—Viene de la bahía. Le traigo la cena y agua.
—Tengo que ir al baño. —Al doctor Faux le avergonzaba tener que decirle aquello a una mujer cuya boca había taladrado y explotado durante años.
Ginny asintió, siempre que Faux prometiera volver a la silla plegable y dejarse atar y taparse los ojos con la venda.
—Si me ata y me pone la venda, no podré comer —dijo el doctor Faux cuando Ginny lo liberó. El dentista entrecerró los ojos, deslumbrado ante la luz mortecina de la estancia.
—Me quedaré aquí por si no vuelves de tus asuntos y, además, no he venido aquí para no decirte nada. —Era el modo que tenía Ginny de decirle que lo dejaría tranquilo mientras se aliviaba, a menos que intentara alguna treta, como escapar. Y que no tenía intención de proporcionarle la menor información.
Mientras el dentista iba al baño, Ginny se sentó en una caja de muestras gratuitas de jabón antibacteriano y rumió acerca de los controles de velocidad, el desembarco de la NASCAR en la isla y lo que el agente había sugerido acerca de la horrible atención dental que recibían los isleños. Ginny se había reunido con otras mujeres en Spanky's y habían hecho correr la noticia mediante octavillas que insertaron en las vallas metálicas y en todos los restaurantes y tiendas. Incluso las habían repartido a los capitanes de los transbordadores, quienes prometieron añadir la noticia de la NASCAR y avisos sobre el fraude dental en sus viajes turísticos, que llevaban a los visitantes desde Crisfield y Reedville.
Faux volvió a la silla plegable y preguntó a Ginny qué tal le iba la dentadura.
—Igual —respondió ella—. De vez en cuando tengo un poco de sensibilidad donde usted arrancó los últimos dientes la semana pasada. Anteanoche devolví.
—Si sientes náuseas o ganas de vomitar, es que debe de haber algún fallo —la engañó Faux, una vez más—. Y cuando hablas, me suena como si esas piezas nuevas bailaran un poco.
—¡Como dos mozas contentas!
—Pues si necesitas otro tubo de crema adhesiva, puedes coger uno, ya que estás aquí —dijo el dentista mientras devoraba uno de los pastelillos de cangrejo—. Están en el armario del centro, en la sala de exploración.
Ginny lo miró en silencio mientras comía y empezó a luchar contra un profundo resentimiento cada vez más próximo al odio. Era una piadosa mujer de iglesia y sabía que odiar era pecado, pero se sentía incapaz de contenerse mientras contemplaba cómo el codicioso e indiferente dentista engullía el resto de la cena.
—Siempre había pensado que era el mejor dentista que conocía, doctor Faux —masculló al fin—. Pero ahora sé que no debemos confiar en nadie. Ahora sabemos qué nos ha estado haciendo. Y me da mucha rabia y estaba furiosa mientras lavaba los platos, justo antes de traerle la cena. Cuando venía a ayudarnos, le dábamos todo lo que podíamos, sobre todo comida y buenas palabras, ¡y vaya pago a cambio! ¡Nos tomaba el pelo y nos manoseaba la boca para conseguir que el gobierno le pagara más de lo debido!
—Mi querida Ginny, sabe que eso no es cierto en absoluto —respondió Faux en tono lisonjero—. Para empezar, los funcionarios del gobierno inspeccionan a los dentistas continuamente y vigilan cosas así. No podría hacerlo ni aunque se me ocurriese. Y juro por la Biblia y la beso —Faux utilizó una de las exclamaciones favoritas de los isleños—, que lo que digo es verdad.
—¡Se acabó! —Ginny ya había oído bastante.
La mujer pensó con amargura que mal día sería aquel en que un agente del gobierno tomase el trasbordador y se presentara para investigar la boca de los isleños y observar si los trabajos dentales realizados eran correctos y necesarios. Intentó aplacar la furia que sentía recordándose que, de no ser por el doctor Faux, no tendría las prótesis ni la crema adherente ni muestras gratuitas de lavados de boca. De no ser por él, a buen seguro no tendría más dientes que los suyos, que el dentista no había tenido más remedio que extraer a causa de flemones, fracturas de raíces, mal esmalte, defectos de colocación y ya no recordaba qué más.
Rezó en silencio para sí un «No quiero odiar a nadie», pero la realidad cayó sobre ella como una enorme losa imposible de apartar.
La verdad, por supuesto, era que le había sorprendido mucho enterarse de que tenía tantos problemas dentales graves, pero había confiado en el doctor Faux. La verdad era que hasta hacía pocos años tenía una buena dentadura y todo el mundo comentaba siempre su bella sonrisa. Ginny no había tenido una caries desde la infancia y, de pronto, en muy poco tiempo se había quedado sin un solo diente propio. Cuanto más reflexionaba sobre ello mientras regresaba a casa por la calle a oscuras, tras volver a encerrar al doctor Faux en el centro médico, más eran los pensamientos venenosos que le provocaba el dentista. ¿Cuántas veces le había contado Faux que todos los isleños tenían mala dentadura y la «enfermedad de Tangier» de nacimiento, debido a la «consanguinidad»? ¿Cuántas veces le habían llegado noticias de que a alguien se le había caído un empaste, o se le había infectado una encía o que alguna corona lisa y con el aspecto de una tecla de piano se había partido por la mitad sin motivo aparente?
Ginny continuó pensando en todo ello con creciente agitación y pesar mientras cruzaba las rayas pintadas en Janders Road. Tal vez deberían retener al doctor Faux hasta que también se le cayeran todos los dientes a él. Quizá se merecía llevar una dentadura postiza que no le encajara bien y que le causara dolor de encías y le impidiera comer. Sí, ojalá tuviese que mirar con deseo y nostalgia las mazorcas de maíz que ya no podía comer, o avergonzarse de que sus prótesis repiquetearan como castañuelas al hablar por teléfono.
—¡Querida, pareces una plañidera! ¡Te caen las lágrimas! —exclamó el marido de Ginny cuando ésta entró en casa, sollozando, y cerró de un portazo.
—¡Quiero mis dientes! —exclamó por fin, casi histérica.
—¿No recuerdas dónde los dejaste? —preguntó el hombre, y empezó a revolver en busca del frasco de cristal donde Ginny solía dejar la dentadura postiza—. ¡Pero bueno! —exclamó de repente cuando se puso las gafas—. ¡Que me aspen si no los llevas en la boca, Ginny!
UNA NOTA HISTORICA A PIE DE PAGINA por el Agente Verdad.
A primera vista, quizá no parezca muy adecuado llamar nota a pie de página a esta digresión, pues el lector verá que el texto no va precedido de ninguna llamada, ni se encuentra a pie de página.
Sin embargo, el término «nota a pie de página» no tiene por qué aludir a la referencia marcada con números que encontramos en los ensayos, libros de texto y demás. El término también puede indicar algo de menor importancia. Por ejemplo, podría decirse que hasta hace pocos años Jamestown no era más que una nota al pie de la Historia, ya que la mayoría de la gente creía que los Estados Unidos tenían su origen en Plymouth, y por eso se celebra el día de Acción de Gracias. Aunque los libros de texto aún dedican escasa atención a Jamestown, por lo menos ya consta en los libros escolares —y no queda relegado a una mera nota a pie de página— el hecho de que ahí estuvo la primera colonia inglesa permanente.
Me satisface informar de que en el libro de texto de secundaria, La nación americana, se cita Jamestown en las páginas 85 y 86. En cambio, lamentablemente la edición de 1997 de mi Enciclopedia Británica sólo ofrece un octavo de página sobre Jamestown, y uno saca la impresión de que no queda nada del emplazamiento, salvo réplicas de las naves con las que llegaron los colonos desde la isla de los Perros. Estas réplicas se hallan en realidad a un kilómetro y medio al oeste del fuerte original y forman parte de lo que se denomina «asentamiento de Jamestown», que también es una réplica, lamento decirlo; sin embargo merece una visita siempre que uno tenga en cuenta que los primeros pobladores no construyeron los edificios del siglo xx, los retretes, las tiendas de comestibles, los puestos de recuerdos, los aparcamientos y el transbordador, del mismo modo que tampoco surcaron el océano con las naves que se exhiben amarradas en el río.
Me parece vergonzoso que cuando uno visita Jamestown encuentre numerosas señales que lo dirigen hacia el asentamiento, y sólo un par de rótulos que indican la dirección del emplazamiento original. Así pues, se puede escoger entre visitar el Jamestown reconstruido o el auténtico, y muchos turistas seguramente prefieren el primero debido a las instalaciones complementarias. Cabe decir que cuando se levantó la reproducción, se consideraba que el emplazamiento original se había perdido en el río, por la erosión; ello explica por qué Virginia creyó estar haciendo un servicio público al emprender las obras.
La cuestión —comenté a mi sabio confidente— es que la gente acepta como verdadero lo que sólo son fabulaciones o, cuando menos, no puede demostrarse. A continuación le puse como ejemplo el supuesto origen del nombre de isla Tangier.
Según se cuenta, cuando John Smith descubrió la isla deshabitada que hoy llamamos Tangier, pero que bien pudiera ser Limbo, le recordó vivamente Tánger, la ciudad marroquí, lo cual le inspiró el nombre que daría a la isla: «Isla Tánger del Nuevo Mundo». Todo esto, sin embargo, siempre me ha parecido un cuento apócrifo.
«Tangier no se parece en nada a Tánger —dije a mi sabio confidente—, y eso me hace pensar si Smith no estaría hablando ya al revés… si es que alguna vez dijo tal nombre, para empezar».
Añadí que Smith, mientras exploraba la zona en la barcaza quizá comentó: «¿Veis esa isla de ahí? Es muy agradable y evoca Tánger». Y tal vez lo dijo en son de broma, con una perceptible inflexión en la voz y una expresión en el rostro que decían todo lo contrario.
Según otras teorías, la isla Tángier recibió su nombre de la ciudad norteafricana, en efecto, pero como consecuencia de que ciertos soldados británicos destinados en Tánger habían zarpado rumbo a América y se habían establecido en una isla de la bahía de Chesapeake, que bien podía ser la actual Tangier, una vez que el ejército inglés retirara su guarnición de la ciudad marroquí, en 1684. Sin embargo, años después ciertas gentes que se hacían llamar «moros» los que vivían en el condado de Sussex, Virginia, negaron que sus antepasados africanos hubieran tenido ninguna relación con la isla Tangier.
¿Quién sabe cuál es la verdad? Ve hecho, nadie parece estar muy seguro de cuándo empezó a habitarse, pero ya hay documentos de propiedad de tierras extendidos en 1670, y una tradición isleña muy discutible sostiene que en 1686 John Crockett se estableció en un altozano, cultivó patatas, nabos, peras e higos y crió ganado y ocho hilos. La isla empezó a prosperar y llamó la atención de las facciones enfrentadas en la guerra de la Independencia, cuando los británicos exigieron suministros a Tangier y el resto de Virginia respondió con un bloqueo de la isla y una serie de advertencias amenazadoras por parte del gobernador de Virginia, Thomas Jefferson.
Mientras tanto, los piratas se apropiaban de lo que les venía en gana; en sus correrías quemaron la casa de un isleño llamado George Pruitt y aterrorizaron a una gente desarmada, demasiado escasa en número para defenderse. Y por si todo ello no bastara, un muchacho llamado Joe Parles II fue detenido y reclutado a la fuerza por los británicos, y todos los jóvenes de Tangier se vieron obligados a ocultarse. Los isleños no tuvieron más remedio que decidirse a comerciar abiertamente con el enemigo si no querían que les confiscasen sus cosechas, propiedades y seres queridos, y empezaron a vender suministros a los británicos, a los otros americanos y a los piratas. Sencillamente, izaron la bandera mas conveniente según quien andara por la zona. Esta técnica de supervivencia se ha mantenido a lo largo de los siglos y, para mí, explica por qué la gente de Tangier padece a los turistas que hoy visitan la isla y acosa a los visitantes con ofertas de pastel de cangrejo, baratijas, camisetas, servicio de taxi en los cochecitos de golf… e información falsa.
Querido lector, le solicito que colabore conmigo en el cumplimiento de la Regla de Oro. ¡Por favor!, si usted ha sufrido algún trabajo dental deficiente o sospechoso por parte de un tal doctor Sherman Faux, de Reedville, envíeme un mensaje electrónico lo antes posible. Si alguien conoce el paradero de una perrita Boston terrier llamada Popeye, hágamelo saber de inmediato. Al igual que el dentista, la perrita ha desaparecido y cabe la posibilidad de que la retengan como rehén en alguna parte. A diferencia del dentista, la perrita Popeye nunca ha hecho mal ni se ha aprovechado de nadie, y no se merece lo que le ha sucedido. Si tiene información sobre estos delitos o cualquier otro —sobre todo acerca del vil asesinato de Trish Trash—, facilítemela.
¡Tengan cuidado ahí afuera!
El miércoles, Major Trader se encontraba encorvado sobre su teclado cuando a las siete y tres minutos de la mañana el Agente Verdad publicó su último ensayo en Internet.
—¿Qué es esta absurdidad? —exclamó Trader en voz alta aunque estaba solo. Esto es muy desagradable, Agente Verdad, pero que muy desagradable. Ya nos ocuparemos de que no vuelvas a ensuciar la venerada historia de la Commonwealth de Virginia ni a pedir al público que te dé soplos.
Trader mordió el bollo de crema y se secó los gruesos dedos en el pijama mientras su mujer trajinaba en la cocina y movía cacerolas y cacharros en un atestado armario en busca de una sartén.
—¿Tienes que hacer tanto ruido? —le gritó Trader desde su despacho, que se encontraba al otro lado de aquella casa de coste barato que pronto venderían, logrando unos apetitosos beneficios.
Trader siempre había sido muy sagaz con sus inversiones y en los últimos años se había convertido en un potentado. Su modus operandi era sencillo. Compraba un solar en un barrio exclusivo que no permitiera la construcción de casas para la especulación, construía una, vivía un año en ella y la vendía, aduciendo que su cargo junto al gobernador requería intimidad y seguridad y que ambas cosas resultaban en cierto modo violadas, por lo cual se veía obligado a mudarse otra vez. Aunque sus vecinos se olían el chanchullo, ninguno de ellos pudo demostrar que estaba construyendo la casa con materiales baratos, aun cuando las diez anteriores que había edificado y vendido fuesen todas idénticas y más bien genéricas. Las cartas de queja de las asociaciones de vecinos habían sido ineficaces y completamente desoídas, y el proceder de Trader se había convertido en una adicción.
Le encantaba mudarse. Tal vez era lo que aportaba espectacularidad a una vida de otro modo artificial y falsa. Trader dedicaba varios meses cada año a dar ordenes a su mujer y a supervisar las tareas de embalaje que realizaba ésta, mientras presionaba al mareado constructor para que terminase la casa antes del plazo fijado al grito de: «¡Deprisa, deprisa! ¡tenemos que mudarnos dentro de dos semanas y será mejor que la casa esté lista! ¡No me fastidies los planes!».