—¡No me toque! —chilló Custer de nuevo mientras la enfermera lo alzaba agarrándolo por la parte delantera de la bata, lo cual dejó a la vista la espalda y otras partes de su cuerpo que no interesaban a nadie más que a él.
—¡Vaya! —dijo Andy, quien asió a Custer por el codo y le ajustó la bata al tiempo que cerraba el paso a la enfermera Carless para evitar nuevas lesiones al paciente—. ¿Dónde guarda sus ropas? Le ayudaré a vestirse.
—Mi hijo me trajo algo. Están en ese cajones —respondió Moses.
—¡Y usted no toque nada! —le gritó a la enfermera—. ¡Que las traiga el agente!
Andy lo ayudó a ponerse la ropa entre las protestas y los deseos de intervención de la enfermera; por último, lo acomodó en la silla de ruedas.
—Le llevaré hasta el coche —dijo a continuación—. Y no necesitamos su ayuda —avisó a la enfermera, que cada vez estaba más irritada y agresiva.
—Las normas del hospital dicen que el paciente debe salir acompañado de una enfermera —protestó.
—Y las normas de la Policía Estatal establecen que las personas en custodia y protección sean trasladadas por un agente de la ley —replicó Andy—. Le sugiero que no intervenga.
La mujer se llevó las manos a las caderas con gesto desafiante, pero calló.
Mientras Andy empujaba a buen paso la silla de Moses por los pasillos, las recias pisadas de la enfermera sonaron tras ellos.
—¡Voy a informar de usted a la supervisora! —masculló mientras apartaba de su camino a un interno y hacía que otra enfermera, al tratar de esquivarla, chocase contra un carrito de material médico, el cual se estrelló contra un macetero que contenía una planta de maíz.
Major Trader era de esos que no subiría a un autobús a menos que estuviera desesperado. Sin embargo, después de leer el último artículo del Agente Verdad consideró que sería una buena idea pasar por la estación central y sacar un billete de ida a Key West, donde tenía parientes que compartían su herencia pirata y nunca lo entregarían a las autoridades. Era evidente que estaba en marcha una investigación a fondo que iba a sacar a la luz muchos hechos que no hablarían en su favor.
El gobernador Crimm no se mostraría nada amistoso al enterarse de que, en efecto, llevaba años envenenándolo. Tampoco le alegraría saber que Trader se había dedicado a mentir, retener información, falsificar notas cuando había tenido necesidad de ello, holgazanear, filtrar informaciones a la prensa para obtener ventajas financieras y personales o utilizar un alias en Internet para dirigir asuntos ilegales relacionados con los piratas. Menuda sorpresa se iba a llevar cuando supiera que su ayudante procedía de familia de piratas, que había sido un pirómano en la infancia y que había asesinado al pescador en Canal Street, por mencionar sólo algunas de las flaquezas de Trader.
Una vez tuvo en el bolsillo el billete, consignado a un nombre falso, se apresuró a abandonar la estación de autobuses para dirigirse a Canal Street.
Andy, consciente de que andaba corto de tiempo, había preguntado a Moses si le importaba acompañarlo a una misión.
—Esa enfermera nos ha retrasado —le explicó Andy—. Y ahora tengo que ver a un sospechoso a las dos y media, es decir, dentro de un cuarto de hora.
Le acompañaré gustoso —respondió Moses—. Estaré fuera de circulación un mes por lo menos. Un poco de actividad y aire fresco me sentará bien. ¿Puedo ayudar en algo?
—¿Recuerda algo más de la agresión?
—No. Lo único que recuerdo es a un ángel que me dijo que se le había estropeado el coche y que me prometió no sé qué único.
—¿Unico? —repitió Andy, perplejo.
—Es lo que dijo.
—¿Sabe usted pescar? —preguntó Andy a continuación.
—Soy un auténtico experto —replicó Moses. Andy aparcó unas calles más abajo del lugar adonde se dirigía, que resultó ser precisamente el punto en el que Trader había asesinado a Caesar Fender. Cuando el llamado «Capitán Bonny» había intercambiado correo electrónico con Andy que en realidad había accedido con el nombre de usuario de Possum (aunque Andy ni siquiera conocía la verdadera identidad de éste), Andy había sugerido aquel lugar. Pensó que todo sería aún más sonado si no sólo atraía de nuevo a Trader al lugar del crimen, sino que también le recompensaba por sus fechorías con una maleta llena de hierro y un viaje gratis al calabozo municipal. Andy abrió el portaequipajes y sacó la pesada maleta; después se puso la misma barba falsa, la peluca de la cola de caballo y las ropas desaliñadas que utilizara como disfraz en Tangier, y le entregó a Moses una caña de pescar.
—Lo único que tiene que hacer es pescar —le dijo a Moses mientras se encaminaban hacia el muro de contención del borde del río—. Limítese a pescar y no me preste atención. Lo que sucederá a continuación es que se presentará un hombre e intentará coger la maleta, como si fuera suya. Pero no conseguirá moverla una pulgada por mucho que se esfuerce. Yo me ofreceré a ayudarlo y, antes de que se dé cuenta, lo tendré esposado y camino de la cárcel.
—¡Oh! Está bien, me parece estupendo —dijo Moses.
—Luego lo llevaré a usted a su casa, sano y salvo.
—Sí, me parece estupendo —repitió Moses mientras avanzaba renqueante hacia el lugar.
Unos jirones de cinta policial para delimitar escenas de crímenes ondeaban bajo el viento frío. Moses miró a su alrededor con cierta inquietud y observó los rastros de un incendio en el asfalto y un cubo de plástico volcado.
—Vaya, fíjate en esto —dijo Andy para sí, irritado, al tiempo que recogía el cubo—. ¡Menuda labor policial! ¡No puedo creer que se dejaran esto aquí!
Colocó el cubo junto a la pared y situó la pesada maleta a unos palmos. Moses puso un gusano de plástico en el sedal y añadió un flotador.
—No será aquí donde reventó ese pescador, ¿verdad? —inquirió, preocupado.
—En realidad, sí —respondió Andy mientras preparaba también su equipo de pesca.
—Espero que no haya quedado aquí con ningún asesino —apuntó—. Ya tengo suficiente de gente malvada, por el momento.
—No se alarme —lo tranquilizó Andy—. Usted no intervenga y dedíquese sólo a pescar. La persona que se presentará aquí no le hará nada. Lo único que quiere es coger esa maleta y escapar.
—Debo admitir que nadie le reconocería con ese disfraz —apuntó Moses, y con un gesto hábil y armonioso lanzó el sedal a las aguas perezosas del río plagado de rocas—. Parece un hippie trasnochado, uno de esos que conduce una vieja Volkswagen decorada con grandes flores.
Bien. Y no se le ocurra llamarme Andy o agente cuando aparezca el tipo.
Desde luego —asintió Moses—. No pienso poner sobre aviso a un asesino. ¿Por qué mataría a ese pobre pescador negro? ¿Y cómo está usted tan seguro de que el tipo no me echará un vistazo y decidirá hacer lo mismo conmigo? Ponga un flotador o su lombriz se hundirá directamente hasta el fondo y se enganchará a alguna roca.
—El tipo sólo quiere coger el dinero y abandonar la ciudad a toda prisa —dijo Andy mientras añadía el flotador al hilo y lanzaba el aparejo a la corriente—. Además, yo estoy aquí; si intenta algo, se verá en graves problemas.
—¿Va usted armado?
—Sí llevo a mi amiga en la parte de atrás de la cintura —respondió Andy al tiempo que notaba un ligero tirón en la caña.
Major Trader llegó en un taxi Blue Bird y le dijo al conductor que esperase o no le pagaría. Trader observó a dos vagabundos que pescaban en el malecón y avistó en una esquina una maleta de aluminio abollada, solitaria. Llevaba la pistola de señales en el bolsillo del abrigo por si alguien se entrometía y se encaminó directamente hacia la maleta.
—¿Esto es de alguno de vosotros? —preguntó Trader a los pescadores.
—No lo había visto en mi vida —replicó Andy, pues era absolutamente lícito mentir cuando uno actuaba como agente encubierto.
—Yo, tampoco —le secundó Moses. He llegado y me he sentado aquí, como siempre que venimos a pescar.
—Alguien me robó el coche y por eso he tenido que tomar un taxi —mintió Trader—. Dentro llevaba mi maleta, que es ésta, y he tenido el presentimiento de que el ladrón se desharía de ella en alguna parte, porque dentro no había más que ropa y unos libros.
—Pues si es suya, llévesela —dijo Andy.
Trader estudió detenidamente a los dos pescadores para asegurarse de que no se interesaban más por él y que no serían capaces de identificarlo más adelante, si alguien los interrogaba. Eran un par de perdedores, estaba claro, y probablemente jamás en la vida habían te-nido un empleo decente. ¿Por qué, si no, se encontraban allí pescando un viernes a mediodía, cuando la gente normal estaba en plena jornada laboral? Trader agarró la maleta por el asa y, al tirar de ella, el hombro casi se le descoyuntó.
—¡Mierda! —murmuró, sorprendido.
¡La condenada valija debía de pesar cien kilos! Imaginó cientos de dólares de plata y fajos de billetes e incluso tal vez oro. Los piratas debieron de dar un gran golpe. Intentó de nuevo levantar la maleta v no fue capaz de separarla un centímetro del suelo. Entonces probó a abrirla, pero estaba cerrada con combinación y los cerrojos no cedieron. Mientras reflexionaba sobre qué hacer y echaba miradas furtivas a su alrededor, rompió a sudar; el viejo pescador negro, que parecía haber sufrido un accidente grave de coche, tiró de su caña y empezó a recuperar sedal.
—¡Ha picado! —anunció Moses a todo el que quisiera oír—. ¡Sí, señor, esta preciosidad no va a seguir en el agua mucho tiempo!
—¿Cómo te las arreglas siempre? —Andy representó su papel—. Cada vez que vengo aquí contigo, tú sacas un cubo de pescado y yo vuelvo a casa de vacío.
Fue entonces cuando Trader reparó en el cubo de plástico blanco, que le resultó familiar. Una descarga de adrenalina le disparó una alarma interna.
—¿El cubo es suyo? —preguntó Trader mientras probaba diferentes combinaciones.
—Pues sí —respondió Andy.
—¿Sí? ¿Y cómo es que lleva estampado «Mariscos Parks»? ¿No es una pescadería de la isla de Tangier? —Trader empezó a sospechar algo y se llevó la mano a la pistola de señales—. Ese cubo procede de la mansión del gobernador, así que no me venga con que es suyo…
—No lo sabía. No he estado nunca en la mansión del gobernador, aunque precisamente iré mañana porque el gobernador me lleva a la carrera de la NASCAR.
—Alguien se dejó ahí ese cubo —dijo Moses, siguiéndole el juego a Andy mientras cobraba el pez. Como parecía que nadie lo quería… Pero no me importara devolverlo a la mansión cuando vaya por allí.
—Pero si el cubo es suyo —insistió Trader, acercándose para echar un vistazo de cerca—, ¿por qué no tiene agua? Si fuera a utilizarlo para plantar el pescado que captura, ya se habría molestado en llenarlo de agua. ¡Y sé perfectamente que lo de ir a la carrera con el gobernador es una bobada!
El pez saltó del agua, debatiéndose, y a Andy su aspecto le resultó familiar.
—¿Una trucha? —preguntó a Moses mientras Trader, entre gruñidos de esfuerzo, probaba de nuevo a levantar la maleta.
—¡Sí, señor! —exclamó Moses—. ¡Y de las buenas!
Cada vez más desesperado y un poco receloso de los pescadores harapientos, Trader intentó arrastrar la maleta y soltó unas maldiciones. Moses levantó a la combativa trucha y Andy observó en el animal una herida antigua de anzuelo en la mandíbula inferior. La trucha vio a Trader y se hizo la muerta.
—Suéltala —dijo Andy a Moses—. No necesitamos peces, cangrejos o nada más para identificar a ese mantecoso mentiroso.
Se quitó la barba falsa y la peluca de cola de caballo y sacó la pistola.
—¡Manos arriba, Trader! —ordenó Andy con voz enérgica mientras Moses extraía el anzuelo de la boca de la trucha y la devolvía al agua.
—¡Libre al fin! —dijo el pescador a la trucha mientras ésta se alejaba nadando.
—¡Queda detenido! —gritó Andy.
Regina también estaba dando órdenes a gritos, sin resultado. El mini caballo, Trip, había llegado a la mansión hacía una hora, pero Regina había prestado poca atención a las instrucciones del entrenador, sin molestarse tampoco en estudiar la cinta de vídeo que las recogía. ¿Cuánto le iba a costar que el caballito entendiera las órdenes de «a la derecha», «a la izquierda», «siéntate», «ven» y «túmbate»? Sin embargo, llevaba un buen rato gritándoselas al futuro lazarillo y Trip seguía plantado en mitad del salón de baile, mirándola inmóvil.
—Muévete —dijo Regina con un chasquido de los dedos y un enérgico taconeo.
Trip parpadeó, pero no se movió.
—¡Ven aquí ahora mismo! —probó Regina en un tono áspero al tiempo que la primera dama aparecía en la escalinata y bajaba los peldaños a toda prisa, sosteniendo una caja de trébedes que se proponía guardar en la despensa del mayordomo.
—¡Pony estúpido!
—¡Regina! —exclamó la señora Crimm, jadeante a causa del esfuerzo, al tiempo que hacía una pausa—. ¡No vuelvas a hablarle así al servicio!
—¡Oh!, su hija no habla conmigo, señora —dijo Pony, haciendo acto de presencia con su bata blanca almidonada—. ¿Puedo ayudarle con la caja?
—¿A qué viene este revuelo? —El gobernador asomó de una estancia y miró a través de la lupa con manifiesta perplejidad—. ¿Dónde estoy? He ido a mi despacho y no he encontrado el escritorio. ¿Alguien ha movido de sitio mi escritorio? ¿Qué llevas ahí, Maude?
—Unas cosas que voy a tirar —improvisó su mujer sobre la marcha—. Estaba despejando un armario y he encontrado este zapatero giratorio que compré por catálogo. Supongo que no sabes a cuál me refiero, pero nunca ha servido para nada útil y la mayor parte de los zapatos que hay en él de todos modos están anticuados.
—Su escritorio sigue donde estaba —indicó Pony al gobernador. ¿Puedo ayudarle en el piso de arriba, señor?
—Qué es esto? —El gobernador descubrió el mini caballo y quedó prendado de él al instante—. ¡Qué bonito eres! ¡Y qué arnés más fino, con esa empuñadura de cuero repujado! ¡Pero si incluso vas calzado!
—Tiene que ir calzado para que no resbale continuamente en la madera encerada —explicó Regina, impaciente, mientras la primera dama se apresuraba escalera abajo para esconder los trébedes—. Pero es un bicho inútil. No quiere hacer lo que le ordeno, así que no veo que vaya a ser de utilidad, papá. ¡Ven aquí! —insistió Regina, dando unas palmadas para despabilar al indiferente animal—. Tú, idiota, ven aquí ahora mismo o te devolveré y tendrás que servir a otro cegato que, probablemente, vivirá en una pocilga y no tendrá servicio doméstico ni limusina, cocinero o visitas de gente importante.