La isla de los perros (40 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Entonces te devolveré a la superintendente Hammer y la policía olvidará mi ataque a Moses Custer. Y tal vez incluso pueda ir a verte de vez en cuando. Quizá la superintendente Hammer me contrate como cuidador tuyo. ¿Qué te parece?

A Popeye le pareció una idea extraordinaria. Possum siguió uniendo los trozos de camiseta con hilo y aguja y pegamento. El resultado no fue el que había esperado, pues advirtió que la bandera sólo tenía un lado y eso lo obligaría a montarla entre dos postes, antenas o palos en vez de hacerla ondear. De todas maneras, estaba satisfecho con el resultado, que no era reconocible como NASCAR o como un Jolly Roger, sino como un híbrido de ambas cosas.

Possum clavó la obra terminada en la pared y se sentó en la cama, imaginando la reacción de Smoke. Le preocupaba ir a la carrera el sábado y se preguntaba qué planes y esperanzas podrían salir mal. Una cosa era segura: no quería más problemas. Cómo le gustaría volver al sótano de sus padres y poder salir por la noche sin miedo de que lo arrestaran… Possum había visto en el noticiario de la televisión que Moses estaba todavía en el hospital y, gracias a Dios, su estado era estable. Al recordar que había apuntado con la pistola a aquel pobre hombre que yacía en el suelo y le había disparado, Possum se echó a temblar.

Aún no comprendía qué le había ocurrido; lo único que sabía era que tenía miedo de Smoke. También sabía que si se comportaba distinto de los otros perros de la carretera, tarde o temprano acabaría con una bala en la cabeza. ¡Oh, cómo lloraría su madre si se enteraba de que lo habían matado y habían abandonado su cuerpo junto con el cadáver de una perrita blanca y negra! Si Ben Cartwright o Joe o Hoss pudieran ayudarlo… Pero en todos los episodios de Bonanza que Possum había visto, jamás aparecía ningún niño negro en La Ponderosa.

—Tal vez no le gusten los negros —pensó Possum en voz alta mientras imaginaba a Ben Cartwright con su chaleco de cuero y su cabello blanco como la nieve—. Los negros eran esclavos, así que, ¿por qué soy tan estúpido de pensar que alguien montado en un caballo vendrá a rescatarme? —Possum miró la bandera que colgaba detrás del televisor—. En La Ponderosa nunca he visto banderas confederadas ni esclavos, sólo a Hop Sing, que es chino y puede entrar y salir a su antojo siempre y cuando limpie la casa y cocine.

Possum se preguntó si podía hacer algo para congraciarse con los Cartwright, que debían de estar muy decepcionados por su reciente conducta delictiva.

—Siento lo de Moses —Possum le dijo a Hoss.

—Bueno, amiguito, lo que hiciste estuvo muy mal —replicó Hoss.

—Ya lo sé, Hoss, créeme, pero tenía miedo y Smoke me habría matado o pegado o habría ahogado a Popeye si no hubiese apretado el gatillo. Me gustaría volver a ese momento y escapar antes de que fuera demasiado tarde. Pero ahora sí ya es demasiado tarde y aquí estoy.

—Tienes que arreglarlo, amiguito —dijo Hoss desde debajo de su inmenso sombrero blanco—. Lo hecho, hecho está, pero nunca es demasiado tarde para arreglarlo.

—Cómo? —le preguntó Possum a Ben.

Ben iba montado en su caballo, dispuesto a marcharse a Carson City. Miró a Possum desde lo alto y esbozó una leve sonrisa.

—Podrías empezar por llamar a Moses y pedirle disculpas —respondió, moviendo las riendas—. Y después tendrías que entregarte el sheriff Coffey —añadió antes de salir al galope.

Possum permaneció en la oscuridad y abrió despacio su teléfono móvil. El corazón le latía con fuerza mientras se aseguraba de que nada se moviera en el remolque. No oyó nada y llamó a información para que le pusieran con el hospital donde sabía que Moses estaba ingresado.

—Con Moses Custer, por favor —dijo Possum en voz baja.

—Quién llama? Moses Custer sólo acepta llamadas de personas que están en una lista.

—Soy el número tres de esa lista, señora —replicó Possum, con la intención de engañar a la mujer.

La oyó comprobar sus papeles con la esperanza de que el número de Dale Earnhardt fuera su número de la suerte, y más o menos lo fue.

—Aquí dice el señor Brutus Custer y señora. ¿Quién de ellos es usted?

Possum tenía una voz alta y aguda que podía pasar tranquilamente por la de una mujer. Se sintió algo ofendido, pero supo que no podía fingir que era Brutus.

—Soy la señora Custer. Estoy muy preocupada por mi suegro. Ni como ni duermo. Dígale que si no tiene ganas de ponerse, ya llamaré en otro momento.

Possum le había dado a la recepcionista una excusa para que se lo quitara de encima, y cada vez estaba más nervioso. Entonces Ben Cartwright se volvió en su silla y lo miró con severidad.

—Espere —dijo la recepcionista.

—Hola —dijo una voz de hombre al otro lado del hilo—. ¿Eres Jessie? ¿Cómo estás? ¿Por qué no has venido todavía a verme? Hoy ya me marcho a casa.

—Señor Custer, no soy Jessie pero quiero hablar con usted. Por favor, no cuelgue. —El corazón le latía con tal fuera que Possum pensó que le rompería las costillas.

—Quién es? —preguntó Custer, suspicaz.

—No puedo decírselo, pero siento mucho lo que le ocurrió. Estuvo mal, muy mal; yo no quería hacerlo, pero me obligaron.

—Quién eres? —preguntó Moses con apremio y preocupación—. ¿Por qué te metes conmigo? Seguro que eres uno de esos piratas.

—Sí —confesó Possum—, pero ya no lo seré más.

—Vaya si no lo serás. Supe enseguida que no eras Jessie, porque tu voz es distinta.

—No puedo hablar mucho tiempo —dijo Possum tras respirar hondo—. Lo único que quería decirle es que siento mucho lo que hice y que si encuentro una forma de poder resarcirlo, se lo prometo que lo haré. Y asegúrese de ir siempre bien escoltado, porque esos perros ya están hablando de salir a buscarlo y terminar con usted. El nombre del líder es Smoke, y su novia, Unique, disparó ayer contra esa pobre mujer del Seven-Eleven. Si ese día en que nos llevamos el camión y las calabazas no le llego a disparar, Smoke me habría matado.

—¡Hijos de puta! ¡Que vengan por mí, si quieren, y sabrán lo que significa meterse en problemas!

—Haré todo lo posible por convencerlos de que no lo hagan.

—¿Tú? ¿Qué demonios…?

Moses se puso a gritar y Possum, presa del pánico, colgó el teléfono.

—¿Qué está pasando aquí, joder? —preguntó Smoke, abriendo de repente la puerta del cuarto de Possum—. ¿Con quién hablas?

Possum escondió el móvil bajo las sábanas justo a tiempo.

—Hablaba con Popeye sobre nuestra bandera nueva —respondió Possum—. ¿Qué te parece, Smoke?

Smoke entró con la cerveza del desayuno en la mano y se miró un buen rato la bandera que colgaba en la pared.

—¿Qué es esta mierda? —preguntó con dureza y mezquindad.

—No tienes bandera y pensé que todos los piratas tienen bandera, al igual que los pilotos de la NASCAR tienen colores. Así que he hecho ésta para ti, Smoke; ya te dije que la haría. He pensado que mañana, cuando vayamos a la carrera, podemos ponerla en el foso. Luego, cuando escapemos a la isla, podrías colgarla allí para que todo el mundo sepa que no debe meterse contigo.

—Si hablas solo, mejor será que bajes la voz. Me has despertado, ¿sabes? —dijo Smoke—. Ahora estaré cansado todo el día.

Smoke se calmó y miró la bandera desde distintos ángulos con aire pensativo. De repente tuvo una idea y la arrancó de la pared.

—Tal vez me cargue a la maldita perra de un disparo y la envuelva con esto. Así tendremos un pequeño regalo para dejarle a Hammer en su puerta —gruñó Smoke con crueldad.

Popeye, que sabía imitar tan bien a Possum como éste a la perra, fingió dormir de nuevo, y Possum fingió que no le importaba lo que pudiera ocurrirle al animal.

—Pero eso no estaría tan bien como pescar a Hammer y a ese agente Brazil —recordó Possum, porque en esa época Smoke solía olvidar muchas cosas—. Y necesitamos a la perra para que se presenten en las carreras y podamos cargárnoslos. Luego Cat nos llevará a la isla en helicóptero y allí viviremos como señores.

—¿Y cómo vas a montar todo eso, joder? —preguntó Smoke al tiempo que tiraba la bandera encima de Popeye, que no se movió.

—Fácil —respondió Possum—. Escribo un correo electrónico al capitán Bonny y le digo que lo haga. Sabemos que tiene contactos, ¿no? Puede contarle el plan a Hammer y hacerle creer que eres un magnífico piloto de la NASCAR; la guapa Unique es tu novia y los demás somos los mecánicos de tu equipo y acabamos de encontrar a Popeye perdida en la carretera. La hemos recogido, pero no vamos a entregarla a nadie que no sea Hammer, y queremos que el agente Brazil atestigüe que es ella de veras. En el momento en que Hammer se ponga a chillar de felicidad por haber recuperado a la perra, sacamos las pipas, matamos a todo el mundo, corremos hacia el helicóptero y nos escapamos volando.

—Pues venga, hazlo —ordenó Smoke tras terminarse la cerveza y tirar la lata al suelo.

Capítulo 23

La forense, doctora Scarpetta, estaba en su despacho cuando Andy llamó a la puerta abierta.

—Doctora Scarpetta? Hola —dijo con cortesía y algo de nerviosismo—. Si no es mal momento, me gustaría hablar con usted del hombre sin identificar que ardió en Canal Street la pasada noche.

—Entre. —La doctora Scarpetta alzó la vista de los certificados de defunción que tenía delante—. ¿Nos conocemos?

—No, señora, pero he trabajado con el doctor Sawamatsu varias veces.

Andy se presentó y luego explicó que Regina era una auxiliar de la Policía Estatal, aunque no se refirió a ella por su nombre.

—¿Y se llama usted…? —quiso saber la doctora.

Regina la miró boquiabierta, incapaz de articular palabra. Nunca había conocido a una mujer tan poderosa, y aquello la pilló absolutamente desprevenida. La doctora Scarpetta era rubia y muy guapa, tendría alrededor de cuarenta y cinco años y llevaba un vistoso traje a rayas. ¿Cómo era posible que alguien que seguramente podía lograr lo que quisiera trabajara con muertos como medio de ganarse la vida? ¿Qué podía decir Regina para explicarse, sin revelar su identidad y causar problemas?

—Me llamo Reggie —farfulló la chica.

—Agente Reggie —asintió la doctora Scarpetta sentada en su gran silla de juez, al otro lado del escritorio. Luego se dirigió a Andy en tono severo—: ¿Y usted la avala? Aquí no suelen entrar auxiliares de la policía.

—Me hago responsable de todo —dijo Andy, lanzando una cortante mirada a Regina.

—Oh, no se preocupe —intervino la chica—. No diré nada de lo que vea u oiga, ni tocaré ni moveré nada.

—Muy buena idea —replicó la doctora Scarpetta. Luego, dirigiéndose a Andy, explicó—: El hombre ha sido identificado por las huellas dactilares. Se llama Caesar Fender, varón negro de cuarenta y un años y natural de Richmond. Y hoy tenemos el depósito lleno, por así decirlo. ¿Ha visto una autopsia alguna vez? —preguntó a Regina.

—No, pero no porque no quisiera. —Regina no sabía qué hacer para impresionar a la legendaria doctora.

—Comprendo.

—Pero en las clases de biología del instituto fui la única de mi grupo a quien no le importó diseccionar una rana —fanfarroneó Regina—. Las vísceras nunca me han impresionado. Creo que no me importaría ver morir a alguien, incluso a un condenado en el corredor de la muerte.

—Pues a mí en el instituto no me gustaba diseccionar animales —replicó la doctora Scarpetta para sorpresa de Regina—. Las ranas me daban mucha pena.

—A mí, también —intervino Andy—. Mi rana estaba viva y no me parecía bien tener que matarla. Es algo que todavía me preocupa.

—A mí sí me importa ver morir a la gente, sean condenados o no. Me parece que no has pasado mucho tiempo en una escena del crimen o en la sala de emergencias de un hospital —prosiguió la doctora Scarpetta y, mientras hojeaba los papeles de su escritorio, pensó que el nombre de Andy le sonaba familiar; claro, Andy Brazil era el agente que había enviado las chocolatinas envenenadas al laboratorio—. Tengo que discutir algo con usted —le dijo—. Tenemos que hablar a solas unos momentos.

Era su manera de pedir cortésmente a Regina que saliera del despacho.

—Sal un minuto, por favor —le dijo Andy—. Enseguida estaremos contigo.

—Cómo quieres que sea una auxiliar si siempre me haces salir? —dijo Regina con un deje de su malhumor habitual en la voz.

—No siempre te hago salir —replicó Andy mientras la acompañaba a la puerta y casi la empujaba para que saliera—. Quieta ahí —añadió, como si hablara con Frisky.

Cerró la puerta y volvió al escritorio de la doctora Scarpetta. Retiró una silla y se sentó.

—Acabo de recibir el informe del laboratorio sobre esas chocolatinas —comentó la forense—. Es un asunto tan serio que el doctor Pond ha querido llamarme la atención de inmediato al respecto, porque estoy bastante familiarizada con esos envenenamientos por laxantes. Hace años tuve un caso de una mujer cuyos hijos le daban chocolate con laxante, al parecer para gastarle una broma. La mujer desarrolló lesiones en diversos órganos, edema pulmonar, entró en coma y murió. —Tendió el informe a Andy y siguió explicando—: Los tests se han realizado con cromatografía líquida de alta resolución v los chocolates han dado positivo de fenolftaleína en varias concentraciones. En los laxantes comerciales, la dosis adecuada contiene unos noventa miligramos de fenolftaleína; sin embargo, una sola de las chocolatinas de la caja que usted envió al laboratorio contenía doscientos, que de ser ingeridos provocarán, como mínimo, pérdida de líquidos y electrolitos. Eso es muy peligroso, sobre todo si la víctima es vieja y no goza de buena salud.

—Que es precisamente lo que le ocurre al gobernador —apuntó Andy, cada vez más preocupado—. ¿Y no han encontrado huellas o algo en el envoltorio? Y la nota caligrafiada, ¿estaba realmente escrita por el gobernador.

La doctora Scarpetta buscó entre otros informes.

Encontraron una latente utilizando Luma-Lite y tinte fluorescente. La pasaron por el sistema automatizado de identificación de huellas y aquí está su número. Usted mismo puede comprobar a quién pertenece en el ordenador de la Policía Estatal. —Se lo anoto—. Por lo que se refiere al examen de documentos, la muestra de la caligrafía del gobernador no coincide con la de la nota que acompañaba las chocolatinas.

—Así que la nota es falsa. —Andy no estaba en absoluto sorprendido.

—No es una prueba concluyente porque necesitamos un ejemplar oficial. La que utilizamos de manera preliminar era de una carta que, supuestamente, el gobernador había enviado al doctor Sawamatsu.

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