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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (42 page)

El forense del Departamento de Policía de Aspen no consiguió extraer huellas de ninguno de los dos cadáveres. Ambos tenían cicatrices en los dedos, como si hubieran querido arrancarse las yemas. Se pidió colaboración al FBI en Washington para su identificación, sin resultado positivo. Los cadáveres de los padres Demetrius Ferrell y Lazarus Osmund permanecieron en el depósito de cadáveres de Aspen a la espera de que alguien los reclamase.

* * *

Ciudad del Vaticano

Sobre Roma soplaba un viento sahariano que daba al cielo un aspecto de neblina. Aquel viento confirmaba la creencia de los italianos de que ese fenómeno volvía loca a la gente y solía acarrear desgracias. Aun así, miles de personas seguían llegando poco a poco a la plaza de San Pedro, para poder ver de cerca al Sumo Pontífice. Unos cincuenta mil creyentes iban congregándose junto a las vallas de seguridad dejando oír su voz. Ése era el día elegido por el Santo Padre para acercarse a sus fieles. Ese día, un turco llamado Ali Agca destacaría entre todos aquellos visitantes.

A poca distancia de allí se desarrollaba una conversación telefónica.


Fructum pro fructo
—dijo el padre Pontius.


Silentium pro silentio
—respondió Mahoney.

—Le llamo, monseñor, para informarle de que los hermanos Osmund y Ferrell no han llamado para comunicarme mi próxima misión después de Chicago.

—Es extraño. ¿Está seguro de que ninguno de los dos ha telefoneado a la misión de San Jorge?

—Estoy en la misión de San Jorge, en Chicago, desde hace tres días y no he tenido noticias de ellos. Quizá les ha pasado algo y no han podido llevar a cabo la misión encomendada.

—Debemos tranquilizarnos y tener paciencia. El padre Ferrell es un hermano muy disciplinado y tal vez todavía no ha llevado a buen término su misión.

—¿Quiere que viaje a Aspen para saber qué ha ocurrido? —propuso el padre Pontius.

—No. No haga nada de eso. Permanezca en Chicago y cumpla usted con su misión como se le ha ordenado.
Accesorium non ducit, sed sequitur iun principale,
lo accesorio sigue la suerte de lo principal.

El tono de voz de monseñor Mahoney se tornó preocupado. El hermano Ferrell era un soldado muy metódico, como había demostrado en innumerables ocasiones; era el perfecto monje capuchino, entregado a Dios y a la causa del Círculo Octogonus.

—Espere instrucciones mías directamente. Me ocuparé de llamarle a San Jorge para darle las órdenes pertinentes. Mientras tanto, rece a Dios Nuestro Señor por el destino de los hermanos Ferrell y Osmund.

—Bien, monseñor, así lo haré —respondió Pontius justo antes de colgar.

Mahoney no pudo evitar pensar en lo peor. El padre Ferrell era demasiado disciplinado como para dejar de comunicarle el resultado de su misión. El secretario del cardenal Lienart estaba seguro de que algo había salido mal. Era necesario informar a su eminencia el cardenal August Lienart.

Mahoney utilizó el teléfono rojo de su mesa para comunicarse con el Secretario de Estado de la Santa Sede.

—¿Eminencia? Soy monseñor Mahoney.

—Dígame, querido Mahoney. ¿Qué le hace utilizar el teléfono rojo para comunicarse conmigo? —preguntó Lienart.

—Necesito que me reciba cuanto antes. Creo que hemos perdido a dos hermanos en Aspen.

—No hable por teléfono. Venga usted inmediatamente a mi despacho. Haré que sor Ernestina no me pase ninguna llamada ni visita alguna. Preséntese ante mí en diez minutos.

justo diez minutos después, Mahoney tocaba con los nudillos la puerta del despacho del poderoso Lienart. Al otro lado podía oírse la obertura de
Caballería ligera
de Suppé.

—Adelante, adelante. Pase, monseñor Mahoney, y cierre la puerta —ordenó el secretario de Estado sin dejar de observar a los miles de personas que se reunían en el exterior.

Al entrar, Mahoney vio al cardenal Lienart de espaldas a la puerta fumando uno de sus famosos cigarros.

—¿Y bien? ¿Cuál es el problema?

—Eminencia, creo que hemos perdido a dos de nuestros hermanos en la misión de Aspen.

—¿Está comprobado?

—Aún no, pero el hermano Pontius ha llamado desde Chicago para informar que ni Osmund ni Ferrell se han puesto en contacto con él.

—Tal vez aún no han alcanzado su objetivo.

—Lo dudo. El hermano Ferrell tenía previsto llevar a cabo la misión hace unos días y me llamó justo el día antes para informarme de ello. Tal vez debiéramos preguntar a las autoridades para saber si les ha ocurrido algo a nuestros hermanos.

En ese momento Lienart se giró lanzando una mirada de furia a su secretario.

—No. De esa forma podríamos poner a la policía tras nuestro rastro. ¿Es que piensa llamarles para preguntarles si tienen en su depósito a dos miembros de nuestro Círculo? En estos momentos debemos mantener la calma y no cometer ningún error. Podríamos haber perdido a los hermanos Ferrell, Osmund y Lauretta, y no podemos continuar por ese camino. Tal vez tendría que haber dejado el Círculo bajo la dirección del padre Alvarado...

—Pero, eminencia... —balbuceó Mahoney.

—De hombres es equivocarse, de necios persistir en el error. Arregle la situación sin cometer más errores. Si vuelve a fallar, me veré obligado a enviarle a la nunciatura en Nairobi. Quizá le vendría bien alejarse un tiempo de la Santa Sede. A lo mejor tiene usted demasiadas presiones y necesita un descanso —sugirió el cardenal mirando directamente a los ojos de su secretario.

—No, eminencia. Seré capaz de solucionar el problema.

—Lo sé, querido Mahoney, lo sé. Sólo estaba probándole —dijo Lienart, obligando al obispo a levantarse del suelo, en donde permanecía de rodillas y con la cabeza agachada—. Ahora se sentará junto a mí y me informará de la situación en la que nos encontramos.

—Muy bien, eminencia, así lo haré.

Sentados en el sofá junto al ventanal que daba a la plaza de San Pedro, Mahoney comenzó a relatar a Lienart lo sucedido en Berna con los científicos y en Aspen con el abogado de Afdera Brooks.

—¿Qué pasa con el libro hereje? —interrumpió Lienart.

—He hablado con Aguilar y creo que se guarda un as en la manga. Sabemos que ha finalizado la restauración del libro hereje, pero continúa asegurando que aún no ha terminado.

—¿Y usted qué cree, monseñor?

—Creo que va a intentar engañarnos. La joven Brooks ha dejado ya el libro en manos de la Fundación Helsing, en manos de Aguilar, pero éste sigue afirmando que aún no lo tiene en su poder.

—¿Y quién lo tiene?

—Dice que todavía está en poder de los científicos encargados de su restauración y traducción. Aguilar no sabe que tenemos conocimiento de que Hoffman, Hubert y Fessner ya no están entre nosotros.

—¿Han abonado ya los diez millones de dólares por el libro hereje?

—Nuestra fuente en el banco suizo nos ha informado de que han hecho dos transacciones por valor de ocho y dos millones de dólares a diferentes cuentas. Estamos seguros de que Aguilar se ha apropiado de, al menos, dos millones de dólares del dinero entregado por Wu.

—La riqueza no cambia a las personas, querido Mahoney, tan sólo incrementa lo peor que hay en ellas, y en el caso de Aguilar, sucede así. Creo que sería bueno que enviase usted al padre Alvarado para que le haga una visita inesperada. Dígale al hermano Alvarado que use una de sus nobles artes para hacer hablar a Aguilar, pero que quiero que permanezca vivo mientras no nos revele dónde está el libro. Una vez que lo localicen, entonces el hermano Alvarado podrá finalizar su sagrada tarea para con ese traidor de Aguilar.

—¿Qué hacemos una vez que localicemos el libro?

—Deberán entregármelo a mí para su posterior destrucción. Nadie más debe tener ese libro entre sus manos. Quiero que sea destruido y lo quiero ya. Haga todo lo que esté en su mano para llevar a buen término esta labor que le encomiendo.

—¿Qué hacemos si Aguilar entrega el libro a Delmer Wu y éste se niega a dárselo a uno de nuestros enviados?

—Entonces, querido Mahoney, nos veremos obligados a golpear en el nombre de Dios a lo más querido del señor Wu: su esposa Claire, esa bella prostituta oriental que lo acompaña siempre a todas partes.

—¿Debo informarle, eminencia, de los pasos que se darán?

—En estos momentos estoy demasiado ocupado como para preocuparme de este asunto. Necesito que haga usted su trabajo.

—Me han dicho que el Santo Padre está dejando muchos asuntos en manos del cardenal Guevara —aseguró Mahoney.

—Su Santidad tiene otros problemas a los que enfrentarse en estos momentos —dijo Lienart sin dejar de observar atentamente la plaza llena de gente—. El cardenal Guevara se ocupa cada vez más a menudo de asuntos propios de Su Santidad.

—¿No es el cardenal Guevara el hombre del Opus Dei?

—Sí, ese guatemalteco inculto —afirmó Lienart, dando una profunda calada a su habano—. De cualquier forma, debemos estar preparados para lo que pueda ocurrir, y necesito que esté usted controlando lo que suceda con el Círculo. En estos momentos no podemos dejar nada al azar.

—¿Qué significa eso...?

—Significa... —interrumpió el cardenal— que Su Santidad puede ver su final muy cercano. Tal vez fue un error apoyarle en el pasado cónclave, pero eso no volverá a suceder. No volveré a fiarme de un campesino del Este que ha prometido más de lo que ha dado. Si los miembros del colegio cardenalicio celebran un nuevo cónclave, esta vez será para elegir como Sumo Pontífice a un verdadero príncipe de la Iglesia.

—Sería fantástico que fuese usted el elegido —expresó monseñor Mahoney.

—Ah, querido Mahoney, bien puede haber puñalada sin alabanza, mas pocas veces hay alabanza sin puñalada, y aquí, en la Santa Sede, se es más hábil con lo segundo que con lo primero. Mi padre me dio un consejo que siempre he seguido al pie de la letra y que ahora voy a darle yo a usted: cuando alguien te lama las suelas de los zapatos, colócale el pie encima antes de que comience a morderte. Le aseguro que cuando se apague el Santo Padre, muchos de los que ahora lamen mis zapatos comenzarán a morderme para alcanzar algún voto en el próximo cónclave. Cuando se reúnen los aduladores, el demonio sale a comer.

—¿Qué pasaría con el Círculo si fuese usted elegido Sumo Pontífice, eminencia?

—Ten más de lo que muestras y habla menos de lo que sabes, querido Mahoney. Hasta que ese momento llegue, deberemos estar atentos a lo que ocurra a nuestro alrededor, ya que una vez que se confirme la muerte del Santo Padre, comenzarán a producirse los primeros movimientos de algunos príncipes de la Iglesia por hacerse con algún voto antes de entrar en el cónclave. Necesitaré poner todas mis energías y mis pensamientos en ello, así que usted deberá dirigir el destino de nuestro Círculo mientras yo estoy ocupado en otros menesteres.

—¿Tiene usted alguna posibilidad?

—Disfruta del día presente y fíate lo menos posible del mañana. Eso es ley para mí. Debo moverme en el día de hoy. Mañana, quién sabe realmente lo que nos deparará. Ahora, déjeme solo —indicó Lienart, dando una palmada en el hombro a su fiel secretario—, y no olvide lo que le he dicho. Debe usted arreglar el asunto que tenemos pendiente de ese libro hereje. Espero que lo solucione antes del cónclave. No me gustaría estar pensando bajo los frescos de Miguel Ángel en un libro hereje que usted dejó escapar.

—No se preocupe, eminencia. Haré todo lo posible para llevar a buen término la misión que me ha encomendado. A veces pienso, eminencia, que los hermanos Pontius, Alvarado, Cornelius y Reyes no podrán finalizar su misión.

—Lo maravilloso de nuestro Círculo y de sus hermanos es que cada uno de ellos es un fiel y devoto soldado que se hace bendecir e invocar solemnemente a Dios antes de lanzarse a exterminar a su prójimo. ¿No le parece curiosa esta circunstancia, querido Mahoney? Esta circunstancia le debe llevar a pensar de forma optimista y no pesimista, como hace usted siempre.

—Lo sé, eminencia, pero a veces las dudas me invaden.

—Ya sabe lo que dice el refrán, querido secretario: la bondad es simple, mientras que la maldad es múltiple. Consiga el libro y su carrera será cada vez más brillante en el futuro Vaticano. No me defraude.

—No le defraudaré, eminencia —aseguró monseñor Mahoney besando el anillo cardenalicio rodilla en tierra a un Lienart que no apartaba su vista de la plaza.

Pocos minutos antes, un joven alto, con el pelo corto y vestido con camisa blanca y chaqueta gris se mezclaba entre una fila de fieles que se acercaban al control de seguridad de una de las zonas en las que posiblemente se detendría el vehículo papal. Al pasar el control, ninguno de los funcionarios vaticanos reparó en aquel hombre que no dejaba de sonreír mientras mostraba un pase de seguridad de la Santa Sede que le había sido facilitado por un periodista a las órdenes de Lienart. Bajo su chaqueta portaba una Browning 9 mm. Por ser el día de fiesta con que la Iglesia católica celebraba la Aparición de la Virgen, la inmensa plaza de San Pedro, que se extiende ante la famosa basílica, se encontraba llena de gente queriendo ser bendecida por el Papa.

Sobre las cinco de la tarde, el Pontífice salió hacia el palacio Apostólico para celebrar la audiencia general semanal en la plaza.

Ésta comenzó puntualmente. Miles de personas se apiñaban en el círculo formado por la columnata de Bernini: doscientas sesenta y cuatro columnas coronadas por ciento sesenta y dos estatuas de santos.

Un deslumbrante vehículo blanco con los distintivos vaticanos en los laterales salió por la Puerta de Bronce con el Papa a bordo. Le seguían de cerca el jefe de seguridad del Vaticano, dos agentes vestidos con traje azul, dos agentes de la Entidad y, delante de ellos, cuatro miembros del cuerpo de la Guardia Suiza. Un camino artificial de vallas indicaba el recorrido al papamóvil.

A las cinco y dieciocho de la tarde y mientras el Papa sujetaba a una niña, sonó el primer disparo. Con las manos aferradas a la barra del papamóvil, comenzó a tambalearse. La bala que había disparado el títere de Lienart le había perforado el estómago y abierto graves heridas en el intestino delgado, el colon y el intestino grueso. El Santo Padre sabía que estaba herido debido al dolor insoportable que sufría en el estómago; mientras, intentaba con las manos detener la sangre que brotaba a borbotones por el pequeño orificio.

Sólo habían pasado unos segundos cuando sonó la segunda detonación. Esta vez la bala, dirigida a su pecho, le hirió misteriosamente la mano derecha. El conductor miró hacia atrás sin entender lo que había pasado, pero al volverse, su ayudante estaba ya sujetando la cabeza del Papa, que se había derrumbado en el asiento dejando bajo él un gran charco de sangre. Los miembros de su seguridad gritaban con las armas en la mano buscando al tirador, que había sido tragado por la multitud. Agca corrió en dirección al control de seguridad alejándose del lugar con el arma aún en la mano. En ese momento sintió cómo alguien le golpeaba las piernas haciéndolo caer. Era un agente de policía italiano que estaba en la plaza dando un paseo y que fue quien llevó a cabo la detención.

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