Andy se hallaba fuera de sí. En caso de verse obligado a revelar la auténtica identidad del Agente Verdad no sólo echaría por la borda un año de trabajo, sino que Hammer debería afrontar serios problemas con el gobernador por permitir a uno de sus agentes que publicara sin su previa supervisión y, sobre todo, sin la del propio gobernador.
—Tal vez pueda convencer al gobernador de que el Agente Verdad no es un asesino trastornado. —Andy expresaba sus pensamientos en voz alta. Y tal vez consiga implicar a mis lectores en la resolución de problemas y en que colaboren para que se haga justicia en el caso de Trish Trash y otros.
—Lo que tenemos que hacer es informar al gobernador de que hay un asunto urgente en Tangier —replicó Hammer, frustrada—, y no hablarle de un asesinato que ni siquiera pertenece a nuestra jurisdicción.
—Tal vez yo pueda localizártelo —sugirió Andy al tiempo que Macovich entraba en el despacho y oía el final de la conversación.
—Los miércoles por la noche siempre cena en el asador de Ruth Chris —comunicó Macovich.
—Vosotros dos lo localizaréis —ordenó Hammer. Luego, dirigiéndose a Macovich, añadió—. Tal vez no te recuerde y haya olvidado el incidente del billar. Por el amor de Dios, pase lo que pase, no se te ocurra volver a jugar al billar.
—No —dijo Macovich con un movimiento de cabeza. No se preocupe. No jugaré nunca más con esa chica.
—No volverás a jugar con nadie de la mansión. —Hammer quería que Macovich la entendiera bien.
—¿Y si el gobernador me lo ordena? —preguntó el agente, frunciendo las cejas tras sus gafas oscuras.
—Pues déjale ganar.
Oh, eso no será fácil. El gobernador no ve nada, superintendente Hammer. La mitad de las veces ni siquiera le pega a la blanca. Vislumbra un reflejo de color blanco y va tras él con el taco. La última vez que estuve allí dejé una taza junto a la mesa e hizo volar mi café hasta el otro lado de la sala de billar.
—Para empezar, no deberías dejar una taza de café sobre los muebles de la mansión —le advirtió Hammer.
—Pensé que no se daría cuenta —dijo Macovich.
El doctor Faux estaba atado a una silla y tenía los ojos vendados con un trapo que olía a agua salobre. No estaba especialmente asustado, pero sí muy irritado y molesto. Conforme transcurría el tiempo, sus esperanzas de una rápida liberación y de conseguir los cincuenta mil dólares empezaban a difuminarse. Ya no estaba seguro de las intenciones de los isleños, pero éstos no tenían fama de violentos.
De hecho, hasta donde él sabía el mayor delito en la historia de la isla era el robo de una caja fuerte en casa de Sallie London, hacía de eso ya algunos años. Sallie guardaba en ella los ahorros de toda una vida y la isla entera había colaborado para que la mujer no tuviese que depender sólo de las recetas originales que vendía en la cajita que había colgado en un poste telefónico cercano a correos. El delito quedó sin resolver.
Los secuestradores del doctor Faux lo habían sacado de la consulta para llevarlo a un lugar desconocido de la clínica, desde donde oía pasar las bicicletas por una ventana abierta que permitía un flujo constante de aire húmedo cargado de moscas y mosquitos. De nada le hubiera servido pedir auxilio a gritos, pues toda la población participaba de la conspiración y parecía haberse vuelto contra él. Por primera vez en casi medio siglo, el doctor Faux tuvo tiempo para reflexionar sobre su vida. Con un suspiro, recordó las oportunidades perdidas y su negativa a convertirse en misionero en lo que entonces era el Congo. Dios había Llamado a Sherman Faux, pero el joven Shermie prefirió entonces colgar el teléfono al Creador, resistiéndose a contestar nunca más. Era probable que, finalmente, Dios lo estuviera castigando. Y allí se encontraba en aquel momento, encarcelado en una islita remota en mitad de ninguna parte y, a menos que ideara algún hábil plan, sus días de defraudar a la seguridad social estaban más que acabados.
—Lo siento —dijo el doctor Faux a Dios—. Me la veía venir. Es como cuando Jonás decía que no quería ir a Nínive y Tú le dijiste: «Ahora verás», e hiciste que la ballena lo tragara para después vomitarlo frente a Nínive, a pesar de todo. Te pido, Señor, que no me hagas despertar en mitad del Congo; o de Zaire, como lo llaman ahora. Ya es suficiente con tenerme aquí, donde me encuentro en este momento.
Fonny Boy estaba sentado en el suelo, apoyado contra una pared en la sala de suministros médicos. Tenía calor, estaba lleno de picaduras de insectos y ya se sentía harto de montar guardia, pero cuando el dentista se puso a rezar en voz alta, ajeno por completo a su presencia, el muchacho levó poco a poco el ancla para alejarse de su fantasía favorita, esa en la que izaba una nasa destinada a la captura de cangrejos y encontraba en ella un cofre del tesoro lleno de oro y joyas. Su obsesión por los barcos hundidos era la única razón, probablemente, que lo hacía saltar de la cama cada mañana de verano, de día fiesta o de fin de semana a las dos en punto, cuando su padre lo despertaba y ambos se dirigían a los muelles en el cochecito de golf. Mientras engullía un bocadillo de ostras fritas o de cangrejo para desayunar, Fonny Boy se imaginaba a sí mismo recogiendo una nasa y descubriendo un barco pirata hundido o, quizás, un cangrejo que llevara entre las pinzas una moneda de oro o un diamante.
En muchas de las tiendas de recuerdos había varias autoediciones de las leyendas locales, y Fonny Boy las había leído todas debido a su interés por la historia marítima y por el rescate de pecios. Su relato favorito era el de un incidente sucedido en febrero de 1926, cuando una extraña combinación de vientos y mareas hizo descender el nivel de las aguas de la bahía, dejando a la vista el casco medio putrefacto de una embarcación. Fonny Boy estaba convencido de que se trataba de un barco pirata, porque entre los restos se había encontrado un ha-cha de guerra junto a piezas de cerámica fina y otros objetos que los barqueros vendieron rápidamente a un anticuario de Nueva York que se hallaba de paso. Por desgracia, las aguas se elevaron de nuevo rápidamente y el pecio no fue localizado nunca más. Si el barco pirata había sobrevivido varios siglos en la bahía, seguro que unas décadas más no cambiaban la situación. Aún seguía allí, en alguna parte, pero por desgracia nadie recordaba el lugar exacto donde se había avistado durante aquel frío invierno de tantos años atrás.
La otra posibilidad que barajaba Fonny Boy era que el barco hundido fuera uno español que en 1611 había anclado en Old Point Comfort, en lo que hoy es Hampton, Virginia. Era posible que la nave hubiese sido enviada por el rey Felipe III de España para espiar a la gente de Jamestown y ver qué hacían. Otros historiadores creían que los españoles, en realidad, buscaban otro de sus barcos, hundido antes. ¿Y por qué iban a molestarse en buscarlo, si no era porque contenía un tesoro?, se preguntaba el muchacho. En esa época, en el asentamiento británico recién establecido apenas sucedía nada, salvo que los pobladores se escondían en el fuerte para evitar a los nativos, los salvajes, quienes según había leído Fonny Boy eran muy antojadizos: tan pronto llevaban maíz a los colonos, como los recibían con una lluvia de flechas.
Fonny Boy siempre se ponía del lado de los salvajes. Suponía que para ellos los colonos eran muy parecidos a los actuales forasteros en Tangier: los isleños los toleraban casi siempre, pero no caían bien y no despertaban la menor confianza. ¿Por qué sería que los forasteros siempre miraban con superioridad a los lugareños en cualquier parte? Eran los forasteros quienes debían ser tachados de inferiores; ellos eran quienes necesitaban desplazarse en taxi e ignoraban dónde se comía mejor o cómo se cultivaba el maíz, y además tenían que pagar un cuarto de dólar para echar un vistazo a los pelones. ¡Ni que un cangrejo azul en plena muda fuera una criatura exótica como un panda o una anaconda!
Cuando, a las seis en punto, el sol ya se hundía en la bahía de Chesapeake y los restaurantes y tiendas de recuerdos cerraron las puertas, el doctor Faux se sumió en el silencio. Aunque el dentista no podía ver nada debido a la venda de olor pestilente, en cambio percibió la rápida bajada de temperatura cuando la noche empezó a envolver la isla al compás de la entrada de un frente frío. Faux tenía claro que de momento no iría a ninguna parte. Nadie, ni siquiera los guardacostas, visitaban Tangier después de anochecer, cuando caía la niebla y difuminaba la costa tortuosa y lo que quedaba de aeródromo. Cuando las condiciones no eran buenas, sólo las barcas de los pescadores se desplazaban libremente, pero eso no le servía de nada al doctor Faux. Ya sabía por experiencia propia que los isleños eran tercos, y en absoluto dados a cambiar de idea. Nadie iba a permitir que se largara de allí por las buenas, tal vez nunca más.
El dentista creía haber oído pocos minutos antes un ruido en la estancia.
—Si me mantenéis aquí, atado de esta manera, ¿quién se ocupará de vuestras dentaduras? ¿Estás ahí, Fonny Boy?
—Sí —respondió el muchacho, y añadió unos sonidos de armónica.
—Me gustaría saber qué planes tenéis, si no te importa contármelos —dijo Faux.
Fonny Boy repitió lo que los isleños habían discutido en asamblea después de tomarlo como rehén:
—Depende del gobernador. Si esas rayas siguen en la carretera, no le queda a usted ninguna esperanza. Ya estamos hartos de Virginia y no aguantamos más el trato que recibimos; tampoco queremos ir a la cárcel por exceso de velocidad en los carros de golf ni que la NASCAR construya una pista de carreras para montar grandes espectáculos. Y tenemos pensado darle su merecido por lo que ha hecho con nuestros dientes, fingiendo que se preocupaba por nosotros cuando, en realidad, nos utilizaba vilmente.
—¿La NASCAR? —exclamó el doctor, perplejo—. Has asistido alguna vez a una carrera de la NASCAR, muchacho?
—¡Sí! —replicó Fonny Boy, que arqueó las cejas y encajó la mandíbula, indicando así que hablaba al revés y que quería decir lo contrario.
—Bueno, no sé muy bien qué significa ese sí, pero te aseguro que la NASCAR no tiene la menor intención de venir por aquí. En esta isla no habrá jamás ningún montón de dólares a ganar, sea con las carreras de coches o con ninguna otra cosa.
—Lo dice la policía —replicó el muchacho—. Y si el gobernador no hace lo que debe y no deja de fastidiarnos, vamos a botar todas las barcas y a montar un bloqueo en torno a la isla e izaremos una bandera con un cangrejo en el centro y quemaremos la enseña de Virginia. Y para montón de dólares, el que ha conseguido reunir usted con sus visitas a Tangier, ¿verdad, doctor Faux?
—¿Vais a izar una bandera con un cangrejo y a cometer traición? —El doctor se mostró perplejo e insistió en escurrir el bulto de las acusaciones del chico sobre su honradez profesional. Eso provocaría otra guerra civil, Fonny Boy. ¿Te das cuenta de las graves consecuencias que tendría un acto tan hostil?
—Yo sólo sé que estamos hartos —replicó Fonny Boy, desafiante y con cierta arrogancia en la voz.
—Bien, muchacho, llevo muchos años visitando la isla —confesó el doctor Faux—. Y no es ninguna casualidad que haya decidido no vivir aquí. Lo que quiero decir, Fonny Boy, es que si deseas tener una oportunidad en la vida, tienes que actuar de un modo inteligente, lo cual en este momento significa hacerme caso.
—Escucharle no sirve de nada —replicó el muchacho con unos bufidos de armónica, dispuesto a impedir que su interés se viera desviado por lo que podía resultar, simplemente, un intento de proponerle algo.
—Escucharme puede resultar muy valioso, porque hacer lo más inteligente puede proporcionarte una buena oportunidad en la vida. Quizás ahí afuera te espera algo especial, Fonny Boy. Pero si sigues con esa gente que me ha encerrado, hay muchas posibilidades de que termines metido en problemas y pases el resto de la vida en esta isla pequeña y pelada, vendiendo recuerdos y cangrejos mientras tocas la armónica. Debes ayudarme a salir de aquí y, si lo haces, quizá te lleve a Reedville conmigo para que trabajes en mi oficina y aprendas a conducir un coche de verdad.
—¿Qué hará si me lleva a la costa? ¿Me arrojará unos dólares de plata? —replicó Fonny Boy con sarcasmo al tiempo que atacaba una versión irreconocible de Yankee Doodle.
—¿Sabes qué es un reclutador? —continuó el doctor Faux sin alzar el tono—. Bien, yo te lo diré. Podría darte empleo para que andes por ahí y busques chicos necesitados cuyos dientes requieran una buena intervención odontológica que sus familias no pueden costear. Tú me los traes a mi clínica de Reedville y yo te doy diez dólares por cada chico. Cuando aprendas a conducir, te compraré un coche. No tenemos por qué volver a pisar esta mísera isla en el resto de nuestra vida.
Fonny Boy tenía mucho que pensar y además era la hora de la cena. Salió de la sala de material, cerró de un portazo para asegurarse de que el dentista lo oía marcharse, y se olvidó de informarle de que pronto le llegaría agua y una bandeja con comida.
El muchacho sintió una punzada de culpabilidad mientras montaba en la bicicleta y se alejaba de la clínica pedaleando, sin renunciar a seguir tocando el Yankee Doodle. Quizá debería haber sido un poco más amable con el doctor y haberle dicho lo de la comida. Tal vez debería esforzarse más para comportarse como le habían enseñado en la iglesia, pero estar involucrado en actividades militares y rebeldes excitaba a Fonny Boy. Se sentía un poco picado y dispuesto a cometer una barrabasada. Sopló fuerte la armónica y pedaleó más rápido de lo habitual, acelerando a tope al cruzar las dos líneas que aparecían pintadas en Janders Road. Fonny Boy pedaleó con furia al aire gélido bajo la luz de la luna y casi se echó encima de su tía Ginny, que se dirigía a la clínica en un cochecito de golf.
—¡Eeeh! —gritó ella cuando se cruzaron—. ¡No toques ese instrumento a estas horas! ¡Volverás locos a los vecinos!
Fonny Boy sopló una réplica sonora y rebelde, y de nuevo deseó no haberse tragado el algodón. La otra vez le había fastidiado una semana entera, moviéndose por sus tripas con la lenta determinación de un glaciar hasta que por fin encontró la salida mientras él estaba en la barca con su padre, sin retrete y sin tierra a la vista.
Cuando Ginny entró en la sala de material momentos después, con la bandeja de pastelillos de cangrejo, bollos calientes y margarina, el doctor Faux había vuelto a sus oraciones.
—… amén, Jesús. Volveré contigo más tarde. ¿Eres tú, Fonny Boy? —preguntó el dentista, esperanzado—. Señor misericordioso, estoy helado. ¿De dónde demonios ha salido este tiempo invernal de repente?