La isla de los perros (19 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Possum nunca causó ningún daño hasta que fue capaz de ver en la oscuridad y hasta que la luz del sol le dolía en los ojos. Entonces empezó a salir del sótano después de la medianoche y a recorrer el lado norte de Chamberlayne Avenue para contemplar los coches que circulaban y la gente que caminaba, una gente que podía ir y venir a su aire sin tener que pasarse la vida en un sótano escuchando los destrozos que su padre hacía en la casa, las palizas que daba a su madre y las torturas que infligía a los animales.

Una noche, hacia las dos de la madrugada, Possum se encontraba rondando por el aparcamiento del centro comercial Azalea y vigilaba el cajero automático con la esperanza de que alguien hubiese olvidado sacar dinero de la ranura, cuando apareció un Toyota todoterreno y se detuvo. Possum empezó a correr, pero Smoke era demasiado rápido para él y, cuando quiso darse cuenta, se descubrió inmovilizado en el suelo; un chico blanco que llevaba el cabello a lo rasta le clavó una pistola en la sien mientras le ordenaba montar en el todoterreno. Desde entonces, Possum había sido un perro de la carretera y a veces echaba de menos el sótano y pensaba en su madre. Una vez, sólo una, la había llamado desde un teléfono público.

—Trabajo en el turno de noche —le explicó a su madre—, pero no puedo decirte dónde, mamá, porque papá vendría a buscarme, ya sabes. ¿Cómo van las cosas?

—Oh, cariño, a veces no van mal —respondió ella en aquel tono vencido que Possum conocía tan bien—. Por favor, Jerry, vuelve a casa —añadió la mujer, porque el nombre auténtico de Possum era Jeremy Little—. Te echo de menos, pequeño.

No te preocupes de nada. —Dentro de la cabina telefónica llena de pintadas, Possum sintió una punzada en el pecho—. Ganaré dinero suficiente para sacarte de ahí y llevarte a vivir a un buen motel donde él no pueda encontrarnos jamás.

Possum ya había visto que la dificultad de aquel plan radicaba en que Smoke siempre se quedaba los premios en dinero y daba algo de pasta a sus perros conforme la necesitaban, pero no les permitía acumularla. Possum comía, bebía y fumaba toda la hierba que quería; llevaba bonitas zapatillas deportivas y unos vaqueros inmensos que siempre se le caían: iba equipado con un busca, un teléfono móvil, un Sistema de Ubicación Global GPS portátil, una pistola y disponía de una habitación para él solo en el remolque. Sin embargo no tenía ahorros y era poco probable que alguna vez los tuviera. Pensó en ello y la cara le escoció y el labio le sangró. Echaba de manos a su madre y advirtió que Smoke era peor incluso que su padre.

—No puedes matarlo ahora mismo. —Possum intentó que Smoke entrara en razón—. Será mejor que esperemos y hagamos la gran movida. Entonces podremos librarnos de todos a la vez, incluida Popeye.

—No te preocupes —dijo Smoke mientras regresaba a Huguenot Road y aceleraba—. No voy a cargarme a Brazil esta noche, delante de toda esa gente. Pero cuando llegue el momento oportuno se enterará, lo mismo que esa puta de Hammer. ¡Ja! Tal vez utilice a Popeye para dar de comer a un pit bull y luego deje el esqueleto en su patio.

—Si haces eso, ya no conseguirás nada más —dijo Possum con fingida despreocupación. Esa perra es tu mejor premio, Smoke. Ya sabes que esa policía hará cualquier cosa por recuperar el animal, así que será mejor que juegues bien tus cartas y tengas paciencia. Tal vez podrías utilizar a Popeye para pillarlos a los dos a la vez. Qué te apuestas a que Brazil conocía a la perrita y no le ha gustado nada que desapareciera?

—Sí, los pillaré a los dos, claro que sí, joder. ¡Los dos a la vez! —Smoke intentó seguir el helicóptero que se perdía a toda prisa en el horizonte iluminado de la ciudad.

—Entonces los llevaremos a la casa-club —como llamaba al remolque vivienda—, y tendré todo el tiempo del mundo para hacerles daño de verdad antes de volarles el cerebro y echar sus malditos cuerpos al río.

Los perros de la carretera sabían que, de niño, la especialidad de Smoke había sido enterrar vivos conejos y ardillas, aplastar ranas, atrapar pájaros y tirarlos por la ventana, y hacer otras cosas atroces a pobres criaturas indefensas. A Possum no le había pasado por alto el hecho de que Smoke pusiera nombre de animales a sus bandidos, como para dar a entender lo que les haría si se pasaban de la raya.

—Sí tiéndeles una trampa. —Possum se esforzó en parecer mezquino y duro—. Y tal vez podamos matar también a otra gente —añadió—. Quizá podríamos decirle al capitán Bonny que no vamos a pagarle nada y que si se mete con nosotros le pegaremos un tiro y lo arrojaremos al río.

—Calla. —Smoke le dio un bofetón—. Tenemos que averiguar dónde aparcan ese helicóptero y nos lo llevamos. Tal vez tengamos que hacerle un puente.

—No será necesario —se atrevió a comentar Posssum, que sentía punzadas de dolor en la oreja—. He visto un reportaje sobre esos cacharros en el Discovery Channel. Lo único que hay que hacer para que se pongan en marcha es pulsar un botón. Luego, le das a un pequeño manubrio y lo pilotas con una palanca.

—Conducir un helicóptero no es lo mismo que conducir un coche —intervino Cat—. No sé si conseguiremos que despegue.

—Averiguad dónde está el aeropuerto de la Policía Estatal —Smoke ordenó a sus perros de la carretera—. Buscadlo en el GPS.

Unique no necesitaba un Sistema de Ubicación Global para encontrar su camino, ni disponía del aparato. Smoke no le suministraba armas y equipamiento especial, aunque si lo necesitaba, podía conseguir lo que quisiera de él. Unique tenía sus propias técnicas especiales que irradiaban de la oscuridad en la que moraba el nazi que había en ella. Mientras conducía el Miata por Strawberry Street, se sintió ingrávida y volátil. Surcaba la noche, dejando una estela a su paso con su larga melena y con el viento frío en su rostro bonito y delicado. Aparcó a una manzana de distancia de la casa del policía rubio sin saber que se trataba de Andy Brazil, el mismo poli del que Smoke acababa de hablar.

Cuando Hammer y Andy detuvieron a Smoke, Unique aún no conocía a éste, por lo que nunca había visto a ninguno de ambos. Si Unique no hubiese estado poseída por el demonio, habría sido una coincidencia importante el estar acechando no sólo al enemigo de Smoke, sino también al Agente Verdad, y todo sin ella saberlo. Pero en realidad nada de lo que había ocurrido en la vida de Unique se debía a la casualidad o la coincidencia. Su Objetivo la había dirigido, guiándola a dejar la bolsa de basura en el porche del policía y a pegar un sobre con cinta adhesiva en su puerta.

En la cima de una de las siete colinas de Richmond, dominando la ciudad, había una casa antigua, histórica, que Judy Hammer había dedicado mucho esfuerzo a restaurar y amueblar de modo impecable. Aún estaba pagando los plazos de un escritorio de anticuario ante el cual, al otro lado de la ventana, se extendía la ciudad en un reconfortante circuito de luces que le recordaba que tenía una tremenda responsabilidad ante los virginianos y que se había convertido en un modelo para muchas mujeres a lo largo y ancho del país.

En cualquier caso, no era fácil encontrar hombres adecuados cuando una se acercaba poco a poco a los sesenta y llevaba un arma en su bolso de Ferragamo. Hammer se sentía sola y desanimada, y se había llevado una conmoción terrible al ver la foto de Popeye en la página web. Para las noticias tampoco había sido un buen día: una mujer presentaba una demanda contra McDonald's porque, al parecer, se había quemado con un pepinillo de una hamburguesa mal montada; más tarde, un hombre oficialmente declarado ciego y su hermano que intentaban robar en un apartamento cometieron el error táctico de decidir que el ciego vigilaría; por no hablar de la gente que sufría coágulos de sangre a causa de las sirenas de ambulancias, o de la policía local que volvía a dragar el río James en busca de armas, ya que muchos sospechosos declaraban haber arrojado las suyas desde algún puente tras cometer sus delitos.

Hammer estaba un poco sorprendida de no tener aún noticias de Andy. Le preocupaba que el silencio indicara, tal vez, la imposibilidad de conectar con el gobernador. Quizás Andy y Macovich no hubieran establecido contacto o, en caso afirmativo, que los resultados no fueran de utilidad. Mientras le daba vueltas en la cabeza a tales ideas, sonó el teléfono.

—¿Sí? —respondió secamente, como si detestase ser molestada.

—Superintendente Hammer? —le llegó la voz de Brazil al otro extremo de la línea.

—¿Qué sucede? —inquirió.

Andy estaba en su coche y se dirigía al este por Broad Street, entre jóvenes hoscos que se reunían en las esquinas o frente a edificios tapiados y miraban con recelo y odio el coche sin distintivos, con todas las antenas y las luces azules ocultas.

—No estoy lejos de Church Hill —informó Andy mientras observaba a aquella gente de aspecto poco recomendable—. Si no te importa —siguió adelante con valentía—, me gustaría pasar por ahí a contarte lo que sucede.

—Bien —respondió Hammer y colgó sin despedirse.

Hammer no tenía en su código genético tolerancia a las pérdidas de tiempo y, conforme se hacía mayor, su odio a la comunicación a distancia iba en aumento. No soportaba el estrépito del teléfono cuando alguien invadía su espacio auditivo; detestaba el buzón de voz y lo hacía correr deprisa antes de borrarlo definitivamente de su vida, casi siempre mucho antes de que el mensaje terminara; los transmisores-receptores eran una molestia, igual que el correo electrónico (sobre todo los mensajes instantáneos de «colegas» indeseados que invadían su ciberespacio sin previa invitación). Hammer quería sólo silencio. A aquellas alturas de su vida, empezaba a cansarle la gente y se daba cuenta de las escasas ocasiones en que la comunicación producía un resultado relevante.

—Dime qué sucede —dijo Hammer antes, casi, de que Andy cruzara la puerta. ¿Has comentado al gobernador que la isla Tangier ha tomado al dentista como rehén y que ha declarado la guerra a Virginia por culpa de esos condenados controles de velocidad, lo de la NASCAR y lo del posible fraude dental?

—No he tenido oportunidad —reconoció Andy a regañadientes y se sentó en el sofá—. Creo que su vista ya no reconoce a nadie. Pensaba que yo era un militar y no tenía idea de quién era Macovich. Me pregunto si no será ésta la raíz del problema, jefa. Quizá tiene una ceguera declarada y no te ha visto desde tu nombramiento porque ni entonces te llegó a ver.

Hammer nunca había contemplado tal posibilidad.

—Eso es una ridiculez —decidió.

—Con el debido respeto…

Ella levantó la mano para hacerlo callar. Sabía muy bien que cuando alguien soltaba lo de «con el debido respeto…», estaba mintiendo y pronto la fastidiaría o la irritaría.

—Di lo que sea y déjate de respetos… —replicó.

—Alguien debería decirle que tiene que hacer algo con la vista —señaló Andy—. Quizá tú, jefa.

—Si alguna vez llego a hablar con él, le diré eso y más —replicó Hammer con impaciencia.

Andy la hacía sentirse vieja. La mera presencia de Andy la envejecía; Hammer había empezado a reaccionar con rechazo y ya no se mostraba especialmente cálida con él. Toda su vida había sido una mujer de belleza deslumbrante hasta que cumplió los cincuenta y cinco; entonces en un instante dio la impresión de acumular grasas y arrugas. El labio superior empezó a desaparecerle de la noche a la mañana y los pechos menguaron en cuestión de días. Andy, por el contrario, cada vez que lo veía estaba más guapo.

No era justo, se dijo.

—¿Te encuentras bien, jefa? —preguntó Andy—. De repente pareces irritada y bastante picajosa.

—Es que la mera mención del gobernador me saca de mis casillas.

Qué jodida injusticia, se lamentó en silencio. Hombres de su edad salían con mujeres de la edad de Andy, mujeres que consideraban una especie de atractivo añadido las calvas, las pieles arrugadas, las gafas gruesas, la musculatura flácida, los aparatos especiales y las píldoras para contribuir a mantener el nivel de intimidad y los ronquidos. Hammer se enfureció en silencio. ¡Menudo lavado de cerebro habían sufrido las mujeres! Las jóvenes se vanagloriaban, entre ellas, de la edad madura de sus amantes.

Hacía unos días, Windy Brees estaba fumando un cigarrillo en la puerta del aparcamiento de la oficina central cuando Hammer la oyó hacer comentarios con una amiga sobre el señor Click. Hammer pasó deprisa junto a Windy y su amiga, la mirada fija en el suelo y cargada con su cartera y varios expedientes, fingiendo que no prestaba atención a la conversación. Pero Windy tenía una voz escandalosa y todo el departamento de policía se enteraba de lo que decía.

—Qué edad tiene el señor Click? —ya había preguntado su amiga.

—Noventa y uno —replicó Windy con orgullo—. Me tiene embelesada. Me paso el día esperando que me llame. —Mostró el teléfono móvil, impaciente por oírlo sonar.

—Pero si lo tienes desconectado —observó la amiga—. Tienes que pulsar ese botón y ponerlo en marcha; de lo contrario, no sonará si te llama.

La amiga sacó del bolso su propio móvil y le hizo una demostración.

—¡Oh, vaya! —exclamó entonces Windy con renovada esperanza. Me pregunto si él sabrá conectar el suyo, porque cada vez que le llamo sale una voz que dice que no está accesible. Eso me deprime, porque me preocupa que no esté accesible en general y por eso no he tenido noticias suyas desde anoche.

—Creo que me encargaré personalmente de todo esto —decidió Hammer—. No puedo esperar a que el gobernador me reciba mientras un dentista permanece retenido como rehén en una isla que ha declarado la guerra a Virginia. Nada bueno puede salir de todo esto, Andy. Debemos intervenir de inmediato.

—Con el debido respeto —empezó a decir Andy, pero se contuvo—. Jefa… —intentó de nuevo—, el gobernador Crimm es un hombre orgulloso y un adicto al poder. Si actúas sin su conocimiento, no te lo perdonará ni lo olvidará. Quizá no lo reconozca, pero se ofenderá profundamente si tú te llevas todo el mérito.

—Entonces, ¿qué demonios vamos a hacer?

—Dame cuarenta y ocho horas —se arriesgó a prometerle Andy—. No sé cómo pero conseguiré una audiencia con él y le informaré de todo. —Hizo una pausa y pensó en Popeye y en lo vacía que parecía la casa de Hammer sin la perrita—. Encontraremos a Popeye, ya verás. No voy a darme por vencido en este asunto —afirmó Andy.

A Hammer se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que reprimirlas con un rápido pestañeo.

—Sé cuánto la echas en falta —continuó Andy, conmovido ante su tristeza y dispuesto a hacer que Hammer le hablara de sus sentimientos—. Y sé cuánto te irrita que haga las cosas sin tu permiso, pero ya no soy ningún novato. Tengo iniciativa y tengo una idea bastante clara de lo que hago. Tú siempre pareces estar irritada conmigo y no aprecias nada de lo que hago.

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