—¿Qué haces? —le preguntó el gobernador, buscando la lupa que colgaba de la cadena de su reloj.
—Aplico un poco de pulimento para muebles sobre la madera —respondió Pony, nervioso, mientras pasaba el paño por las rayas que los trébedes habían dejado en la madera de pino. Tenía que haberlo hecho hace tiempo, pero no he encontrado el momento hasta hoy. Hay una estupenda sopa de guisantes al fuego, si le apetece…
—¿Lleva jamón? —Con la ayuda de la lupa, el gobernador examinó las melladuras que se apreciaban en la vieja madera—. ¿Cómo ha podido rayarse esta madera? Es como si alguien con botas de tachuelas se hubiera escondido dentro del armario, o tal vez alguien con zapatos de baile.
—Quizá sea del aspirador —sugirió Pony mientras cubría las rayas lo más deprisa posible—. Siempre digo a las asistentas que no guarden los aspiradores en los armarios de la ropa. Me temo que la sopa sí lleva jamón. No sabía que viniera a comer, señor, o me habría asegurado de que no le pusieran jamón ni hueso de jamón.
Mientras Pony le contaba todo aquello, el gobernador detectó un sonido metálico, como si alguien bajara las escaleras corriendo. Crimm también corrió y, aunque no alcanzó a ver el origen de aquel extraño ruido, sospechó que se trataba de un hombre con espuelas o armadura. Sus temores acerca de la infidelidad de su esposa empezaron a graznar dentro de su psique. ¿Su mujer ligaba con hombres a través de Internet y luego se enzarzaban en juegos sexuales de fantasía y disfraces? La imaginó en poses eróticas junto a unos jóvenes y viriles amantes que por toda vestimenta llevaban espuelas o un casco con una pluma, o tal vez las dos cosas. Maude y sus lascivos acompañantes practicaban un sexo ruidoso y metálico, y tal vez utilizaban imanes para aumentar su pervertido placer antes de que ella, de repente, se fijase en las telarañas del techo y empezara a negar sus favores a aquellos ciberhombres del mismo modo que se los había negado al gobernador durante tantos años. Seguro que Andy Brazil también andaba metido en el lío. ¿Cómo tener la certeza de que Andy no había conocido an tes a Maude en Internet y que quería ser piloto de la primera familia para estar cerca de ella?
—Para entrar en Protección Ejecutiva primero tienes que ser agente de la Policía Estatal —le dijo a Andy en tono autoritario y antipático.
—Ya lo soy, gobernador. Y andamos escasos de pilotos —añadió Andy, dirigiéndose a la primera dama. El no era sexista y no trataba a las esposas de los demás como si fueran apéndices.
—Pues últimamente tenemos siempre el mismo piloto —dijo ella, irritada por el comentario y mirando a Macovich con el ceño fruncido.
¿Qué había sido de todos sus pilotos? Por lo que ella recordaba, a principios de año tenían muchos y supuso que el problema debía de ser la nueva superintendente de la Policía Estatal, aquella mujer exigente y mandona con los hombres. Trader tenía muchas cosas desagradables que decir sobre ella. Tal vez había llegado el momento de escribirle una nota y pedirle más pilotos. La señora Crimm recurrió a su dicho más querido y lo expresó en voz alta.
—En la variedad está el gusto y es la salsa de la vida —dijo.
—Perdone? —Andy estaba desconcertado.
—Querría saber si está de acuerdo en eso.
—En la mayoría de casos —replicó Andy, que captó que lo estaban poniendo a prueba—. Pero no siempre. Por ejemplo, para ir a trabajar no utilizo más ropa que el uniforme. Me gusta mucho el uniforme de la Policía Estatal y lo llevo a gusto cada día, por lo que eso de la falta de variedad no representa para mí un problema.
—¿Qué? —El gobernador descifró el código secreto de su mujer y se quedó pasmado de que resultara tan flagrante. La imaginó practicando el sexo con aquel tipo, Andy, que probablemente no llevaba encima nada más que el cinturón del uniforme—. En la variedad no está el gusto ni ninguna otra cosa. La salsa de la vida no es la variedad, sino la lealtad y el servicio. ¿Qué es para ti la salsa? —preguntó Crimm a gritos mientras observaba con la lupa a su infiel esposa.
—Cálmate, querido —dijo la primera dama, recordando de repente que había escondido trébedes en el armario de las salsas y las especias y pensando que tal vez sería mejor no aludir a ellas de nuevo—. Te dije que no comieras tanta crema amarga ni tanta mantequilla. Ya sabes lo mal que le sienta a tu submarino. —La mujer confiaba en que aquello distraería su atención—. Toda esa grasa animal y esos productos lácteos son combustible para tu submarino y la salsa no es el problema, porque en la cena no has tomado salsas. Ya sabes que en casa siempre evitamos las salsas, y con buena razón. Y no las mencionemos más, no vaya a ser que hagas asociaciones que irriten a tu submarino y lo impulsen hacia una turbulencia que podría terminar en arandelas sueltas, fugas de líquido y lodo alzándose desde el fondo de tus intestinos. Y bien, agente Brazil… Qué nombre tan exótico. ¿Es usted suramericano? Estas son Constancia, Gracia y Esperanza, ¿las conoce?
La primera dama se detuvo antes de pronunciar el nombre de su cuarta hija, la mujer más joven y la menos atractiva de todas las que había en el aparcamiento.
—¿Y tú? —preguntó Andy a la chica, suponiendo que se llamaría Gula o Pereza debido a su apariencia y a su conducta.
—¿A ti qué te importa? —La muchacha reventó de un mordisco el globo que había hecho con el chicle y Andy quedó sorprendido por su contundencia y falta de encanto—. Ah, y te vi marcharte en un coche sin distintivos. ¿De qué sirve ir en un coche sin distintivos si se lleva uniforme? —lo regañó—. Es de retrasado mental.
—Tu acento no es de aquí. —Andy pasó por alto los malos modales e intentó ubicar aquel marcado acento nasal. Tampoco quería contarle que Hammer insistía en que condujera un coche sin distintivos, ya que era un periodista clandestino y prefería que llamara la atención lo menos posible.
—Nací en Grundy, en las minas de carbón —dijo la insolente hija del gobernador.
—No es cierto. —La primera dama se había quedado pasmada—. Yo estaba embarazada de ella cuando, durante una campaña electoral, hicimos una rápida visita a la zona de minas de carbón de la frontera oeste de Virginia —le contó a Andy mientras el gobernador seguía mirando con la lupa en busca del helicóptero y los agentes de Protección se arracimaban en torno a la familia, a la espera de órdenes—. Pero nació en el hospital, como el resto de mis hijas —añadió, indignada, la señora Crimm, y lanzó una mirada de reproche a la chica, que seguía sin tener nombre.
—Supongo que siempre podría utilizarse otro piloto —dijo el gobernador Crimm en tono abatido, deseando no haber comido tanto y humillado por el hecho de que su mujer hubiese hablado en público del submarino.
Había veces en que Bedford Crimm se lamentaba de la vida. En Virginia los gobernadores no podían sucederse en el cargo, por lo que siempre había tenido que esperar cuatro años antes de volverse a presentar a las elecciones. Durante veinte años se había reciclado mediante aquel arcano, anticuado y ridículo sistema de gobierno: comandante en jefe durante una legislación para volver al sector privado durante la siguiente, y luego de vuelta a la mansión. En esos momentos la Casa Blanca era un objetivo más pequeño y distante. El gobernador Crimm tenía casi setenta años, el vodka le subía directo a la cabeza y su mal equipado submarino casi nunca seguía el rumbo previsto.
Los agentes de Protección estaban cada vez más nerviosos. Alrededor de ellos se congregaba una multitud. Andy no era estúpido y sabía que ser piloto del gobernador llevaba un premio añadido: cuanto más cerca de él estuviese, más información podría recabar para los artículos del Agente Verdad.
—Gobernador —dijo Andy—, permítame decirle que será para mí un gran honor llevarle a usted y a su familia en un helicóptero nuevo y, aunque yo no sea un agente de Protección, conmigo también estarán protegidos. ¿Podríamos hablar de esto un momento en privado? No, supongo que no…
Macovich ardía de indignación, pero nadie lo notaba porque a los agentes se les enseñaba a no demostrar sus sentimientos. Su único consuelo al ver cómo Andy lo eclipsaba en aquella fría noche de septiembre era que él sí sabía el nombre de aquella horrible hija pequeña de Crimm. Vaya si lo sabía. Nunca había hablado con ella, ni siquiera cuando la ganó al billar, pero no la perdía nunca de vista tras la máscara oscura de sus gafas de sol.
Se llamaba Regina, pronunciado a la manera británica, y eso era parte de lo que fallaba en ella, además de su desafortunada obesidad y el ancho y feo rostro. Entre los agentes de Protección era bien sabido que Regina tenía unas inclinaciones que no coincidían con los implacables intentos de la primera dama de casar a sus indeseables hijas.
—El agente Brazil no es un gran piloto —susurró Macovich a la primera dama tras decidir que la mejor manera de proteger su territorio era traicionar a Andy—, pero está soltero y últimamente ha estado muy deprimido. Creo que está muy solo.
—¡Qué triste! —dijo la primera dama—. Pues lo invitaré a la mansión, claro que sí.
—Oh, eso estaría muy bien, señora —replicó Macovich, como si fuese el ofrecimiento más generoso que nunca hubiese escuchado.
Macovich pensó, con un punto de satisfacción vengativa, que Andy Brazil no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo. Al blanquito guapo le iban a sacar las entrañas igual que al hombre de paja que se llevaban los monos voladores siguiendo las órdenes de su supervisora, la malvada bruja del oeste, o de donde demonios fuese.
—Bueno, creo que deberíamos irnos —dijo el gobernador al notar que su submarino se precipitaba en la oscura bilis que expulsaba su vesícula—. No me siento bien. No debería haber comido ese pastel con chocolate belga fundido que Trader hizo servir en el restaurante. Es cierto, Maude, tengo que prescindir de los dulces —añadió, dirigiéndose a Andy, que lo escuchaba con atención.
Macovich y los otros agentes se llevaron de allí a la primera familia y escoltaron a sus miembros hasta el helicóptero envueltos en una oscuridad protectora. Andy sacó el teléfono móvil, decidido a llamar al asador para decirles que metieran los restos del pastel en una bolsa de plástico, pero recordó que había prometido a Hammer que hablaría al gobernador de la situación en Tangier. Mientras corría hacia el helicóptero, el motor se puso en marcha y las palas empezaron a girar.
—¡Gobernador! —gritó Andy—. ¡La superintendente Hammer tiene noticias urgentes y necesita hablar con usted! —El ruido de la hélice se tragó sus palabras.
—¡Huelo a tabaco! —La primera dama se disparó como una alarma detectora de humo y se protegió el peinado rígido de una repentina corriente de aire.
—No he sido yo —dijeron a una todos los agentes.
Smoke y sus perros de la carretera contemplaban la escena desde el otro lado del cristal ahumado de su todoterreno Toyota de color negro, que había sido robado en Nueva York y, después de algunas transacciones, había terminado en sus manos, con placas nuevas de matrícula y el número de identificación del vehículo borrado. Los piratas estaban circulando por el centro comercial de Bellgrade, donde se encontraba el asador Ruth Chris, tras unos viejos árboles, cuando el inmenso helicóptero detenido frente al restaurante llamó su atención.
Ninguno de los piratas de las autopistas había visto jamás una cosa así, y cuando el piloto pisó a fondo el acelerador Smoke y su cuadrilla contemplaron boquiabiertos la velocidad de las palas y el destello de las luces de aterrizaje mientras los árboles eran sacudidos por una ráfaga huracanada.
—Joder! —exclamó Smoke, sorprendido. Era raro que demostrase emociones que no fueran la ira y el odio—. ¿Habéis visto eso?
Pasmados, Cuda, Possum y Cat permanecieron sentados en silencio. El ruido de la hélice retumbaba en sus oídos y les excitaba de forma lasciva la sangre.
—Me pregunto si será muy difícil pilotar uno de esos cacharros —dijo Smoke—. ¿Imagináis lo que podríamos hacer con un trasto de ésos? ¡A tomar por culo los camiones! Nunca nos cogerían y podríamos entregar nosotros mismos la mercancía en Canadá; necesitaríamos la mitad de tiempo y podríamos prescindir del intermediario.
El helicóptero se elevó e inundó de luz cegadora la hierba que se agitaba arremolinada. Al otro lado de una gran ventana lateral, Smoke distinguió a una de las hijas del gobernador que abría una bolsa de comida basura, patatas fritas probablemente. Luego se fijó en algo más. Andy Brazil volvía corriendo a su coche sin distintivos. Ver de nuevo a aquel hijo de puta encendió a Smoke. En la época en que Andy era policía municipal, Hammer y él lo habían arrestado y encarcelado. Mientras estaba en la celda, Smoke no había pasado un solo día sin acariciar fantasías sádicas sobre lo que les iba a hacer a aquel par de policías.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Smoke cuando el helicóptero se elevó sobre los árboles y retumbó en el cielo, mirad quién está ahí. Tal vez debería volarle ahora mismo la tapa de los sesos, joder.
—¿Qué sesos? —Cat apartó los ojos de la brillante luz que rasgaba la noche y siguió la mirada vengativa de Smoke, que estaba clavada en un agente rubio que montaba en un coche sin marcas.
—Por qué quieres volarle los sesos ahora mismo? —protestó Possum mientras Smoke ponía en marcha el todoterreno. No irás a hacer algo así con toda esa policía por aquí, ¿verdad? ¿Estás loco o qué? Si quieres hacerlo, yo me bajo del coche.
Possum iba sentado delante y cuando agarró la manija de la puerta Smoke le pegó en la cara con el revés de la mano. Cuda y Cat se encogieron en sus asientos, en silencio. Despreciaban a Smoke, pero no tenían donde ir y en aquellos momentos andaban metidos en tantos problemas que lo más conveniente era conservar aquel empleo. Tanto Cuda como Cat habían debutado en bandas callejeras de esas que ahora estaban tan desprestigiadas. Ser un pirata era como ser de la mafia, se dijo Cat para tranquilizarse, y permaneció quieto, sin parpadear, en el asiento del todoterreno. Nadie se metía con Smoke y sus perros de la carretera; ellos perseguían premios más importantes que asaltar a la gente, robar en cajeros automáticos y disparar desde el coche sólo por diversión. Hacía pocos días, Smoke los había llevado a una galería comercial y les había comprado zapatillas Nike y toda la pizza y las patatas fritas que pudieran comer.
0 sea que no era tan malo, intentaba consolarse Possum, aunque estaba harto de que Smoke le pegara y de temer que se ensañase o matara seres indefensos como la pobre Popeye. Cuando Possum era pequeño, su padre también le pegaba y hacía cosas horribles en la mesa, como clavar el cuchillo en la madera de la mesa y arrojar la comida al otro lado de la habitación. A su padre le gustaba cazar conejos y mandaba a los perros a por ellos para contemplar cómo despedazaban a aquellas pequeñas criaturas que gritaban. Possum empezó a faltar a clase y se quedaba a oscuras en el sótano, viendo televisión. Con el paso de los años, dejó de crecer y sólo salía del sótano muy tarde por la noche para saquear la nevera y el mueble bar cuando sus padres habían terminado de pelear y se habían acostado.