intervino el reverendo Justice con sinceridad al tiempo que inhalaba un puñado de polvo del suelo enmoquetado y apartaba de su cara el pie de Cat—. Rezaré para que el Señor te libre de los calambres. ¡Dios Santo… estornudó dos veces, te ruego que libres de los calambres a esta mujer, tu sierva! ¡imploro para ella tus poderes de curación en el nombre de Jesús!
—Aaaaaay… —gimió Hooter más alto mientras la furgoneta apenas avanzaba en el atasco de aficionados a las carreras; todos estaban impacientes, preguntándose si iban a perderse el inicio de la carrera, cuando el coche de seguridad empezara a rodar por la pista y los F-16 de la Fuerza Aérea pasaran volando en formación.
—¡Está bien, está bien! —sonó la voz de Slim Jim; si había algo que no soportaba era oír las quejas de una mujer con calambres y luego tener que prepararse para el mal humor y la conducta ruin que, estaba seguro, vendría a continuación. Pararemos. Date prisa y no hables con nadie ni hagas nada que atraiga la atención.
Macovich miró a Hooter con atención y alarma mientras conducía a su altura. Era evidente que la habían herido y necesitaba que la trasladaran enseguida a un hospital. Macovich empezó a ser presa del pánico: ¿Cómo sabía que no la había acuchillado alguno de los fugados y no estaba desangrándose allí, ante sus propios ojos?
—Disculpe, señor —Moses dirigió la palabra al gobernador.
—¿Qué? —preguntó éste, saliendo de su sopor.
—El caballito me pisa con la pezuña y no consigo moverlo —explicó Moses; el hombre no quería causar molestias, pero temía haberse roto el pie y el dolor era insoportable.
Regina intentó recordar dónde había puesto la lista de órdenes y cayó en la cuenta de que la había olvidado en la mansión. Sabía que había una orden para que el animal levantara la pata. ¿Cuál era?
—Ven —dijo a Trip.
El caballito respondió avanzando un palmo hacia el que consideraba su adiestrador; en este caso, el gobernador.
—¡Aaaaaay! —exclamó Moses cuando el caballito chocó contra el brazo enyesado y a continuación lo pisó con la otra pata—. No crea que me quejo de vicio, señor, pero aquí dentro me están machacando tanto como lo hacían en el hospital.
—¡Muévete! —Regina empezaba a angustiarse y en su cabeza se confundieron las órdenes que había aprendido—. ¡Oh, lo siento!
Trip se movió y golpeó a Moses, cuya cabeza vendada se estrelló contra el cristal de la ventanilla. Con un alarido, suplicó que lo dejaran salir del coche.
—Pediré un taxi, volveré a mi casa y me meteré en la cama —dijo mientras intentaba apartar al mini caballo.
—¿Puedes parar? —gritó Regina a Macovich al tiempo que tiraba de su falda vaquera; le quedaba un poco ceñida y tendía a subírsele a sus caderas enormes El señor Custer no se encuentra bien y tiene que irse.
—¿Tiene que irse? ¿Adónde? —dijo Macovich, avanzando un poco más junto a la furgoneta.
—De vuelta.
Trip intentó dar la vuelta; esta vez apoyó todo el peso de sus cuartos traseros sobre ambos pies de Moses.
—¡Aaaaaay! —chilló el hombre.
—¡Aaaaaay! —se quejó Hooter cuando por fin Barbie tomó el desvío a la gasolinera de Hess.
La caravana motorizada del gobernador entró en la estación de servicio detrás de la furgoneta.
Otros aficionados a las carreras que también habían decidido aprovechar el atasco para repostar contempl-ron con asombro la limusina que abría la marcha, con sus luces azules destellantes, y las otras tres que la seguían, todas de color negro. Las puertas relucientes de la primera se abrieron y por ellas salieron a tomar un poco de aire fresco el gobernador, una chica gorda que exhibía un peinado horrible y un gusto horroroso para vestir y alguien que parecía un paciente hospitalario, además de un caballito de pelo rojizo, junto a varios chóferes de paisano que llevaban pistola bajo la chaqueta y el resto de la primera familia.
El gobernador sujetó de la correa a Trip y dio unos pocos pasos torpes mientras Macovich echaba a correr hacia la furgoneta en el instante en que Hooter se apeaba y chillaba, agitando los brazos:
—¡Nos han secuestrado unos presos! —exclamó, y de inmediato todos los aficionados a la NASCAR que se habían detenido a tomar una cerveza y a aliviarse de las ya consumidas, empezaron a lanzar vivas.
Slim Jim, Stick, Cruz Morales, Trader, Cat y el reverendo saltaron de la parte de atrás y se dispersaron. Dos de ellos fueron derribados al suelo por Bubba Loving. Macovich agarró a Cruz y a Stick por la espalda de la camisa y Cat zigzagueó, escabulléndose en dirección hacia el gobernador con el propósito de tomarlo como rehén. Regina, recordando que todavía era una agente auxiliar, decidió que le correspondía controlar la situación y gritó a.
—¡Ataca!
El mini caballo desconocía tal orden y se quedó quieto mientras Cat pasaba ante él a toda velocidad. El gobernador entrecerró los ojos con aire confundido y tanteó a su alrededor en busca de la lupa. Regina, que de niña había fastidiado y lesionado a miembros del servicio y de la familia por medio del sistema de lanzarse contra cualquiera con la cabeza por delante, bajó la testa y pateó el suelo con sus zapatillas altas rojas de cuero auténtico, acumulando furia al tiempo que sufría un violento retroceso atávico a su naturaleza más primitiva. Corrió contra el preso fugado y lo golpeó en la entrepierna, levantándolo del suelo y enviándolo por los aires hasta chocar de lleno con Trader. A continuación se abalanzó sobre los dos, montó sobre ambos cuerpos y vociferó mientras golpeaba sus cabezas, una contra la otra, y se dedicaba a asfixiarlos. Hooter acudió corriendo a ayudarla mientras los excitados aficionados a la NASCAR la animaban a «embestir otra vez», a «pisar el acelerador a fondo» y a «sacarlos del circuito».