El laberinto de agua (46 page)

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Authors: Eric Frattini

Al llegar al rellano, oyó el sonido del agua cayendo en la ducha, y lentamente comenzó a acercarse a la puerta de donde procedía el sonido. Al entrar en el baño se vio envuelto en una gran nube de vaho.

El asesino del Octogonus observó una figura que se movía al otro lado de la cortina. Con un rápido movimiento la corrió, dejando al descubierto una camisa que se agitaba por el golpeteo del agua.

Justo en ese momento, Herman, casi desnudo, entró como una tromba en el baño atacando por la espalda a Pontius. Los dos hombres cayeron sobre el lavabo, que se vino abajo por el peso de ambos. Estaba claro que Burt Herman, a pesar de sus años y sus kilos de más, no había olvidado su instrucción en los marines y estaba dispuesto a presentar batalla a aquel individuo.

Pontius se lanzó contra él para intentar rodear su cuello con el cable, con escaso éxito. El experto en religión sabía que si lo conseguía podía darse por muerto.

En la segunda acometida, Herman perdió pie debido al suelo resbaladizo y quedó tumbado boca abajo, momento que aprovechó el padre Pontius para sentarse sobre su espalda y rodearle el cuello con el alambre.

Burt Herman luchaba con su atacante tratando de que entrara un poco de aire en sus pulmones. En los primeros momentos, las patadas del científico eran bruscas, pero con la presión del alambre fueron haciéndose cada vez más débiles hasta que sus piernas quedaron inmóviles. El cuarto científico implicado en la restauración y traducción del evangelio de Judas estaba muerto.

Antes de abandonar la casa, Pontius pronunció la frase del Círculo Octogonus y arrojó sobre el cuerpo desnudo un octógono de tela. Su siguiente destino sería la lejana Hong Kong y debía prepararse para el largo viaje.

* * *

Ginebra

El mensaje había sido recibido pocos días antes a través de la página cuatro de la edición italiana de
L'Osservatore Romano.
Minutos después de leerlo, el hombre con las manos enguantadas atravesó el elegante vestíbulo de la sede del Bayerische und Vereinsbank. La recepcionista, tras darle la bienvenida, entregó al recién llegado un cuaderno con nueve casillas en blanco. Una vez comprobada su identidad, un funcionario del banco lo acompañó hasta la cámara principal de cajas de seguridad, situada a varios metros bajo el suelo, extrajo la caja metálica 361, la trasladó al pequeño habitáculo y cerró la puerta tras de sí.

En el interior de la caja de seguridad había dos sobres lacrados con un texto escrito a mano: «Para el Arcángel». Tras romper el sello de lacre rojo del primer sobre, el hombre extrajo una fotografía de un hombre que reconoció fácilmente. Giró la foto, un texto indicaba: «Delmer Wu. Objetivo en Hong Kong».

Después de romper el sello del segundo sobre, el Arcángel extrajo la fotografía de un hombre de tez morena con alzacuellos. Al darle la vuelta, aparecía escrito: «Padre Carlos Reyes. Objetivo en Tel Aviv, Israel».

Tras estudiar durante varios minutos los dos rostros, el Arcángel extrajo de su bolsillo un encendedor y prendió fuego a las dos fotografías. Cuando éstas se consumieron sobre el cenicero, volvió a la superficie y abandonó el banco.

* * *

Tel Aviv

Una semana después, el enviado del Círculo Octogonus aterrizaba en el aeropuerto Ben Gurion de la capital israelí.

—¿Motivo de la visita? —preguntó el agente de inmigración.

—Vengo a peregrinar a los Santos Lugares y a visitar a mi congregación en Jerusalén —respondió el padre Reyes.

—Bienvenido a Israel —dijo el agente estampando un visado en el pasaporte del asesino del Círculo Octogonus.

Tras alcanzar la calle a través de un estrecho pasillo en donde se arremolinaban familiares y amigos de recién llegados, el padre Reyes cogió un taxi en la misma puerta de la terminal.

—¿Adónde le llevo? —preguntó el conductor.

—A Jaffa. Voy a Yafo Street, a la residencia de los padres franciscanos.

—Vamos allá —anunció el taxista, poniendo rumbo al centro de la ciudad.

En la soledad de su celda, el padre Reyes debía aprenderse el plan de memoria, ya que no iba a tener dos oportunidades para localizar y ejecutar al objetivo. Al parecer, después de la muerte de Sabine Hubert y Werner Hoffman, la policía de Israel, por indicación de la Staat Polizei de Berna, había puesto a Efraim Shemel bajo escolta.

Un informe entregado por monseñor Mahoney indicaba que Shemel, el experto en lengua copta de la Universidad de Tel Aviv, solía almorzar en un pequeño restaurante en el centro comercial Dizengoff Center. Después regresaba andando hasta su despacho en las cercanas oficinas de la universidad. Según el mismo informe, después de acabar con el objetivo, el asesino debía soltar el arma y dirigirse caminando sin prisa al aparcamiento situado en la zona sur de las dos torres residenciales que conformaban el centro comercial. Una vez allí, debía esperar a ser evacuado por un hermano del Octogonus.

Durante los días siguientes, el padre Reyes vigiló el lugar haciéndose pasar por turista. Comió incluso en el mismo restaurante que Shemel. Habló con los camareros para hacerse conocido y no levantar sospechas, estudió los accesos al local y las salidas de emergencia, los baños, el único lugar posible donde dar el golpe contra el científico, y se aprendió de memoria el recorrido entre el restaurante y los pasillos interiores del centro que daban al aparcamiento a través de dos pasos elevados. Casi podría haberlos recorrido con los ojos vendados. Finalmente, decidió el día para dar el golpe e informó de ello a Mahoney.

A menos de un kilómetro y medio de allí, y cuando aún no había amanecido, el Arcángel se preparaba en una de las habitaciones del Hotel Hilton. Desde la terraza podía admirar la tranquilidad del Mediterráneo mientras bebía una taza de café bien cargado.

Tras ducharse con agua fría, se dispuso a ordenar sobre la cama el equipo que utilizaría esa misma mañana para llevar a cabo el «contrato».

Un mono azul con tres grandes letras en la espalda, IAA, pertenecientes a la Autoridad Israelí de Aeropuertos; una tela de color gris, perfectamente doblada; un pequeño saco de tela con arroz en su interior; dos cartuchos 7,62 x 51 M118 Match; una mira telescópica Zeiss M-Diavari de 1,5.6 x 42; un reductor de sonido y un fusil Accuracy AW 80.

Con la precisión de un cirujano, el Arcángel tomó el arma entre sus manos y colocó la mira Zeiss, anclándola al rifle con unos pequeños tornillos y echando sobre ellos unas gotas de fijación para que no se moviesen.

Tras la operación, lo introdujo en un estuche preparado para portar un anemómetro y un trípode. Si alguien lo descubría sobre la azotea de la torre norte, no sospecharía al verle con un mono de la IAA y un aparato con el que controlar la velocidad del viento. El Arcángel sabía que cada semana los controladores de la autoridad israelí solían recorrer los edificios más altos de Tel Aviv con el fin de medir la velocidad del viento para después incluirlas en una base de datos de la Torre de Control Aéreo del cercano aeropuerto Ben Gurion.

El Accuracy AW 80 era un rifle ligero. Tan sólo pesaba seis kilos y apenas superaba el metro de longitud. No levantaría sospechas en el interior del estuche negro del anemómetro.

El Arcángel se dispuso a vestirse con un ligero jersey de cuello alto negro, unas botas militares del ejército israelí y el mono de la IAA. Después, introdujo el resto de los objetos que tenía sobre la cama en una bolsa negra de nylon. Miró su reloj y calculó el tiempo. No debía coger ni el autobús ni un taxi para llegar a la zona del disparo. Nadie debía relacionarlo con lo que iba a suceder. La zona de disparo se encontraba tan sólo a un kilómetro y medio, así que en pocos minutos podría llegar andando hasta la torre norte del Dizengoff Center.

Aquella mañana, Tel Aviv amaneció cubierto de nubes. El padre Reyes se levantó temprano para visitar la capilla franciscana y poder pedir a Dios por el buen fin de la misión encomendada. Tal y como había hecho desde que llegó, el hermano del Círculo Octogonus tomó en la parada de Yaffa el autobús que le llevaría hasta el mismo centro de la ciudad. Esa mañana se dedicaría a caminar por los alrededores para estudiar el escenario. Estaba nervioso.

Israel era famoso por su seguridad y monseñor Mahoney le había dicho que sin ayuda de otro hermano del Círculo sería casi imposible sortear los controles policiales que se establecerían una vez que llevase a cabo el ataque. Mucho más difícil sería abandonar el país de forma segura. Israel se encontraba en estado de guerra permanente con los países vecinos, por lo que atravesar sus fronteras por tierra era imposible.

Durante la mañana, el padre Reyes se dedicó a vigilar la puerta de acceso exterior del restaurante, mirando su reloj cada minuto. Oficinistas que entraban en el interior de las dos torres y mujeres con bolsas de algunos de los comercios cercanos se mezclaban con jóvenes músicos callejeros o adolescentes vestidos con uniforme militar con un rifle Galil colgado a la espalda.

Escondido detrás de un ejemplar del
Jerusalen Post,
Reyes vigiló la puerta del restaurante hasta que, a las doce del mediodía, vio a Shemel caminando al otro lado de la calle. El científico iba tan sólo escoltado por un policía de paisano que le seguía unos pasos atrás, pero por el bulto provocado por el arma debajo de su chaqueta, el hermano del Octogonus supo que era el guardaespaldas.

El asesino atravesó la calle velozmente para entrar en el restaurante antes que Shemel. Varias mesas rojas estaban aún vacías. Era temprano para el almuerzo. Los israelíes solían comer un poco más tarde.

Reyes se sentó en una mesa mirando hacia la puerta del baño y dando la espalda a la entrada. No deseaba encontrarse directamente con la mirada del escolta.

El camarero, de origen etíope, se acercó a él.

—Hola, ¿otra vez por aquí?

—Sí, me gusta mucho su comida —dijo.

—Bienvenido. ¿Qué desea que le traiga?

—Probaré los
knishes
de patata, sopa de cebolla y brócoli y una botella de agua.

Reyes continuaba escuchando a su espalda la voz de Efraim Shemel hablando en hebreo con su escolta. Al cabo de un minuto, el experto en copto se levantó de la mesa, pidió la comida en la barra y se dirigió hacia los baños, situados al fondo del local.

Shemel casi llegó a rozar a su asesino. Al verle entrar en el baño, el miembro del Octogonus esperó unos segundos para levantarse y seguirle. Nada más entrar, Reyes se topó con Shemel, que se estaba lavando las manos.

En el momento en el que el científico le dio la espalda, Reyes extrajo de su manga una fina daga de misericordia, puso su mano izquierda desde atrás sobre el rostro del científico y con la derecha le introdujo la larga hoja por la nuca. Efraim Shemel no sufrió. Ni siquiera llegó a notar que le apuñalaban.

El padre Reyes pronunció las palabras en latín del Círculo Octogonus, arrojó sobre el cadáver un octógono de tela, metió la daga en el interior de una de las cisternas y abandonó el lugar. Sin perder los nervios, en su huida pasó junto al escolta, que todavía no había notado la ausencia del científico.

El asesino siguió caminando al mismo ritmo, sin prisas, hasta las escaleras mecánicas que daban acceso a la zona sur del complejo. Empujó una gruesa puerta azul con barra de seguridad y salió al exterior. El aparcamiento estaba lleno de vehículos debido a la salida de las oficinas para el almuerzo. Reyes miró a ambos lados por si veía algún vehículo que se acercase hacia él, conducido por un hermano del Octogonus, pero no llegó nadie.

El Arcángel había llegado unos minutos antes a la azotea de la torre norte. Desde la posición en la que se encontraba, nadie podía verle desde las oficinas de la torre sur. Extrajo de la bolsa negra el saco de arroz y la tela ligera de color gris con unas cintas. A continuación, abrió el estuche del anemómetro, sacó el rifle, enroscó el reductor de sonido en la boca de fuego del arma, se sujetó las cintas de la tela gris a las manos y los pies para mimetizarse con el suelo de gravilla del mismo color de la azotea y se colocó en posición de disparo.

Sacó del bolsillo de su mono el cargador, con tan sólo dos cartuchos en su interior, a pesar de que el Accuracy AW 80 tenía capacidad para diez. Una vez realizado el disparo, sabía que debía recoger la vaina expulsada por el rifle para que éste no fuese localizado por la policía. Si encontraban la vaina, encontraban el arma, y si encontraban el arma, lo encontraban a él.

Introdujo el cargador en el arma con un fuerte empujón hasta que notó que la retenida lo aseguraba. Con la mano derecha agarró el cerrojo del rifle y con un movimiento hacia arriba y hacia atrás abrió la recámara. El Arcángel realizó el movimiento contrario para arrastrar el cartucho en el interior de la recámara.

Corría una brisa suave. El tirador apoyó el arma sobre el saco de arroz para evitar movimientos en el momento del disparo. En posición de tendido, ajustó el saco de arroz al terreno. Colocó la mejilla sobre la carrillera y observó atentamente al objetivo a través de la mira: 280,40 metros lo separaban de él. El Arcángel, camuflado bajo la tela, apoyó levemente la primera falange de su dedo índice en el gatillo sin dejar de observar por la mira. El padre Reyes parecía nervioso, no dejaba de mirar a ambos lados del aparcamiento, intentando divisar el vehículo que debía evacuarlo del centro comercial y sin saber que a casi trescientos metros de distancia su cabeza era marcada en la cruz de una mira telescópica.

En ese momento, cuando la visión del objetivo era perfectamente clara, el tirador relajó su ritmo respiratorio y presionó el gatillo, provocando el disparo.

El proyectil salió a una velocidad de ochocientos cincuenta y nueve metros por segundo, impactando justo una pulgada por debajo de la base del cráneo del padre Reyes. La última visión del Arcángel a través de la mira fue la del cuerpo del asesino del Octogonus tirado sobre el pavimento del aparcamiento, con la cabeza destrozada por el proyectil y rodeado por un amplio charco de sangre que iba haciéndose cada vez mayor a su alrededor.

Tras el disparo, el tirador tiró del cerrojo del arma para expulsar la vaina, la recogió del suelo y la guardó en el bolsillo del mono. A continuación, se libró de la tela gris, la dobló y la metió en la bolsa negra junto al saco de arroz. Seguidamente, desenroscó el reductor de sonido y volvió a guardar el arma en el estuche del anemómetro. Con absoluta calma, descendió hasta la entrada principal del centro comercial en el ascensor de servicio y salió al exterior.

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