Crimm exudaba una miasma de paranoia y enojo que parecía un gas nocivo, y su submarino se puso en estado de alerta. El Agente Verdad se encontraba al corriente del vergonzoso debut en la vida del poderoso gobernador, y lo peor que podía suceder ahora era que otros también se enteraran. ¡Claro que el Agente Verdad lo sabía! ¡El Agente Verdad lo sabía todo! Si no, ¿a qué venía hablar de las momias en su ensayo?
—¡Esto es un oprobio! —Dio un puñetazo a la mesa y el candelero de plata cayó sobre el plato de la mantequilla.
La sala de desayunar quedó en completo silencio.
—¡Dios mío! —exclamó al cabo de un momento una sobresaltada Maude Crimm—. Suerte que la vela no estaba encendida, querido, o la mantequilla hubiese prendido. La mantequilla auténtica es grasa animal y arde tan rápido como el gas de los encendedores.
—No tanto, señora —intervino Pony—, pero no quiero correr riesgos. —Cogió el candelero y lo limpió con la servilleta que llevaba sobre el brazo—. No desearía que nada prendiera fuego en la mansión. Este lugar ardería en llamas rápidamente como una escoba seca, de puro viejo.
—Hablábamos de relámpagos y casas de gente y de telas ardiendo, y entonces cae un candelero en la mantequilla —advirtió la primera dama en voz baja y tono ominoso—. Espero que no sea una señal.
—Er… —Pony sacudió la cabeza y chasqueó la lengua—. De veras espero que tenga razón. No necesitamos señales como ésas.
—Qué señal? —El gobernador reaccionó al instante y pensó en el VASCAR y en las señales que Major Trader quería poner en toda la Commonwealth.
—Llama a Trader por teléfono —ordenó Crimm a Pony. Dile que quiero ahora mismo un informe de lo que está ocurriendo en Tangier. A estas alturas, las rayas para controlar la velocidad ya deberían estar pintadas. Y hay que preguntar al agente Macovich si ya sabe quién es el Agente Verdad. ¡Voy a encontrar a ese bribón antes de que haga más daño y lo haré callar para siempre! ¡Me importa un pepino la Primera enmienda!
El gobernador Crimm golpeó de nuevo la mesa y Pony agarró el candelero justo antes de que cayese otra vez.
A. V. nunca se había enterado de nada a tiempo, y Unique estaba segura de que la noche anterior la había dejado más que muerta antes de cruzar de nuevo el puente y alejarse en su Miata. Aun así, Unique sentía un fuerte impulso que la llevaba a constatar los hechos. Sus recuerdos de lo que había ocurrido después de que A. V. y ella llegaran a la isla eran parciales y confusos, pero si se basaba en la cantidad de sangre que había visto en su ropa cuando por fin llegó a su destartalado apartamento del centro de la ciudad, podía hacerse una buena idea de lo que le había hecho a aquella mujer fea y presuntuosa que tuvo el atrevimiento de pensar que Unique estaba interesada en ella o que la consideraba su tipo.
Aparcó cerca de la isla Belle y se puso en marcha equipada con zapatillas de tenis y una Polaroid en la mano con el fin de parecer una turista que daba un paseo matinal por la naturaleza. A la luz del día la isla tenía un aspecto muy diferente, y Unique tardó veinte minutos largos en encontrar las ruinas de ladrillo hasta las que, al parecer, había arrastrado el cuerpo desnudo de la mujer, aunque Unique no recordara haber hecho nada después de cortarle el cuello de oreja a oreja. Al entrar en el recinto medio derruido, el pulso de Unique se aceleró y sintió una oleada de poder, arrebato y excitación sexual cuando vio el cuerpo mutilado y ensangrentado que yacía boca arriba en el barro.
A. V. tenía los ojos semiabiertos y empañados, y el cabello estaba empapado de lodo y sangre. A Unique le asqueó pensar que la había besado y tocado. Se agachó y tomó fotografías desde cada ángulo para así acordarse después de aquel suceso sin tener que llevar el carrete a revelar. Cuando se acercó para tomar unos primeros planos, le sorprendió captar un ligero aroma de la colonia de A. V. Eso le trajo recuerdos de los gritos y gorgoteos que A. V. había proferido al agarrarse el cuello mientras ella le pateaba la cabeza antes de rebanarle los pechos y marcarle el nombre «Agente Verdad» en el abdomen. A Unique le impresionó haber sido lo bastante lista como para añadir ese detalle sobre el Agente Verdad. A. V. había formulado el deseo de ser el Agente Verdad, y va lo era.
—Ya tienes lo que querías —dijo Unique al frío y ensangrentado cuerpo antes de volver hacia el puente.
Hacía ya rato que se había marchado en su coche cuando desde la oficina de A. V. empezaron a llamar a casa de ésta para averiguar por qué no se había presentado en el trabajo esa mañana. Unique pasaba por delante de la casa del policía rubio de paisano en el mismo momento en que dos mujeres que paseaban con los cochecitos de sus bebés descubrían el macabro espectáculo entre las ruinas de ladrillos; justo en el instante en que Pony pretendía hallar la lupa perdida del gobernador.
Pony sabía lo alterado que se ponía el gobernador cuando no encontraba uno de sus extravagantes aparatos ópticos y, aunque la primera dama había dado al mayordomo instrucciones estrictas de que no le facilitara las cosas a su marido para que éste pudiera ver mientras ella se encontraba en casa, a causa de los trébedes, Pony decidió que tenía que hacer algo al respecto. Hundió la mano en un bolsillo de su almidonada chaqueta blanca, sacó la lupa de plata y la dejó, sin hacer ruido, en una bombonera de peltre.
—¡Vive Dios! —exclamó—. Mire lo que he encontrado, señor. Aquí tiene su lupa. ¿Por qué la ha metido en la bombonera?
Maude Grimm lanzó a Pony la furibunda mirada que se merecía por contravenir sus órdenes y después sus ojos se encontraron con el ojo derecho del gobernador, que miraba a todas partes desde detrás de la lupa.
—¿Dónde diantre están las chicas? —preguntó al advertir que sus hijas no se hallaban sentadas a la mesa.
—Oh, les dije que esta mañana podían dormir un rato más —replicó su mujer—. Se quedaron viendo la televisión hasta muy tarde y están cansadas. Mira por dónde, tu lupa estaba en la bombonera. Bedford, deberías procurar no extraviarla.
—De ahora en adelante, no me dejará —amenazó a su mujer, que se puso tensa—. De ahora en adelante, me voy a enterar de todo lo que ocurre bajo mi propio techo, ¿entiendes? No nací ayer, oh no. Nací en 1929 y no soy ningún idiota. —Señaló a la mujer con un grueso de-do—. Tú me ocultas algo, Maude.
—Te aseguro que no —mintió ella al tiempo que recordaba el trébede que había encontrado aquella mañana en Internet.
El gobernador Crimm echó su silla hacia atrás y se puso en pie con la servilleta todavía alrededor del cuello como una esclavina mal colocada. Por primera vez en su vida empezaba a sopesar la posibilidad de que su mujer tuviera un amante. En aquel momento era perfectamente factible que hubiese otro hombre en la casa, y por eso ella le había escondido la lupa en la bombonera. Allí afuera había muchos hombres dispuestos a aprovechar la primera oportunidad que tuvieran de acostarse con una primera dama, pensó, sobre todo con la suya; el submarino del gobernador se contrajo de forma violenta.
—Conque de eso se trata? —profirió desde el arco de la puerta mientras en las escaleras sonaban los pies grandes y cansados de sus hijas.
Lo había adivinado. Sabía lo que hacía su mujer, por supuesto, y la imaginó conquistando a otros hombres con su atractivo húmedo y sus abundantes pechos. Mientras Grimm se acongojaba con unas imágenes eróticas e indecentes, la primera dama pensaba en el creciente cargamento de trébedes que ocultaba en el armario de las sábanas, y fue presa del pánico. Su marido sabía algo de aquello. Entretanto, Pony decidió que había llegado el momento de preparar más café y desapareció en silencio. Los ojos de la señora Crimm se llenaron de lágrimas y los pasos lentos y fuertes de sus hijas sonaron más cerca.
—Oh, Bedford, ¿podrás perdonarme algún día? —suplicó la señora Crimm entre sollozos.
Gracias a la lupa el gobernador advirtió que todavía llevaba puesta la servilleta y tiró de ella, para después arrojarla al suelo. Sus peores temores se confirmaban.
—Dime sólo una cosa murmuró él, con un gran retortijón en el submarino. ¿De dónde los sacas? ¿De la guía telefónica? ¿De los banquetes?
—No, de los banquetes jamás. —A Maude le sorprendió que su marido pensara que podía ir a un banquete y robar un trébede—. Yo no haría algo tan bajo —añadió, indignada—. Si quieres saberlo te diré que los he encontrado en Internet. En estos tiempos, en Internet se encuentra cualquier cosa y la tentación ha sido abrumadora. Oh, Bedford, no puedo evitarlo. Por más avergonzada que me sienta, sé que volverá a ocurrir, aunque supongo que podría tener defectos peores.
—¡No hay defecto peor que ése! Y seguro que Pony también está en el ajo —dijo el gobernador jadeante mientras el submarino exploraba la oscura e intrincada superficie de su bienestar, con el periscopio alzado y espiando al enemigo, en este caso una esposa infiel—. Ese bribón de Pony tenía que saber lo que te traes entre manos, ya que se pasa el día entero aquí, sirviéndote como si fueras una reina. Y me pregunto si no se habrán colado a hurtadillas en la mansión por las noches. ¡No me digas que sí, por favor! Porque si han entrado por la noche, mientras yo estoy dormido en la misma cama, ésa es la degradación más infame que existe. ¡Subid ahora mismo a vuestro cuarto! —ordenó a sus hijas. ¡Nos estamos peleando y ya sabéis que nunca nos peleamos en vuestra presencia!
—No, por la noche nunca —juró la señora Crimm mientras los pesados pasos de sus hijas daban media vuelta y volvían a subir perezosamente las escaleras—. Una vez encargados, llegan a la mañana siguiente, dulce esposo mío, y yo los he ido escondiendo en el armario de la ropa de cama.
—Pues ten por seguro que, a partir de hoy, cada día, cuando llegue a casa, registraré todos los armarios —bramó el gobernador. Y lo habría hecho en aquel preciso momento de no ser porque tenía el submarino en peligro, a punto de colisionar con una mina—. Y como los encuentre ahí, aunque sólo sea uno de ellos, va verás. ¡Y lo digo muy en serio!
—No, no lo harás —dijo ella, secándose los ojos al tiempo que calculaba dónde metería los trébedes cuando los sacara del armario tan pronto como él se marchara—. Lo prometo por mi vida. Puedes registrar los armarios siempre que quieras, querido, y dentro sólo habrá ropa. Todas tus hermosas sábanas, perfectamente planchadas, dobladas y guardadas.
Cuando la primera explosión retumbó en sus órganos huecos en una terrible y fétida oleada y se abrió paso hacia el orificio con impulso creciente, el gobernador quedó empapado en un sudor frío y denso. El submarino de Bedford Crimm IV armó sus torpedos y cerró de golpe la escotilla de su esfínter al tiempo que huía con gran conmoción hacia el lavabo de señoras más cercano.
Una vez a la semana el doctor Faux tomaba el transbordador que llevaba a la isla Tangier, donde dedicaba su tiempo y pericia a unas personas que no tenían médicos, dentistas ni veterinarios. Su misión en la vida, solía decir, era ayudar a los barqueros menos privilegiados y a sus familias, los cuales desconocían sus insólitas prácticas de facturación y sus trabajos creativos, un fraude constante al programa de seguridad social.
Los dentistas, pensaba el doctor Faux, no tenían más remedio que complementar sus ingresos a expensas del gobierno; así, el hombre estaba sinceramente convencido de que, dado el gran sacrificio que representaba para él visitar a los isleños, el someterlos a trabajos odontológicos innecesarios era absolutamente justo. Al fin y al cabo, ¿quién se ocuparía de aquella isla olvidada, si no lo hacía él?
—Parece que hay mucho revuelo ahí afuera comentó al tiempo que decidía que el diente que acababa de empastar necesitaría otra endodoncia. Bien, Fonny Boy, insisto en aconsejarte que no tomes tantos refrescos. ¿Cuántos tomas cada día? Sé sincero.
Fonny Boy mostró cinco dedos mientras el doctor Faux se asomaba a la ventana para observar al puñado de mujeres y críos que restregaban y lavaban una misteriosa raya blanca pintada en la calle.
—Son demasiados —reprendió el dentista a Fonny Boy, un muchacho de catorce años, alto y desgarbado, de cabellos revueltos y blanqueados por el sol, que siempre andaba desaseado, husmeando en todas partes y vagando por ahí con un palo o una red en busca no de cangrejos, sino de tesoros—. Está claro que eres más propenso a las caries que la mayoría de la gente. —El doctor Faux hizo el mismo comentario que repetía a todos sus pacientes de la isla—. Por eso creo que, por lo menos, deberías pasarte a las bebidas sin azúcar o, mejor aún, al agua.
Fonny Boy había pasado la mayor parte de su vida en el agua o sobre ella, y para él beberla era como decirle a un granjero que comiera estiércol.
—No, no puedo beber agua —declaró, y notó los labios entumecidos y la lengua diez veces mayor de lo normal. Estoy tan hinchado que me voy a asfixiar.
—¿Y el agua embotellada? Hoy en día hay marcas muy buenas, con sabores a frutas y mucho gas. —El dentista seguía mirando por la ventana—. ¿Por qué da vueltas ahí arriba esa avioneta? ¿Y quién es ese agente empapado con un bote de pintura y una botella de agua y por qué todo el mundo anda persiguiéndolo calle abajo? En fin, ahora que te tengo anestesiado, aprovecharé para ajustarte los aparatos correctores.
El doctor Faux hizo una pausa para escribir unos códigos y anotaciones en la extensa ficha dental del muchacho.
—¡No! —protestó Fonny Boy—. Me hacen daño. Los aparatos están bien, menos esas pequeñas bandas de goma que se salen a la menor ocasión.
El muchacho nunca había querido llevar aparatos correctores. También se había mostrado reacio cuando, aquel mismo año, el doctor Faux insistiera en quitarle cuatro dientes perfectamente sanos. Fonny Boy detestaba ir al dentista y solía quejarse a sus padres de que el hombre era un malandrín, como llamaban en la isla a los piratas.
—Un día me enseñó una foto de su cochehabía comentado el muchacho pocos días antes. Tiene un Mercedes negro enorme, y su mujer, otro, pero de diferente color. ¿Cómo es posible que tengan coches tan caros si a nosotros nos atiende siempre gratis?
Era una buena pregunta pero, como de costumbre, nadie tomaba a Fonny Boy en serio. Sus vecinos y maestros lo encontraban divertido y peculiar, y comentaban entre risas su incontrolable pasión por hacer música y cómo siempre andaba a lo largo de la orilla llena de restos y basuras en busca de tesoros.
—Dios santo —había oído comentar a su tía, Ginny Crockett, a la salida de una reciente celebración dominical en la iglesia—. Tiene metido en la cabeza que rastreando la playa acabará por encontrar un barril de dólares de plata. ¡Señor! Su pobre madre no para de reñirle, y no puedo decir que sea culpa de ella. Ha hecho lo imposible por ese chico. Y, por último, ojalá dejara de una vez de tocar esa maldita armónica.