Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—Sé con certeza que alguien de su equipo se acercó mucho al documento a través de los relatos de la época de Luis IX de Francia y la séptima cruzada. Sé también que el rey Luis ordenó a varios de sus caballeros proteger mi libro y el texto del tal Eliezer y que dos cruzados, los hermanos Fratens, protegieron el documento por encargo directo del monarca, y estoy segura de que usted tiene más información de la que dice.
—¿Qué conseguiría yo si le ayudase a localizar ese, llamémosle así, supuesto documento, aunque eso no implique que esté de acuerdo con su importancia?
—Si descubriese el documento de Eliezer, estaría dispuesta a cederle su venta, sólo si antes se compromete a permitirme traducirlo y estudiarlo el tiempo necesario —propuso Afdera—. Así usted tendría lo que desea, que es fama, por haber ayudado a localizarlo, y dinero, por ser la persona encargada de venderlo.
—¿Sólo pediría usted poder traducirlo y estudiarlo?
—Sí, así es. Sólo restaurarlo, traducirlo y estudiarlo. Cuando complete su estudio, el documento será todo suyo para poder hacer lo que le plazca con él.
Tras unos momentos de meditación, Kalamatiano miró a Afdera y le dijo:
—De acuerdo. Le informaré de todo lo que descubrió mi equipo hasta perder la pista del documento de Eliezer. Venga, acerquese a la mesa. Le enseñaré algo.
Afdera se levantó del sillón y se dirigió a una gran mesa de madera de caoba brasileña sobre la que se amontonaban decenas de carpetas que Kalamatiano había extraído de un cajón metálico con llave.
Sobre la mesa, el Griego desplegó mapas, diarios con tapas de cuero, fotografías de cuadros y de ilustraciones de antiguos códices, informes de ciudades.
—Mire todo esto. Es lo que recopiló mi equipo durante sus investigaciones en busca del documento de Eliezer. La pista de Luis IX de Francia, de Phillipe y Hugo de Fratens, de las campañas de Luis en Egipto, de los varegos al mando de Phillipe, de Damietta, de San Juan de Acre, de Antioquía y del Pireo. Después de eso, mis investigadores perdieron la pista. Se sabe que uno de los dos hermanos llegó hasta el Pireo tras pasar por Antioquía. —Kalamatiano abrió una caja de seguridad y extrajo de su interior un documento enrollado con una cinta de seda roja—. Aquí hay un documento del siglo XIII, o tal vez XIV, en el que aparecen reseñas de un caballero cruzado acompañado de soldados rubios con barba llegados desde el norte junto a la palabra
que significa Pireo, el puerto de la antigua ciudad de Atenas. Mis investigadores creen que fue uno de los caballeros del rey Luis y esas tropas varegas a los que se refiere el documento.
—¿Dónde consiguió esto?
—No sé si le dijo su abuela que nunca debía hacer esa pregunta a un comerciante de antigüedades.
—¿Por qué no pudieron seguir avanzando entonces en sus investigaciones? —preguntó Afdera.
—Porque llegó un momento en el que los miembros de mi equipo se encontraron con diversas claves que no supieron descifrar. Por ejemplo, descubrieron que algunos varegos llegados con Phillipe o Hugo de Fratens a Antioquía y el Pireo dejaron alguna pista en algún punto sobre el lugar en el que podría encontrarse el documento de Eliezer.
—Posiblemente, si dejaron alguna pista, debía estar escrita o marcada por símbolos rúnicos. Los varegos utilizaron ese sistema de escritura alfabética desde el siglo III al XV ¿Sabe si sus científicos se centraron en esta pista?
—Está claro que si lo hubieran hecho y hubiesen descubierto algo, usted y yo no estaríamos hablando y el documento estaría ahora en mi poder o en poder de algún rico coleccionista al que yo se lo hubiera vendido.
—Me ocuparé ahora de seguir el trabajo de búsqueda desde la última pista que encontró su equipo. ¿Le parece bien?
—Me parece bien, siempre y cuando cumpla usted con su parte del trato. Si encuentra el documento de Eliezer, me lo entregará para que me ocupe de su venta...
—Siempre y cuando me deje antes traducirlo y estudiarlo...
—Estamos de acuerdo. ¿Trato hecho? —propuso Kalamatiano.
—Trato hecho. Ahora somos socios —confirmó Afdera.
Tras cerrar el acuerdo, Kalamatiano se ofreció a enviarle a Venecia, a la Ca' d'Oro, todo el material recogido por Colaiani y Eolande durante sus investigaciones. Desde ese mismo momento comenzaría la cuenta atrás, y Afdera sabía que el griego no iba a apartar sus ojos de ella.
Mientras regresaba en el Rolls-Royce del comerciante a su hotel, recordó que no había revelado nada sobre la leyenda del caballero cruzado muerto en Venecia que portaba en su escudo el emblema de la garra del león, símbolo de la familia Fratens. Tampoco había dicho nada sobre la ciudad que se escondía tras el Laberinto de Agua, y Kalamatiano no lo había preguntado.
Sin duda, prefería esperar para conocer las verdaderas intenciones del Griego. Estaba claro que el comerciante la necesitaba a ella y su traducción del evangelio, y ella misma le necesitaba a él y los informes recogidos por Eolande y Colaiani.
Estaba segura de que Kalamatiano ya estaba informado de su encuentro con Colaiani en la Universidad de Florencia, pero él no iba a revelárselo a ella, ni ella tampoco a él.
Lo que sí había aprendido de su abuela era a saber esconderse siempre un as en la manga, o dos, o tres...
Cuando entró por la puerta del hotel, el jefe de recepción la detuvo.
—¿Señorita Brooks?
—Tenemos un mensaje urgente para usted del inspector Grüber, de la Staat Polizei. Lleva llamándola todo el día.
—He estado en una reunión. ¿Qué ha pasado?
—Ha dejado dicho que, por favor, le llame usted con suma urgencia —dijo el recepcionista, pasando a Afdera un papel con un número de teléfono.
La joven echó un vistazo a su alrededor y descubrió junto al restaurante varias cabinas telefónicas. Entró en una y marcó los números que aparecían en el papel que le había entregado el recepcionista.
—Grüber, dígame.
—¿Inspector? Soy Afdera Brooks. ¿Cómo sabía en qué hotel estaría?
—Los extranjeros tienen la obligación de rellenar un formulario para la policía. Así supe en qué hotel estaba usted —confirmó el policía—. ¿Dónde se ha metido? Llevo intentando localizarla todo el día...
—¿Qué ha pasado?
—Su amiga Sabine Hubert...
—¿Qué le ha pasado a Sabine?
—Alguien la mató ayer por la noche.
Una sensación de pánico recorrió el cuerpo de Afdera, que apoyó la cabeza contra la pared de la estrecha cabina, tratando de reponerse de la noticia.
—No puede ser, no puede ser... —se repetía una vez tras otra—. Anoche estuve en su casa cenando con ella. ¿Cómo pudieron haberla matado si estaba bajo su protección?
—Según el forense, a su amiga la envenenaron con alguna sustancia que aún no hemos podido identificar. Según parece, alguien le suministró un potente veneno neurotóxico, pero como le he dicho, el forense todavía no ha sido capaz de identificarlo.
—¿Cómo ha podido suceder? Estuve con ella y estaba bien... —balbuceó nuevamente.
—Al parecer, el veneno estaba en un tarro de crema. Ella misma se lo suministró al ponerse por la noche la crema en la cara. El neurotóxico actuó vía cutánea.
—¿Y John Fessner?
—No conseguimos localizarle, pero sabemos que cogió el avión de Air Canada esta misma mañana desde el aeropuerto de Ginebra.
—¿Cómo está tan seguro?
—Porque llamamos a la policía de fronteras que protege el aeropuerto y nos pasaron por fax una copia de su tarjeta de embarque de esta misma mañana. De todas formas, hemos enviado una notificación a las autoridades canadienses para que comprueben la identidad del pasajero y lo pongan bajo protección.
—¿Y Burt y Efraim?
—Hemos puesto escolta al señor Herman en Ginebra hasta la salida de su vuelo a Chicago. En Estados Unidos será protegido por el Departamento de Policía de Chicago, una vez que pise suelo estadounidense estará bajo su responsabilidad. El señor Shemel ha rechazado nuestra protección. Al parecer mantiene estrechos vínculos con los servicios secretos de su país, el Mossad. Esta misma mañana se han presentado en Berna dos agentes de la Embajada de Israel en Ginebra. Uno de ellos se identificó como agente del Mossad. Se han hecho cargo de la seguridad de Shemel hasta que éste llegue a Tel Aviv. Una vez allí, quedará bajo protección del Shin Bet, el servicio de seguridad interior de Israel.
—¿Por qué han matado a Sabine? No hizo mal a nadie. Amaba su trabajo y se dedicaba a él en cuerpo y alma.
—Posiblemente alguien la asesinó por ese amor a su trabajo, por haber estado trabajando en su libro de Judas. Tal vez esa gente del octógono de la que usted me habló en comisaría.
—¿Encontraron sus hombres algún octógono de tela en casa de Sabine?
—No, y le aseguro que mis hombres no han dejado de buscarlo por todas partes. Su asesino no dejó ninguna pista de ese tipo. Puede -que alguien tuviese una disputa con ella. Estamos investigando todas las posibilidades, incluidas las que nos llevan al mundo gay...
—¿Está diciendo que alguien pudo envenenarla por ser lesbiana?
—No, pero debemos contemplar cualquier posibilidad. No podemos descartar nada, aunque lo más probable es que su asesinato esté relacionado con el libro de Judas. El método utilizado para matar a la señora Hubert y el mismo veneno demuestran que el asesino era un especialista.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Colocarla a usted bajo vigilancia y escolta hasta que salga de nuestro país.
—¿Cree que el asesino intentará llegar hasta mí?
—Puede que en este momento no, pero no lo descarte en el futuro, cuando usted ya no tenga el libro en su poder. Será entonces cuando deberá protegerse de esos tipos del octógono. Si han alcanzado a la señora Hubert, puede que usted no esté a salvo. Ahora lo único que le pido es que se quede en el hotel. Hay una patrulla en la misma puerta por si quiere usted salir. La llevarán a donde quiera. No salga bajo ningún concepto sin informarles, ¿me ha entendido?
—Le he entendido, inspector —dijo Afdera justo antes de colgar el aparato.
Afdera no pudo contener el llanto al pensar en Sabine Hubert. Había devuelto el evangelio de Judas a la vida y, tal vez por ello, había dado la suya a cambio.
Aspen, Colorado
La ciudad estadounidense de Aspen se levanta sobre una antigua ciudad minera que creció en 1879 durante la fiebre de la plata desatada a lo largo del río Colorado. Se encuentra rodeada de altas y escarpadas montañas: al norte, por la montaña Roja; al este, por la de los Contrabandistas y, al sur, por el monte Aspen. Pasó de ser un centro espiritual de mil cien habitantes en los años sesenta a convertirse en una ciudad de cinco mil dos décadas después.
Aquel lugar apartado que atrajo a gentes como John Denver o Hunter S. Thompson se transformó en uno de los parajes más exclusivos de esquí para millonarios y jovencitas esculturales en busca de marido. Actores como Michael Douglas, Don Johnson, Jack Nicholson y millonarios como Harold Ross, fundador del
The New Yorker,
algún príncipe saudí y los Brooks, los abuelos de Afdera y Assal, adquirieron mansiones formidables en la zona.
Para Sampson Hamilton, la nieve no era un inconveniente, al fin y al cabo se había educado en Suiza y Austria, países que permanecían con nieve durante más de ocho meses al año. En el pequeño aeropuerto Sardy Field, a cinco kilómetros al norte de la ciudad, el abogado alquiló un todoterreno con tracción en las cuatro ruedas.
La carretera desde el aeropuerto a la ciudad era bastante escarpada y rodeada de amplios y limpios paisajes. Aquello le recordaba a ciertos parajes de Suiza. Un amplio cartel con la leyenda
Bienvenido a Aspen
indicó a Sampson que se acercaba al centro urbano. Las máquinas quitanieves habían hecho bien su trabajo.
Desde su despacho de Ginebra, había hecho una reserva en el Hotel Little Nell, en el 675 de East Durant Avenue. Al entrar en Aspen, Sampson divisó un vehículo policial con un agente que intentaba regular el tráfico.
—Oficial, ¿podría decirme cómo llegar hasta el Hotel Little Nell?
—Sí, señor. Siga usted por la calle principal hasta llegar a South Hunter. Allí gire a la derecha y al final de la calle encontrará el hotel —le indicó el oficial.
Minutos después, el todoterreno llegaba al establecimiento. Por el nombre, el abogado pensó en los típicos refugios alpinos con escasas comodidades, pero el Little Nell era todo un hotel de lujo, con un buen bar inglés en la planta baja.
Al llegar a su habitación, Sampson cogió el teléfono y marcó el número del Departamento de Policía de Aspen.
—Departamento de Policía, ¿dígame? —dijo la telefonista.
—Quisiera hablar con el detective Winkerton. Dígale que soy Sampson Hamilton. Le llamé desde Suiza hace una semana.
—Espere un momento, por favor.
La música ambiental quedó interrumpida por la voz del detective.
—Soy el detective Winkerton, ¿con quién hablo?
—No sé si se acuerda de mí. Soy Sampson Hamilton, abogado de la familia Brooks. Le llamé desde Ginebra, en Suiza...
—Sí, ya sé dónde está Ginebra. ¿Qué desea de mí?
—Me interesaba recabar información sobre un accidente sucedido hace ya bastantes años aquí, en Aspen. Me gustaría que nos viésemos en la comisaría y así se lo puedo explicar. De todas formas, querría saber si guardan ustedes los informes de accidentes de esa época.