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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (48 page)

De repente, frenó el vehículo, abrió la puerta y de un salto se situó frente a Claire, que mostró una mirada de sorpresa. Pontius le propinó un fuerte golpe en la cara y la introdujo en el coche, después recogió las bolsas y las arrojó en la furgoneta. Rápidamente, salió del aparcamiento rumbo a Kung Ngam, una zona de prostitución en donde se levantaban almacenes abandonados.

Cuando el chófer de Claire Wu se diese cuenta del secuestro, Pontius estaría a salvo de ojos indiscretos en uno de los almacenes cerrados.

Al llegar a su destino, la mujer aún sangraba por la nariz debido al golpe recibido en plena cara. Pontius la levantó en brazos y la sentó medio inconsciente en una silla, atando sus manos a lo alto y sus pies alrededor de la silla, dejando sus piernas abiertas.

El hermano del Círculo cogió un bisturí y, con la precisión de un cirujano, comenzó a rasgar el vestido de seda. Mientras hacía lo propio con la delicada ropa interior de la mujer, Pontius escuchó la voz de Claire lanzándole improperios en un idioma que el asesino no entendió, posiblemente era dialecto mandarín. Al ver que Pontius no reaccionaba, Claire intentó utilizar sus encantos, tal y como había hecho cientos de veces por orden de su esposo.

Consciente del valor de su cuerpo, Claire abrió las piernas dejando su vulva a la vista de Pontius. El enviado de Lienart se dirigió a la mujer y con la mano abierta la abofeteó en la cara, dejándole marcados los cinco dedos.

—Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. Eres una cerda impúdica, hija del mal —afirmó Pontius.

—Mi marido es millonario y le dará lo que quiera —dijo Claire entre lágrimas, con la cara enrojecida por la bofetada—. Déjeme ir y no diré nada a la policía. Podemos ir ahora mismo juntos a mi banco y le daré todo el dinero que tengo.

Pontius tan sólo pronunció unas palabras ininteligibles para aquella mujer.

—«Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: "Ven y mira". Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la Tierra para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la Tierra».

Seguidamente, tras desatarla de la silla y completamente desnuda, Pontius le colocó en el interior de la boca una especie de bola roja sujeta a dos correas que se unían por detrás de la cabeza. Claire Wu ya no podía pronunciar palabra ni emitir grito alguno.

El miembro del Octogonus extrajo de una bolsa un grueso cepillo de cerdas con mango largo y comenzó a golpear fuertemente las nalgas de la mujer, dejándolas casi al rojo vivo. Sólo le detuvieron los primeros hilos de sangre que comenzaron a manar por las pequeñas heridas. Claire todavía no había llegado a desmayarse. Para evitarlo y que fuera testigo de su propia tortura, Pontius se untó las manos con sal y las restregó por las nalgas de la mujer.

Claire Wu intentaba luchar sin éxito para liberar su boca y poder gritar de dolor, pero, aunque lo consiguiese, nadie podría oírla en aquel lugar.

Para la siguiente operación, el hermano Pontius extrajo del maletín negro un escalpelo utilizado por los forenses y comenzó a raspar el suelo con él para romper su filo. El torturador sujetó el escalpelo mellado y se lo mostró a la mujer para observar la cara de terror de ésta. Sus ojos verdes aparecían ahora hinchados por el llanto.

Con un rápido movimiento, Pontius introdujo el escalpelo en la mejilla derecha de Claire, provocándole una herida abierta con severa hemorragia. Seguidamente, realizó la misma operación en la mejilla izquierda, la frente y los senos, pero sin llegar a dañar órgano alguno. En este punto la mujer había perdido el conocimiento. Cuando lo recuperó, descubrió con horror cómo su secuestrador la había colocado suspendida de una cadena sujeta a una viga del techo, dejando sus piernas separadas.

Con el cuerpo medio paralizado por el dolor, la sangre que corría por su rostro le impedía ver los movimientos del enviado del Círculo Octogonus. Pero aún quedaba el último acto. Pontius sacó de la bolsa dos pequeños bates de béisbol de madera, los untó con la misma crema que había comprado Claire Wu horas antes en el centro comercial y con ellos violó a la mujer por la vagina y el ano.

Cuando horas después la policía encontró a Claire gracias a una llamada anónima, su pequeño cuerpo estaba todavía colgado del techo, con los bates introducidos en su interior pero aún con vida.

Estaba claro que el secuestro y tortura de la esposa de Delmer Wu era tan sólo un severo aviso del oscuro Círculo Octogonus, pero el millonario no iba a ceder tan fácilmente, y menos ahora que los enviados de Lienart habían alcanzado el objeto más preciado de su propiedad: su esposa.

* * *

Ciudad del Vaticano

Monseñor Mahoney se despertó temprano aquella mañana. El timbre de la puerta de su apartamento sonó a las seis en punto. Sor Agustina le traía cada mañana el desayuno junto a los ejemplares de
L'Osservatore Romano,
el
Times
de Londres y varios ejemplares de la prensa estadounidense e italiana. Todos los periódicos se hacían eco en sus portadas de la milagrosa recuperación del Papa tras el atentando y de su inminente traslado desde la clínica a su residencia de verano en Castelgandolfo. Pocas horas después debía reunirse con el cardenal Lienart para informarle.

—Monseñor, debemos rezar por la salud del Santo Padre —propuso sor Agustina al observar el rostro preocupado de Mahoney mientras leía las noticias del Vaticano.

—Sí, sor Agustina. De momento, lo mejor que podemos hacer es rezar por la salud de Su Santidad y continuar con nuestras tareas encomendadas.

—Sí, monseñor, así lo haré —dijo la mujer, besando el anillo episcopal de Mahoney antes de abandonar el apartamento.

En realidad, a monseñor Mahoney la salud del Sumo Pontífice le importaba bien poco. Tenía la mente puesta exclusivamente en la misión de Hong Kong. Debía recuperar el libro hereje de Judas a toda costa y a cualquier precio. Esa misma mañana se reuniría con el cardenal secretario de Estado August Lienart para informarle de todo cuanto había acontecido en Chicago, Hong Kong y Tel Aviv. Por ahora, las noticias eran favorables y Mahoney se encontraba de buen humor.

A las nueve de la mañana, Lienart debía despachar varios asuntos con el cardenal William Guevara, camarlengo de la Cámara Apostólica. Esta cámara, fundada en el siglo XI, se había convertido en el departamento más poderoso de la Santa Sede porque se ocupaba de la administración temporal del Estado Vaticano y de la Iglesia católica entre la muerte del Papa y el nombramiento de su sucesor. Guevara sería también el responsable de organizar el funeral pontificio, la destrucción del anillo papal y de convocar el cónclave en caso de que el Papa falleciese.

Poco antes de mediodía, Lienart había emplazado a los miembros del Comité de Seguridad de la Santa Sede para ser informado de los avances en la investigación por el atentando al Papa.

—Puede usted venir a verme a las doce de la mañana. Aprovecharemos el almuerzo para hablar del futuro, querido Mahoney, y analizar los acontecimientos que nos han rodeado —propuso Lienart.

—Allí estaré, eminencia.

A los salones privados del secretario de Estado se accedía a través de la llamada Logia de Rafael. El comedor destinado al cardenal Lienart estaba decorado con pinturas de Caravaggio, Melozzo de Forli y del propio Rafael.

—¿Le gustan los cuadros, monseñor Mahoney?

—Sí, eminencia, son muy hermosos.

—Los hice traer aquí, a mi comedor privado, desde otras estancias vaticanas para poder admirarlos mientras como. Reconozco que soy un apasionado del arte, porque, para mí, el arte es todo aquello que nos hace sentir la huella de algo espiritual, pero no podemos determinar de qué se trata. ¿No piensa usted igual?

—No lo sé, eminencia. No soy un experto. Cuando admiro una obra de arte, me gusta o no me gusta. Sencillamente, no puedo llegar a analizarla de forma tan especializada como usted, eminencia.

El cardenal Lienart decidió cambiar de tema mientras servía en dos copas de cristal un poco de jerez dulce.

—Querido secretario, en muy poco tiempo el destino nos podría volver a llevar a un nuevo cónclave, si el Santo Padre sufre una recaída en sus heridas que le lleva al lado de Dios. No deseo situarme bajo la Sixtina con la desazón de haber dejado varios cabos sueltos. Dios y el Espíritu Santo me tienen, tal vez, reservada una dura tarea para la que estoy preparado, pero, como le digo, querido Mahoney, no puedo dejar nada suelto. Usted debe ser la herramienta para alcanzar mi objetivo. Necesito que deje usted todo atado antes de que los príncipes de la Iglesia entremos en cónclave.

—Eminencia, estamos haciendo todo lo posible para que no haya ningún problema. Los hermanos del Círculo han cumplido su misión para con Dios y algunos incluso han perdido la vida en el empeño. Los hermanos Ferrell y Osmund en Aspen, el hermano Lauretta en El Cairo y ahora el padre Reyes en Tel Aviv...

—Le prohíbo que cite usted a ese traidor del padre Reyes —interrumpió Lienart—. Sus dudas pudieron poner en peligro nuestra misión para proteger a Dios y a Su Santidad. Los hermanos Ferrell, Osmund y Lauretta murieron como mártires, al igual que nuestros padres fundadores. El padre Reyes dudó de su fe y de la obediencia debida a Su Santidad el Papa y a mí como gran maestre del Círculo. No merece ni siquiera ser citado entre los nobles hermanos mártires del Círculo Octogonus.

—Disculpe, eminencia, pero el padre Reyes demostró en muchas ocasiones su lealtad a nuestra causa. Cuando fue convocado nuevamente por el Círculo, yo mismo le aseguré que intercedería por él para que pudiese abandonar la hermandad.

—Me sorprende usted, querido Mahoney. El padre Reyes debía saber que el perdón es la oportunidad de volver a empezar donde se dejó, sin la obligación de retroceder hasta donde todo empezó. Él sabía cuando fue encontrado, cuando juró lealtad al Círculo ante la misma tumba de San Pedro, que se podía entrar, pero no se podía salir. Yo podría haberle perdonado, pero perdonar no es olvidar, es vivir en paz con la ofensa, y en eso, el padre Reyes falló. Tal vez ahora esté en paz con Dios y consigo mismo.

Mahoney permaneció unos segundos en silencio antes de informar al cardenal secretario de Estado sobre lo acontecido en Chicago y Hong Kong. Antes, el propio Lienart le invitó a pasar al gran comedor. En una lustrosa mesa de caoba aparecían cubiertos de plata, fina vajilla de loza de Faenza y servilletas de lino blanco con el escudo del dragón alado bordado, símbolo de la familia Lienart. Dos monjas les esperaban de pie, frente a las sillas, para comenzar a servir el primer plato.

Ambos religiosos comentaron cuestiones sin trascendencia, como el aumento de visitantes a los Museos Vaticanos, hasta que las dos mujeres sirvieron el primer plato y los dejaron a solas. Mahoney contempló en los platos bellamente decorados una exquisita empanada blanca al gusto del papa Julio III y una pequeña porción de polenta con boletus al gusto de Pío X, regada con un
latino bianco
.

—Y bien, querido secretario, ahora que estamos solos, puede usted informarme de lo acontecido con los científicos que osaron desentrañar el libro hereje de Judas.

—Sus órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. Werner Hoffman, experto en papiros, Burt Herman, experto en cristianismo, John Fessner, experto en análisis de radiocarbono, Sabine Hubert, la científica responsable de la restauración y, por último, ese judío llamado Efraim Shemel, el experto en lengua copta, han pasado a mejor vida.

—¿Y la esposa de Delmer Wu?

—El hermano Pontius se ocupó del asunto. Al parecer, hemos recibido una información que asegura que el avión privado de Wu salió del aeropuerto de Hong Kong rumbo a Viena. En el avión volaba la esposa de Wu para ser internada en una clínica de cirugía estética. Eso demostraría que el hermano Pontius hizo su trabajo con precisión quirúrgica —informó Mahoney—. ¿Cree que Delmer Wu estará dispuesto ahora a devolvernos el libro viendo lo que hemos hecho con su esposa?

—Querido Mahoney, la paciencia es la mejor de las virtudes. Cada fracaso, cada golpe nos enseña algo que el hombre necesita aprender. Yo creo que el señor Wu habrá aprendido tras el golpe recibido; si no es así, deberemos volver a golpearle hasta que consigamos que nos entregue el libro. Se pondrá usted en contacto con él y se lo volverá a pedir. Si se niega de nuevo a entregárnoslo, enviaremos al padre Alvarado a esa clínica de Viena en donde se recupera su esposa. Tal vez Wu entre en razón antes de que el hermano Alvarado salga para su destino. De cualquier forma, no dé ninguna pista a Delmer Wu de lo que sabemos sobre el traslado de su esposa a Viena. No queremos llevarnos ninguna sorpresa. ¿No le parece?

—El padre Alvarado está ahora en Venecia. Está recluido orando en la capilla del Casino degli Spiriti. Le informaré de su nueva misión esta misma tarde.

—No envíe todavía al hermano Alvarado a Viena. Primero pida el libro a Wu, y si continúa negándose, entonces dígale al hermano Al-varado que se prepare.

La conversación quedó nuevamente interrumpida por la entrada de las dos camareras en el comedor para retirar los primeros platos y servir el principal: pato silvestre al apio tierno.

—¿Sabe usted que este mismo plato fue servido en la coronación del papa Honorio III en el año de Nuestro Señor de 1216? Aquélla sí que fue una buena elección. Los cardenales de entonces decidieron delegar su voto en tan sólo dos cardenales. Curiosamente, eligieron a Cencío Savelli, un anciano enfermizo, obispo de Albano, que creían que no duraría mucho en el Trono de Pedro. Pero se equivocaron. El bueno de Honorio duró cerca de una década. Tal vez uno de sus milagros fuese este pato silvestre al apio tierno —explicó Lienart.

—Es exquisito.

—Dígame, querido secretario, ¿qué ha sido de la joven Brooks, la antigua propietaria del libro hereje?

—Se nos ha informado de que, tras dejar el libro de Judas en manos de Renard Aguilar, se reunió con un misterioso griego llamado Vasilis Kalamatiano...

—Le conozco. Es un pirata. El Vaticano le ha contratado en alguna ocasión para buscar reliquias que nos habían robado. Recuerdo que el comisario Biletti, de la Gendarmería Vaticana, se reunió con él varias veces. Tendrá que pedir a Biletti que me pase un informe de ese griego. ¿Y qué deseaba esa joven de Kalamatiano?

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