—Comprendo perfectamente cómo se siente —convino Andy—, pero debe seguir portándose bien. Mire al Agente Verdad. El ha hecho lo correcto diciendo la verdad sobre Major Trader y ahora el gobernador sospecha que el Agente Verdad ha hecho algo malo.
—Sí, ya lo he oído. Me gustaría ser ese Agente Verdad —dijo Pony con un suspiro. Parece una buena persona y ya era hora de que alguien hiciera sonar la alarma respecto a Trader. Desde siempre he sabido que es una manzana podrida con malas intenciones. Sí, señor, me gustaría conocer al Agente Verdad. Tal vez él podría solucionar mis problemas con el Departamento de Castigos.
—Y por qué no llama usted mismo y pide que alguien compruebe esos datos? —preguntó Andy.
—Porque no me permiten hacer llamadas privadas desde la mansión. De todas formas, tampoco hacen caso a los internos; todos los que están metidos en líos dicen que se trata de un error, por qué iba a ser yo distinto?
Regina estaba escondida detrás de un antiguo boj, oyéndolo todo. Había perdido interés en la partida de billar y decidió salir al jardín a escuchar de hurtadillas; deseó haberse puesto un abrigo. Espiar se le daba muy bien y esperaba recoger información que le fuera útil. Pero al escuchar la conversación de Andy y Pony se sintió conmovida y se le olvidó el motivo por el que estaba allí. Ella también experimentaba frustración cada vez que intentaba hacer amigos y a menudo la juzgaban de forma equivocada.
—Yo en su lugar —le decía Andy a Pony—, mandaría un correo electrónico al Agente Verdad y le pediría que averiguara por qué usted sigue encerrado todavía.
—¿Cree que lo haría? —Pony advirtió que el boj se movía y que salía humo de él.
—Por preguntar no se pierde nada.
—Sí, pero tampoco tengo acceso al correo electrónico. —Pony observó cada vez más alarmado el arbusto que se movía y humeaba. Pensó en el pescador y fue presa del pánico—. ¡Creo que ese boj de ahí está a punto de estallar! —exclamó al tiempo que se oía una fuerte y sorda detonación desde detrás de las matas.
Andy se levantó de un salto y corrió hacia la planta humeante y maloliente en el preciso momento en que Regina abandonaba su escondite y se incorporaba, inmensa como una montaña.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Andy.
—Ensayo técnicas de investigación —respondió ella, agarrándose con ambas manos la barriga enorme, temblorosa como un flan.
—¡Oh!, no vuelva a esconderse por ahí y a fingir que está a punto de estallar, señorita Reginia —dijo Pony, flojo de alivio. ¡Dios!, por un momento me ha tenido en vilo. Pensé que ese chiflado había puesto una bomba en el jardín y todo iba a estallar.
—Es hora de que me vaya —dijo Andy.
Recójame a primera hora de la mañana y empezaremos a trabajar en el caso —dijo Regina. Incluso no sintiéndose bien, tenía una manera de hacer sugerencias que daba la impresión de estar ordenando un ataque aéreo—. Lo estaré esperando.
—Eso no será posible —respondió Andy—. Primero tengo que ir al depósito para ver qué descubre el forense en el caso del hombre que han matado en el río. Seguro que no querrás ver una cosa así. Es muy desagradable.
—¡Pues claro que quiero verlo! —insistió Regina con un entusiasmo impropio de la situación.
—Es poco recomendable y muy perturbador —Andy trató de disuadirla—. ¿Has olido alguna vez un animal muerto lleno de moscas? Pues esto es mucho peor. El hedor penetra en lo más hondo de las fosas nasales de forma que, cada vez que tienes comida cerca, el olor despierta y te provoca intensas náuseas. Por no hablar de los sonidos v las imágenes que uno encuentra en un depósito de cadáveres.
—¡Iré! —Regina no aceptaba un no por respuesta.
Andy estaba bastante bajo de ánimo mientras conducía por el centro. Empezaba a desear no haberse encontrado con los Crimm en el restaurante la noche anterior. No había nadie a quien más deseara evitar que a Regina, y ahora parecía que iba a tener que andar con ella constantemente. Por no hablar de que el gobernador acariciaba la idea de que el Agente Verdad era cómplice de Trader y de que, además, algún psicópata había grabado «Agente Verdad» en un cadáver, dejando pruebas del delito en casa de Andy.
—Estoy metido en un buen lío —dijo a Judy Hammer por la radio del coche.
—Andy, ¿tienes idea de la hora que es? —dijo Hammer con voz adormilada cuando el sonido del teléfono la devolvió al mundo con un sobresalto. Pareces desanimado. ¿Qué ha sucedido?
Una vez más, Andy se encontraba casualmente cerca del barrio de Hammer, Church Hill, y la superintendente le sugirió que pasara por su casa. En aquel preciso momento, Fonny Boy decidió acercarse por el centro médico y ver qué hacía el doctor Sherman Faux. Este estaba tiritando a ciegas en la silla plegable mientras rezaba:
—Señor, te pido un milagro. No uno de los grandes; un milagro pequeñito, simplemente. Quizá podrías enviarme a un ángel desocupado que me sacara de aquí. Te prometo que me trasladaré enseguida y que no perderé tiempo innecesariamente, porque sé que hay muchas más personas y animales que necesitan tu ayuda mucho más que yo. Pero no puedo hacerle el bien a nadie mientras siga aquí, retenido y atado. Estoy entumecido y dolorido de llevar tanto tiempo sentado en esta silla metálica. Sólo un ángel, eso es lo que te pido. Tal vez un par de horas, sólo; lo que tarde en llevarme de vuelta a tierra firme.
Fonny Boy escuchó con atención sin que el dentista detectara su presencia, porque había aprendido desde la cuna a no hacer movimientos bruscos que alertaran a los peces y cangrejos que se disponía a capturar. Los cangrejos, sobre todo, eran muy hábiles y tenían una visión excelente. Si las jaulas no se mantenían perfectamente limpias, el cangrejo no podría ver con nitidez a través de ellas y sospecharía de un pedazo de pescado podrido que flotara en medio de un revoltijo de algas en forma de caja. Fonny Boy mantenía impecables las jaulas de la familia, y podía ser más silencioso que una mariposa cuando era necesario.
Haría pensar al dentista que Dios intervenía y escuchaba su plegaria, se dijo Fonny Boy, aunque la verdad era que había pensado aceptar la oferta del doctor de un empleo en tierra firme. El muchacho se incorporó y abandonó el centro sin hacer el menor ruido; luego dio media vuelta, entró de nuevo y cerró la puerta con estruendo para que el dentista lo oyera.
—Quién anda ahí? —dijo el doctor Faux con voz esperanzada—. ¿Eres tú, Fonny Boy?
—Sí.
—¡Oh, gracias a Dios! Tengo frío y necesito ir a casa, Fonny Boy. ¿Qué tal el diente? ¿Te ha pasado ya el efecto de la lidocaína?
—Sí.
—¿Y ese algodón que te tragaste? ¿Te ha dado problemas?
—¡Sí!! —respondió el chico hablando al revés, para decir que aún no los había tenido. Luego, añadió: Lo llevaré a la costa. No hay tiempo para cogerle a mi padre el catalejo y la linterna; se ha levantado bastante aire y usted no tiene abrigo, doctor, pero debemos largarnos ahora, antes de que salgan todos los barcos a recoger las cestas con las capturas.
—¡No me importa el abrigo y, sin duda, podemos prescindir de prismáticos o linternas! —exclamó el dentista, animado.
Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque Fonny Boy no podía verlas debido a la venda pestilente que aún llevaba el rehén en torno a la cabeza. ¡Con la de años que el dentista llevaba cobrando de la seguridad social por los trabajos, reales o ficticios, que había realizado al chico y nunca se le había ocurrido que Fonny Boy fuera un ángel!
—Que Dios te bendiga, muchacho —susurró Faux mientras los dos salían a escondidas del centro médico.
—¡Chist! ¡Silencio! —le avisó Fonny Boy.
Las calles de la isla estaban desiertas y a oscuras, y no quedaba una sola luz encendida en las casas: los isleños dormían profundamente v los cochecitos de golf se recargaban. Pero Fonny Boy sabía que no faltaba mucho para las tres de la madrugada y, a esa hora, los pescadores se dirigirían a sus barcas, de modo que convenía darse prisa. Si lo descubrían tratando de liberar al doctor Faux, tendría problemas. Por supuesto, su madre lo llevaría de inmediato a la iglesia Metodista Unida y se lo contaría al reverendo Crockett. Fonnv Boy ya había tenido problemas con el reverendo y estaba harto de tener que memorizar fragmentos de las Escrituras para redimir sus faltas.
La barca de la familia estaba amarrada a escasos bloques de casas de la iglesia y, con cada paso, parecía como si la silueta del campanario observara a Fonny Boy y lo siguiera. Las gentes de Tangier eran temerosas de Dios y no toleraban que se desobedeciera a los padres. Aunque para el doctor Faux fuera un ángel, el muchacho estaba desobedeciendo abiertamente a sus padres al escaparse de casa y dejar huir al dentista. Además, cuando llegara el padre para zarpar hacia la zona de pesca, no tendría manera de hacerlo y se irritaría muchísimo al comprobar la ausencia de su barca.
Mientras bajaban unas escaleras de madera desvencijadas que conducían al amarradero, Fonny Boy expresó su preocupación en voz alta. Estaba pensándoselo mejor y le aterrorizaba bajar el último peldaño que le llevaría irremediablemente a otro mundo del todo nuevo, que lo asustaba. El dentista intentó reconfortarlo diciéndole que su sentimiento era el mismo que experimentaron los hombres y muchachos en diciembre de 1606 mientras descendían por las escaleras de Blackwall, en la isla de los Perros, y abordaban las naves. El pequeño Richard Mutton, de St. Bride, Londres, tenía sólo catorce años, la misma edad que Fonny Boy, y sin duda también estaba aterrado al bajar el último peldaño.
—¿Su familia viajaba con él? —susurró Fonny Boy.
—El pequeño Richard era el único Mutton de la lista de colonos, al menos que sepamos.
—Entonces, por qué lo hizo? —musitó el muchacho. Imaginó a Richard Mutton completamente solo y aterido de frío en la oscuridad, contemplando las tres pequeñas naves que iban a surcar el océano Atlántico hasta un mundo desconocido y peligroso.
—Por el oro —respondió el doctor Faux—. El pequeño Mutton, como la mayoría de los primeros colonos de nuestro país, estaban seguros de que encontrarían oro o, al menos, plata, igual que los españoles en sus Indias Occidentales. Y, por supuesto, de que recibirían grandes extensiones de tierras para empezar a trabajarlas.
—Quién le enseñó a usted todo eso? —preguntó Fonny Boy con asombro.
—Una parte de ello estaba en el artículo del Agente Verdad esta mañana, antes del secuestro. Y siempre me ha gustado la historia de Virginia.
Las ventanas de las casitas empezaban a iluminarse en toda la isla. Fonny Boy saltó a la barca de su padre y empezó a imaginar oro y tesoros mientras aceleraba la travesía en una oscuridad completa.
El chico debería haber comprobado cuánto combustible llevaban a bordo y quizás hacerse con un par de bidones auxiliares para la travesía, que duraba hora y media. En cualquier caso, estaban a cinco millas al este de Tangier y dentro de la zona restringida R-6609 cuan-do el motor fuera borda empezó a hipar y a toser hasta que se detuvo definitivamente.
—¡Oh, no! —exclamó el dentista. Empezó a temer que Dios no hubiera respondido a su plegaria después de todo, sino que lo había puesto en un apuro aún mayor para castigarlo por su vida fraudulenta.
—¿Qué hacemos ahora, Fonny Boy?
Todo pescador guardaba una pistola de señales en su embarcación, pero Fonny Boy no podía recurrir a ella; si fuera rescatado por su propia gente, a continuación debería enfrentarse al castigo inimaginable que le esperaba por escaparse con el dentista. También le preocupaba el encontrarse en alguna de las zonas militares restringidas que rodeaban la isla y no estaba seguro de que fuera buena idea disparar cualquier cosa al aire, por si acaso. ¿Y si los militares respondían al fuego?
—¿Te parece que la corriente nos acabará empujando hacia Reedville? —preguntó Faux mientras el aire gélido empezaba a abrirse paso entre su inadecuada indumentaria.
—No —respondió el muchacho.
Empezó a rebuscar en los diversos compartimentos estancos de la embarcación y apartó de en medio cabos, una navaja oxidada, varias botellas de agua y repelente de mosquitos, que el dentista utilizó a discreción aunque hacía demasiado frío para que los insectos anduvieran al acecho. El compartimento bajo el asiento del piloto es-taba cerrado con candado y Fonny Boy probó a dar con la combinación. Todas las cosas de valor, incluida la pistola de señales, debían de estar allí dentro; además, esperaba que su padre también hubiera metido el emisor-receptor de radio y no se lo hubiera llevado a casa.
Cruz Morales escapó de los agentes del Estado ata… jando por una serie de callejones y aparcó junto a un contenedor detrás del Freckles, a la entrada de Patterson Avenue. Permaneció sentado en la oscuridad, jadeante y alerta mientras sus ojos saltaban, nerviosos, de un lado a otro. En el interior del Freckles, que a Cruz le había pa… recido que era un pequeño bar, sonaba música country y un murmullo de voces. De repente deseó una cerveza más que ninguna otra cosa en el mundo. Tenía los ner… vios alterados y jamás en la vida había estado tan asus… tado.
Estaba seguro de que los inmensos helicópteros que volaban bajo y rastreaban con los focos andaban tras él. No sabía qué había hecho para que le persiguieran de esa manera, a no ser que se tratara de algo relacionado con el paquete de la rueda de repuesto. Pero ¿cómo lo sa… bían las autoridades? Cuando esos tipos del taller lo lle… varon a la trastienda y le dieron un paquete a cambio de otro, Cruz supo que estaba participando en algo que po… día acarrearle problemas. Pero esos tipos no lo habrían delatado. ¿Para qué? Además nadie había visto la transacción y, según recordaba, los helicópteros ya estaban en el cielo cuando él salió del aparcamiento del taller. ¿Las autoridades lo buscaban antes de que hubiera hecho algo? ¿Cómo era eso posible?
Se apeó del coche, abrió el maletero y sacó el paque… te del compartimento de la rueda que, en realidad, no era ningún escondite ya que en él no estaba ni la rueda de repuesto ni la alfombra, y el primer lugar que un poli registraría sería ése. Cruz estaba a punto de tirar el pa… quete en el contenedor cuando se abrió la puerta trasera del bar y el callejón se inundó de luz y voces.
Major Trader estaba borracho, se sentía machito y había decidido orinar afuera, por más que el Freckles tuviera unos aseos en condiciones. Aliviarse al aire libre lo devolvía a sus raíces, y los piratas y los pescadores eran muy diestros adaptándose a la inconveniencia. Las bar… cas, por ejemplo, no tenían proa, y la familia de Trader tenía una casita en el patio que él tampoco utilizaba ape… nas cuando aparecía por allí, a menos que se llevara en… tre manos algo más importante que orinar. Trader se tambaleó un poco mientras se debatía con la bragueta y los dientes de una terca cremallera mordían la tela de sus mal cortados pantalones.