La isla de los perros (32 page)

Read La isla de los perros Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Debo reconocer que me ha decepcionado mucho saber que tal vez intentó envenenarme —añadió el gobernador. Necesitaremos catadores de comida, como antaño, me temo. Y Trader en realidad tendría que ser uno de ellos.

—Eso si lo encuentra —replicó Andy—. Yo diría que desaparecerá; lo más probable es que ya lo haya hecho. Es una lástima que no tengamos ninguna prueba concluyente en su contra, pues de otro modo podríamos haberlo arrestado antes de que abandonara la mansión.

—Pues a mí me parece que el Agente Verdad tiene abundantes pruebas —comentó Crimm a modo de insinuación—. Y eso me sugiere que ese columnista renegado tal vez sea cómplice de Trader. ¿Dígame cómo iba a saber ese Agente Verdad que intentan envenenarme, si no tuviese algo que ver con ello?

Andy no había previsto aquel giro en los pensamientos del gobernador y eso le preocupó un poco. Si llamaban a la superintendente Hammer a declarar y le preguntaban bajo juramento si conocía la identidad del Agente Verdad, debería contar lo que sabía y Andy se vería metido en un gran problema.

—Tengo que hablar con la superintendente Hammer y preguntarle lo que sabe —soltó Grimm en ese instante como si le leyera el pensamiento.

—Estoy seguro de que se alegrará mucho de hablar con usted, gobernador —comentó Andy—, porque hasta ahora le ha costado mucho hacerle llegar sus mensajes y nunca ha obtenido ninguna respuesta.

—Que nunca ha obtenido respuesta? —El gobernador miró a Andy con la lupa—. Le he escrito muchas notas, y no sólo sobre lo de su pobre perrita sino también para invitarla a actos oficiales.

—Pues nunca las ha recibido, señor.

—¡Así que ese maldito Trader se dedica a interferir en todo! —El gobernador estaba cada vez más desengañado.

—En mi opinión, le ha mentido desde el principio —asintió Andy.

—Si, un cigarro nuevo me sentaría muy bien —dijo el gobernador a Pony, que seguía esperando pacientemente en el umbral de la puerta.

Crimm confundió el plato del helado de Regina con un cenicero y apagó el medio cigarro en él. Mientras, su hija metía una bola tras otra en las troneras sin el mínimo sentido de la deportividad.

—Por eso no me gusta jugar contigo —le dijo—. A veces ni siquiera llego a tirar. No hace falta ni que me presente en la sala. —Se dirigió a Andy: Le diré qué vamos a hacer. Voy a asignarle una investigación secreta. Quiero que descubra lo antes posible quién es el Agente Verdad y vea cuál es su relación con Trader. Y mientras está en ello, liberemos al dentista y asegurémonos de que esos isleños de Tangier no vuelven a hacer de las suyas.

¿Por qué no nos asignas una misión especial a los dos, a Andy y a mí, y yo lo ayudo a resolver delitos y a limpiar las calles de mala gente? —sugirió Regina mientras la última bola rodaba sobre el fieltro, daba varias veces contra las bandas y se hundía en la tronera—. Tal vez podría enseñarme también a pilotar.

—Quizá la señorita Regina y el señorito Andy podrían ayudar en el caso de ese pescador que se acaba de quemar —sugirió Pony desde el umbral—. Una vieja atropelló el cadáver, una bicicleta y una caja de aparejos. Los agentes hablan de ello. Dicen que un hispano malvado anda suelto y que probablemente matará a otra persona de color de la misma manera.

—¿De qué manera? —inquirió el gobernador.

—Por combustión espontánea.

—Bien, me parece que deberá ser el doctor Sawamatsu quien juzgue este caso —replicó Crimm. El doctor Sawamatsu era el último forense que el mismo gobernador había nombrado, y tenía la máxima confianza en su infalibilidad. Se encontraba en Virginia con el único propósito de estudiar las heridas de bala para luego regresar a Japón con los conocimientos adquiridos. Sin embargo, allí el tráfico era tan terrible y estaba tan harto de vivir en una casa tan llena de gente que no conocía que decidió quedarse en la Commonwealth tras finalizar sus estudios. Entonces el gobernador Crimm, que siempre había querido atraer turismo y negocios japoneses, lo había llamado por teléfono.

—Doctor Sawamatsu —dijo el gobernador, y el médico nunca olvidaría lo que oyó a continuación, permítame que le dé mi modesta opinión sobre un asunto. Como usted ya sabe, el forense actual es una mujer que no me cae demasiado bien. Todo el personal que tiene a sus órdenes es estadounidense, y me pregunto si no marcaría la diferencia el que yo tuviera en Virginia un forense japonés.

—¿Marcar la diferencia? ¿Para quién?

—Para esas quinientas empresas japonesas de Fortune que siguen trasladándose o que nunca se han instalado aquí, y entre los ciudadanos japoneses en general; todavía tienen que descubrir el Williamsburg colonial, Jamestown, nuestros parques temáticos y las plantaciones, hoteles, etcétera. Siempre y cuando hablen inglés… y todos lo hablan.

El doctor Sawamatsu tuvo que pensar deprisa. Ser médico forense en Estados Unidos era lo que más deseaba en la vida, pero sabía muy bien que sus pacientes no ocupaban puestos de importancia en la industria turística ni en la comunidad financiera, así como que rara-mente podría ejercer ninguna influencia en ellos, ni antes de ser llevados a la morgue ni después.

—Con casos especialmente sensacionalistas sí que se marcaría la diferencia —apuntó el doctor Sawamatsu—, por la publicidad y el mensaje que transmitiría el hecho de que el forense fuera asiático. En tal caso, creo que mis compatriotas se lo agradecerían instalando aquí sus empresas y trayendo turismo, siempre y cuando usted les ofreciera un incentivo fiscal.

—¿Un incentivo fiscal?

—Uno importante.

—¡Qué idea tan insólita! —exclamó el gobernador. Sin embargo, al colgar el teléfono dijo a su gabinete que había decidido eximir del pago de impuestos a todas las empresas e individuos japoneses. El resultado fue sorprendente. Al cabo de un año el turismo había florecido. Los ferrocarriles y los autobuses tuvieron que doblar el número de empleados y servicios, y empezaban a aparecer tiendas de artículos fotográficos en todas las esquinas. El doctor Sawamatsu fue nombrado ayudante de la forense y recibió una nota de agradecimiento del gobernador, que el joven doctor enmarcó y colgó en su sala al lado de la colección de recuerdos que había recogido de sus pacientes difuntos. Ellos ya no necesitaban aparatos ortopédicos ni las notas amenazadoras o de suicidio, ni tampoco los restos del vehículo siniestrado en el que habían muerto o las armas con las que los habían matado.

—Tenemos que llevarnos este cuerpo de aquí —dijo el doctor Sawamatsu a la policía mientras se agachaba en la oscuridad con los guantes quirúrgicos—. Por favor, no permitan que nadie más lo atropelle.

—¿Dónde está la jefa? —preguntó el detective Slipper, que no compartía la opinión que el gobernador tenía del doctor Sawamatsu—. ¿Por qué no ha venido la doctora Scarpetta? Casi siempre es ella quien acude a las escenas de crímenes complejos y sensacionalistas.

—Fue a Halifax, al juzgado, y no regresará hasta muy tarde —respondió el doctor Sawamatsu un tanto irritado. Y ahora hay que llevar este cuerpo al depósito enseguida.

—No sé si podremos sacar la litera del río —lamentó comunicar el detective Slipper—. Necesitaríamos a los buceadores.

—No tenemos tiempo. Lo envolveremos en unas sábanas y lo llevaremos a la ambulancia —ordenó el doctor Sawamatsu—. Mañana por la mañana lo examinaré. Aquí no veo nada.

—Me alegro de no ser la única —le espetó Lamonia de mal humor.

Estaba esposada, de pie junto a su abollado Dodge Dart, y no sabía qué había hecho para que todos estuvieran tan irritados. Por supuesto, Trader no estaba en absoluto enojado con Lamonia. El contemplaba aquella actividad frenética a través del parabrisas roto después de perder una hora en el puente enfocando el río con la linterna para ver si encontraba los mariscos y la trucha. Trader estaba profundamente agradecido a Lamonia por haber destruido casi por completo la escena del crimen. Vio que el forense y los enfermeros cubrían el cadáver del pescador con una sábana y se lo llevaban para meterlo en la ambulancia cuyos faros traseros aparecían astillados. La suerte de Trader había cambiado por completo en un solo día aciago.

La vida y la carrera profesional de Major Trader se desmoronaban, aunque para ser sincero consigo mismo, eso no era ninguna novedad. Se miró al espejo retrovisor y vio reflejado un rostro que podía ser el de su abuelo materno, también llamado Major. En realidad, todos los hombres del linaje de su madre se habían llamado Major desde que Anne Bonny quedase embarazada de un pirata francés y diera luz a un niño al que llamó Major, pues era un rango superior a capitán y ella no había conocido a ningún pirata cuyo rango superase al de capitán.

Todos los Major se parecían. Su constitución era robusta, tenían la cara rojiza, los ojos azul pálido y el cabello ralo. De niño, Trader había pasado por una racha pirómana y nunca lo habían detenido. Hasta aquel día, nadie en la isla sabía que había sido el pequeño Major quien quemó un cobertizo en la bahía que se utilizaba como vivero de cangrejos; murieron abrasados miles de cangrejos, se perdió la producción anual y la economía se hundió. Para empeorar aún más las cosas, no fue posible contener el fuego y éste se extendió por varias caletas, quemando a su paso gran número de barcas antes de extinguirse en la bahía de Chesapeake, que se hallaba alarmantemente cerca de la casa de Hilda Crockett. La mujer era famosa por sus largas mesas familiares, sus pasteles de cangrejo, los buñuelos de almeja, el pan casero, el jamón y mucho más.

El joven Major Trader se aficionó también a sacar la pistola de señales de la familia del bote donde su padre escondía el licor. Al experimentar con gasolina de mechero y bourbon, Major advirtió que podía quemar sitios a distancia sólo con una jarra de leche llena de líquido inflamable; se trataba de disparar una bengala a la jarra cuando nadie mirase y provocar una pequeña explosión, algo parecido a lo que le había hecho al pescador.

De joven, Pony también había vivido al margen de la ley, pero a diferencia de Trader tenía remordimientos y experimentaba una abrumadora sensación de vergüenza y pesar. Después de hartarse de ver al gobernador jugando a billar con su hija Regina y tirando la ceniza del habano en cualquier objeto que le pareciera un cenicero, Andy salió con Pony al jardín. Se sentaron en un banco de granito y se pusieron a charlar.

—¿Quiere que le traiga alguna cosa, señorito Andy?

—No, gracias, es usted muy amable. ¿Por qué no se relaja un poco y me habla de usted? ¿Por qué se llama Pony?

—No lo sé —respondió Ponv, y recordó que anhelaba un cigarro—. ¿Le importa que fume? —Sacó un paquete de su chaqueta blanca—. Mi padre me puso Pony porque mi hermana, que es mayor que yo, le decía que quería un poni. Como mi familia no podía permitirse comprarlo, al nacer yo mi padre le dijo a mi hermana: «Mira, éste es tu pony».

Andy intentó establecer si la historia era conmovedora o deprimente y no hizo ningún comentario.

—No es un nombre que me haya ayudado demasiado, si quiere que le diga la verdad —prosiguió Pony—. Los otros internos siempre hacen comentarios hasta que se dan cuenta de que no voy a dejar que me monten en la ducha, ya sabe a qué me refiero. —Sacudió la cabeza, sonrió y sus fundas dentales de oro brillaron en la oscuridad. He tenido algunas refriegas, pero soy más fuerte de lo que parezco. De joven hice un poco de lucha y también sé algo de kárate.

—¿Cuánto tiempo le queda de condena? —preguntó Andy.

—Otros dos años, a menos que el gobernador me conceda la libertad. Y podría hacerlo, pero no lo hará. Ocurre que yo desempeño muy bien mi trabajo y los Crimm no quieren que venga otro a hacerlo; se han acostumbrado a mí. Y si hago mal el trabajo, me mandan de vuelta a la cárcel, así que es como una encerrona. —Sacudió la ceniza del cigarrillo—. Ojalá no hubiese robado ese paquete de tabaco. —Movió en sentido negativo la cabeza y suspiró.

—¿Está en la cárcel por robar un paquete de tabaco? —Andy no daba crédito a lo que oía.

—Sí, porque violé mi libertad condicional. Antes de eso había sido una botella de brandy de albaricoque en una tienda. Así que arruiné mi vida por una tontería, aunque la buena vida no es para mí. Me viene de familia.

—¿Lo de robar?

—Lo de la autodestrucción. ¿Y usted?

Era raro que alguien le preguntase a Andy por su vida, y él siempre había sido muy cuidadoso con lo que revelaba.

—Hábleme de usted, señorito Andy —lo animó Pony—. ¿Alguna chica en su vida? ¿Alguien especial?

Andy metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de invierno de su uniforme y encorvó los hombros para protegerse del frío intempestivo mientras los helicópteros batían la noche. Se habían formado nubes y la luna era una astilla que a Pony le recordaba una sonrisa dorada.

—Ahora mismo, no —dijo Andy—. Salí un tiempo con una mujer mayor que yo. La conocí en Charlotte, pero lo dejamos.

—Supongo que ella sigue en Charlotte.

—No sé dónde está. Yo quería que fuéramos amigos, pero ella no lo ve así. No entiendo a las mujeres —confesó Andy—. Siempre dicen que los hombres no saben ser amigos, y cuando uno intenta serlo se comportan de manera extraña.

—Es verdad. —Pony asintió despacio con la cabeza—. Usted lo ha dicho. Las mujeres nunca dicen lo que piensan ni lo que quieren, ni reconocen quererlo a menos que sea algo que no quieran o no quieran que tú pienses que quieren. Así que lo único que hacen es tomarte el pelo, ¿me entiende? Mi esposa es una mujer muy dulce cuando no está demasiado cansada de hacer la colada de la primera familia o enfadada conmigo porque vuelvo a la cárcel los días festivos y durante las vacaciones. Pero si lo miro desde su punto de vista, comprendo que yo tampoco soy siempre sincero con ella.

»A veces tengo que decirle que la quiero, que me gusta mucho su aspecto, o que estoy muy apenado y tengo el corazón lleno de tristeza porque he pasado nuestros mejores años entre rejas y eso no es justo para ella, y repetirle lo mucho que me duele. Supongo, señorito Andy, que lo que me ocurre es que no quiero reconocer ante ella ni ante mí mismo que probablemente he jodido mi vida para siempre, ya sabe a lo que me refiero. —Dio una calada al cigarrillo. Mire, creo que es demasiado tarde y que ya nunca saldré de la cárcel porque el gobernador se olvidará, o lo hará el siguiente gobernador, o el otro.

»Y creo que no tengo suficiente coraje como para causar problemas en la mansión y que me despidan, con el fin de poner una demanda a la Commonwealth por discriminación. Eso me permitiría tener abogados que revisaran mi historial de la prisión, descubriendo que ahí hay algún Ho con los ordenadores del Departamento de Castigos, y entonces sería un hombre libre. Pero como no tengo dinero para un abogado… Quiero decir que para que todo se me arreglase, tendría que portarme mal de nuevo.

Other books

Shadow Divers by Robert Kurson
Venice in the Moonlight by Elizabeth McKenna
Things as They Are by Guy Vanderhaeghe
Cosmo's Deli by Sharon Kurtzman
Not Quite a Lady by Loretta Chase
The Game by Laurie R. King