—Nativos americanos, ¿eh? —Regina enrojeció de ira—. ¡Oh, vaya, es lo mismo que cuando nosotros os lla… mamos «nativos»!
—Ni mucho menos. —Figgie miró directamente a los ojos de Regina, pequeños y duros, que le recordaban las pasas incrustadas en la masa del pan de pasas—. Y si vuelve a llamar nativo a algún miembro del personal de la mansión, la denunciaré a la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color. No me importa que sea la hija del gobernador, señorita.
—¡Saque los cangrejos de ahí ahora mismo! —gritó Regina—. ¡O se morirán y apestarán!
Cuando Figgie los levantó con suavidad del profun… do fregadero y los depositó en el cubo de fregar, los can… grejos chasquearon las pinzas para celebrar sus palabras. Con unas tijeras de alambre, cortó el anzuelo y lo extrajo de la boca dolorida de la trucha.
Pony no tendría tanta suerte. Nadie le había quitado nunca el anzuelo por ninguna razón. Cuánto le gustaría a él que el chef Figgie lo metiera en un cubo para soltarlo en el río James. Pony observó cómo el cocinero cruzaba el comedor y se dirigía a una puerta lateral con un chapoteo del agua del cubo, donde cangrejos y pescado hablaban entre ellos, y se explicaban sus planes. Regina le siguió los pasos de cerca y se detuvo en seco cuando vio a Andy.
—Definitivamente, no va a haber cena ligera —le dijo.
—Da igual —respondió Andy con cortesía—. Creo que debería ayudarme a pescar a su padre lo antes po… sible.
—Hace este juego de palabras sin gracia por lo de ese pescado? —replicó ella, ceñuda.
Andy no la conocía lo suficiente para hacer bromas, y Regina no tuvo ninguna duda de que aquel tío guapo no iba a ser simpático con ella. Ninguno de ellos lo era ni lo sería jamás.
El visitante contempló los bichos que nadaban en el abarrotado cubo y advirtió que entre ellos había una trucha.
—¡Oh! Lo siento, no había visto la trucha hasta este momento. De lo contrario, nunca habría hablado de pesca en su presencia. No pretendía faltarle al respeto, señorita Crimm. Es sólo que, sinceramente, espero con impaciencia tener la oportunidad de hablar con el go… bernador esta noche.
—Puede llamarme Regina y tratarme de tú. No, Andy no podía. Era incapaz de decir el nombre o de tratarla de tú sin sentirse muy incómodo.
—¿Se la conoce por algún otro nombre? —pregun… tó—. ¿Reggie, tal vez?
—Nadie me ha llamado así nunca.
El amable interés de Andy perturbó a la chica, quien tuvo que asirse al pasamanos de caoba bruñida que se curvaba hasta desaparecer de la vista y conducía a las ha… bitaciones privadas de los Crimm, en el piso superior. Allí, en aquel momento Maude Crimm se acondicionaba los cabellos ante el espejo, insatisfecha del reflejo que adquirían con la laca.
En otros tiempos había sido muy guapa. La primera vez que Maude y Bedford se habían visto, en el baile de Fabergé, ella era voluptuosa, pequeña pero bien propor… cionada, con una boca roja bien formada y unos expresi… vos ojos de color violeta. Maude se hallaba contemplando la caja con un huevo de perlas y metales preciosos que ha… bía conducido a la revolución bolchevique y al misterio de Anastasia, cuando Bedford Crimm IV un senador del Es… tado recién elegido, se aproximó a ella con galantería e inspeccionó a través de una lupa sus encantadoras curvas, apenas cubiertas por el vestido de pronunciado escote.
¡Vaya! ¿Será posible? —comentó él—. Siempre me he preguntado por qué un huevo. ¿Por qué no otra cosa, si uno quiere hacer objetos con metales preciosos y joyas de valor incalculable?
—¿Qué habrías escogido tú como tema? —inquirió ella, tímida y coqueta.
Entonces Maude se había rendido enseguida a Grimm y a su mente inquisitiva, y se le ocurrió que ella siempre se había tomado a la ligera la colección Fabergé. Tantos años y nunca se había preguntado por qué.
—Desde luego, yo no habría escogido un huevo —replicó Crimm con una voz rotunda e importante que revelaba un leve acento sureño—. Algún objeto de la guerra de la Independencia, tal vez —añadió tras pen… sarlo—. Unos cañones de oro rosa o unas banderas confederadas de platino con rubíes, diamantes y zafiros, las mismas piedras y metales que deberías llevar alrededor de tu delicioso y esbelto cuello blanquísimo… —Reco… rrió la garganta de la joven con el índice corto y rechon… cho—. Un collar largo con un diamante enorme que desapareciera en tu escote —le enseñó dónde—. Y que quedara oculto a la vista y te hiciera cosquillas cuando menos lo esperaras.
—Siempre he deseado un diamante grande —mur… muró Maude al tiempo que miraba alrededor con ner… viosismo, esperando que nadie en la abarrotada sala les prestara atención—. Tú sí que parece que llevas un buen diamante encima —añadió, y le miró directamente la bragueta del esmoquin.
—El diamante del deseo —soltó él con una risilla.
—Sí, porque siempre estás deseando, ya veo —res… pondió ella—. ¿Sabes, senador Crimm?, yo también soy toda una coleccionista.
—¿No me digas?
—¡Oh, sí! Precisamente sé mucho de lupas —añadió para impresionarlo—. Se remontan a las cuevas de Cre… ta y una vez hubo un emperador chino que usaba un to… pacio para observar las estrellas. Eso fue miles de años antes de que naciera el niño Jesús, ¿te imaginas? Y apuesto a que no sabes que el propio Nerón solía mirar a través de una esmeralda cuando contemplaba a los gla… diadores en combate; supongo que para que el sol no le dañara los ojos. Por eso creo que es muy adecuado que tú también tengas instrumentos ópticos muy especiales, ya que eres un hombre tan importante y poderoso.
—Por qué no nos colamos en el lavabo de caballe… ros para presentarnos el uno al otro? —propuso Crimm.
—¡Nunca haría eso! —El no de Maude era un sí, pero Crimm descubriría poco después de casarse que in… cluso un sí era un no si a ella le preocupaban las moldu… ras o las telarañas de los rincones.
—¡En el de señoras, entonces! —probó él de nuevo.
Las mujeres hermosas nunca le habían hecho caso hasta que se había metido en política. Ahora le resultaba sorprendentemente fácil y sentía que se le había conce… dido una segunda oportunidad. Que fuera bajito y cega… to, además de terriblemente feo de nacimiento, ya no te… nía importancia. Ni siquiera el tamaño de su diamante la tenía. No era como en los viejos tiempos del Commonwealth Club, donde todos los machos prometedo… res se sentaban alrededor de la piscina, desnudos, a tomar decisiones políticas y a discutir adquisiciones hosti… les de empresas.
—Ni medio quilate —recordó Crimm que cuchi… cheaba uno de ellos. Por supuesto, las voces llegaban al otro lado del agua y Crimm, sentado en el trampolín de saltos, alcanzó a oír el desagradable comentario.
—Lo que vale es la calidad, no el tamaño —repli… có—. Y la dureza.
—Todos los diamantes son duros —dijo otro de los presentes, que dirigía una empresa de las quinientas más importantes según la publicación Fortune, que más ade… lante cambió su sede a Charlotte.
Crimm descubrió en el lavabo de señoras que no todos los diamantes son duros. La marca de nacimiento de Maude había causado un mal efecto; su trasero daba la impresión de haberse posado en un charco de tinta. La mancha era espantosa y Crimm no se atrevió a tocarla.
—Qué te pasó? —preguntó mientras se apartaba y volvía a esconder su diamante en los pantalones.
—No me pasó nada —dijo Maude, colocada todavía contra la fría pared de azulejos del lavabo—. Con la luz apagada, ni se ve. Y hay gente que lo encuentra atractivo.
Maude apagó la luz y lo besó con voracidad mientras buscaba el diamante, hasta que lo encontró de nuevo.
—Dime cosas guarras —le susurró en el lavabo a oscuras—. Nadie me las ha dicho nunca y siempre he querido oír las obscenidades que haría conmigo la gente, sobre todo los hombres. Y ten cuidado cuando me aplastes contra la pared, porque es muy dura. No, no me eches al suelo; también está duro y además muy su… cio. Quizá no deberíamos hacerlo aquí. Terminaré llena de morados.
—Podemos meternos en uno de los retretes —Crimm apenas podía hablar—. Si entra gente, no nos verá. Y si hacemos ruido, disimularemos tirando de la cadena re… petidamente.
Aquellos días de fogosidad amorosa se acabaron tras la boda. La vista de Bedford había empeorado progresi… vamente y no había vuelto a poner un dedo sobre su esposa desde que concibieran a Regina, a pesar de los in… cansables esfuerzos de la primera dama por tener un aspecto deseable. A ello se dedicaba con el único propósito de camuflar su burlona y frustrante intención de decir no al final.
Maude no había fantaseado con la idea de decirle sí desde hacía mucho tiempo y, mientras pensaba en Andy Brazil, se le ocurrió que quizá debería probar otra vez un sí, y decirlo en serio. Al fin y al cabo, su marido estaba siendo muy injusto con el asunto de los trébedes, y eso la obligaba a pasarse todo el tiempo cambiándolos de es… condite por toda la mansión.
Quizá debería darle a su marido algo importante de qué preocuparse y conservar a su lado al atractivo Brazil, pensó para sí, resentida. Al carajo con sus hijas. Tal vez si seducía a Andy, Maude se sentiría mejor consigo misma y estaría lo bastante distraída como para aplacar su obse… sión por las compras. Se aplicó otra gruesa capa de rimel negro para realzar el violeta intenso de sus ojos, utilizó un pintalabios de un tono rojo subido, se dio un retoque más de maquillaje y frunció el entrecejo para comprobar que todo se mantuviera en su sitio.
—¡Ay, querida! —murmuró ante el espejo al detec… tar un leve movimiento en su frente.
El colágeno estaba desapareciendo también y Maude temió verse obligada a hacer otro viaje al cirujano plástico maxilofacial. Había llegado un momento en que, simplemente, ya no soportaba otro pinchazo más sin una buena dosis de Demerol, y total apara qué? A na… die le importaba. Nadie la apreciaba ya. Se desabrochó el sujetador y se desembarazó de él sin quitarse la blusa, un truco aprendido en el Sweet Briar College en sus tiempos de estudiante.
—Tanto esfuerzo para nada —murmuró para sí con impaciencia mientras sus pechos emigraban hacia su cintura.
Con un suspiro, se puso de nuevo el sostén y cambió la blusa por un atractivo suéter de cachemira fina que ya le iba varias tallas pequeño cuando Maude estaba mucho más delgada.
—Así —anunció al perro de la familia, Frisky, que dormía en la cama de la suite principal de la casa—. Debes reconocer que tengo bastante buen aspecto, para ha… ber cumplido los setenta…
Frisky ni se movió. Era un perro labrador ya muy viejo y estaba harto de que la primera dama le hablara sin cesar. Así llevaban nueve años, y Frisky opinaba que la primera dama ya estaba bastante avejentada desde el pri… mer día. En los últimos tiempos tenía un aspecto espe… cialmente ajado, con el rostro helado y los labios hin… chados, y el perro no tenía la menor intención de abrir los ojos o de interrumpir su sueño favorito, en el que era recogepelotas en Wimbledon. En silencio, rezó para que la primera dama por una vez no lo obligara a des… pertarse.
—¡Ven, Frisky! —llamó su ama al perro dormido, tras probar sin éxito a chasquear los dedos. Maude Crimm olía demasiado a loción corporal y tenía las manos pringosas. Los dedos resbalaban, en lugar de saltar con un chasquido—. ¡Vamos! Bajemos a recibir a nues… tro invitado.
La suerte de los cangrejos azules y de la trucha esta… ba a punto de cambiar de nuevo.
Major Trader se había ofrecido a tirar el cubo de la fregona él mismo porque tenía una agenda propia, secreta y egoísta. Pensó que encontraría a alguien pes… cando y que podría vender el pescado fresco fácilmen… te y por una buena cifra, al tiempo que buscaba un lugar adecuado para esconder la maleta herméticamente cerrada llena de dinero que pronto esperaba ob… tener de los piratas.
En aquellos instantes Trader conducía su coche ofi… cial y el cubo se derramaba en el portaequipajes. Los cangrejos y la trucha no veían nada en la oscuridad e in… tuían que aquel viaje con Trader, que aceleraba, derrapa… ba en las curvas y daba frenazos en los semáforos, no presagiaba nada bueno.
Jimmy Crimini seguro que no lleva GPS —dijo un cangrejo, chocando contra otro en el fondo del cu… bo—. Se ha perdido. Lo sé.
—Qué? —preguntó la trucha que flotaba por enci… ma de los cangrejos mientras éstos se daban de porrazos a cada curva, a cada acelerón y a cada frenazo—. Me parece que tiene problemas de motor.
—¿Habías ido en coche antes?
—No, no podría decir que he ido —respondió la trucha—, pero los he visto parados en el muelle, desde una distancia prudencial, cuando los pescadores salen de pesca. Todos sus camiones y coches de golf saltan y de… rrapan como éste.
Los cangrejos cayeron hacia un lado y chocaron en… tre sí.
—¡Oh! ¡Qué daño! —se quejó uno de ellos—. No me metas la pinza en los ojos o recibirás.
—¡Tengo gazuza!
—Pues no habrá pescado podrido hasta que llegue… mos de nuevo al agua. ¡Aguanta!
Trader subió al bordillo y aparcó encima de la acera, donde Caesar Fender estaba pescando sin capturar nada.
—¡Eh, hijo de puta! ¡Acabas de aplastar mi caja de aparejos con el coche! —gritó Caesar al vehículo ofi… cial—. ¿Quién te crees que eres? Yo no estoy haciendo nada. Ni siquiera tengo coche, así que no tienes ningún derecho a arremeter contra mí con los faros encendidos y atropellar mi caja de aparejos, como si yo fuera un con… ductor temerario o algo…
—Tengo pescado fresco del que come el gobernador —anunció Trader—. Te lo vendo por cincuenta dólares. Apuesto a que en casa tienes una colección de enanitos hambrientos y seguro que nunca han comido cangrejos azules y trucha fresca.
A Caesar Fender lo asombró el modo de farfullar de aquel blanco obeso, pero respondió:
—Que haya negros bajitos no significa que sean enanos. Y me debes dos dólares por la caja y otros seten… ta y cinco centavos por los anzuelos y las boyas que has roto. ¡Y si te acercas un palmo más, tirarás la lata de gu… sanos al agua y te pegaré una patada!
—¡Si me pones una mano encima haré que te arres… ten y acabes en la cárcel! —lo amenazó Trader.
—¡Págame todo lo que me has destrozado!
—¡Cuidado con lo que dices! ¡Estás hablando con un importante funcionario del Gobierno! —le gritó Trader.
—¡Me importa un pimiento quién coño seas!
Mientras los dos hombres discutían y se insultaban, los cangrejos y la trucha se apresuraron a ultimar un plan para salvarse.