Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
Subió con Rosa dos pisos hasta la balconada desde la que se divisaba el Gran Canal, con los
vaporetti
navegando de un lado a otro, cargados de turistas rumbo a San Marcos.
Mientras leía las noticias que llegaban desde el Vaticano sobre la salud del Sumo Pontífice, pudo oír a su espalda los pasos de Afdera bajando las escaleras rápidamente.
—Hola, bandido —saludó Afdera, lanzándose en sus brazos.
—Yo también te quiero —respondió Max, riendo.
—¿Cuándo has llegado?
—Esta madrugada, pero estaba tan agotado que decidí darme una ducha y meterme en la cama. Cuéntame, ¿qué tal estás?
—Muy bien..., pero que muy bien. Ya me ves —dijo Afdera, abriéndose la bata y mostrando su cuerpo a través de un camisón casi transparente.
—Anda, ven, siéntate aquí y no me tortures más.
Durante horas, Afdera relató a Max su reunión en Noruega con la profesora Strømnes, su encuentro con Kalamatiano y las pistas encontradas en el león del Arsenale que la habían llevado hasta el trono de Pedro en la isla de San Pietro di Castello.
—¡Quiero ir esta misma noche! —exclamó Afdera—. No quiero esperar más.
—¿Por qué no lo hacemos como es debido y pedimos permisos al Patriarcado de Venecia? Estoy seguro de que para una investigación así nos los concederían.
—¿Estás loco? Hay un grupo que está matando a todos los que han estado en contacto con el libro de Judas. ¿Y si fuera un grupo dirigido desde el propio Vaticano?
—Eso no podemos saberlo. El patriarca, el cardenal Hans Mühler, es muy amigo de mi tío y estoy seguro de que aceptaría de buen grado darnos los permisos para entrar en la basílica.
—No quiero arriesgarme. ¿Podrías asegurarme que ese grupo de asesinos del octógono no son enviados desde el Vaticano? Si me lo aseguras, estoy dispuesta a acompañarte al Patriarcado y pedir los permisos. Si no me lo aseguras ahora mismo, lo haré a mi manera, tanto si me ayudas como si no.
—Está bien. Hagámoslo a tu manera —sentenció Max.
—Esta noche a las nueve nos veremos aquí, en la Ca' d'Oro, e iremos juntos hasta la isla de San Pietro. Antes de ir, podemos cenar algo en Alla Vedova.
—¿Y Colaiani?
—Es mejor que se quede aquí, esperándonos. Lo más seguro es que sea una carga y contigo tengo suficiente.
—De acuerdo, nos vemos a las nueve —respondió Max, levantándose para dirigirse hacia la salida.
—¿Quieres que le diga a Rosa que te acompañe?
—No hace falta. Conozco la salida —afirmó Max mientras besaba a Afdera en la frente.
La noche cayó sobre la ciudad de los canales. Max había llegado ya al restaurante y estaba apoyado en la barra hablando con Mirella Doni, la propietaria.
—¿Es que piensas quitármelo? —dijo Afdera nada más entrar.
—Me gustaría, pero no podría hacerle caso con la cantidad de trabajo que tenemos en el restaurante —respondió Mirella, tras dar un largo sorbo a una copa de vino blanco.
Max reparó en el bolso en bandolera de color verde que llevaba Afdera.
—¿Llevas ahí la pistola y la ganzúa?
—He cogido dos linternas, un cuaderno de papel cebolla, lápices le punta blanda, una Polaroid con flash y dos botellas de agua. Espero que tú traigas las metralletas —dijo Afdera.
—Traigo un crucifijo para que nos proteja. Ya me imagino esposado por la policía y teniendo que llamar a mi tío para que pague la fianza por colarme en una iglesia cerrada por restauración.
—Está bien que lleves el crucifijo, así podrás golpear a cualquiera que nos ataque.
—No seas irreverente.
—Perdona, era una broma.
Al salir del restaurante, las calles estaban casi desiertas, sólo había algún turista ocasional.
Afdera y Max caminaron por las estrechas calles, atravesando puentes y canales, en dirección a la plaza de San Marcos. Antes de entrar en los soportales de la histórica plaza, Max se detuvo al oír los pasos de alguien que les seguía. De repente, se giró, pero el sonido de los pasos también se detuvo.
—Puede que sean turistas —sugirió Afdera.
—Puede ser, pero debemos ir con cuidado.
Tras atravesar la plaza, continuaron por la Riva degli Schiavoni, la Riva de San Biagio y la Via Giuseppe Garibaldi hasta alcanzar el puente de Quintavalle, que une San Pietro con Venecia. La isla, antaño ocupada por una fortaleza, fue uno de los primeros asentamientos venecianos.
Desde el puente de madera se contemplaban a ambos lados las viejas atarazanas, con innumerables embarcaciones amarradas a la orilla. Tan sólo unas pequeñas bombillas iluminaban la explanada y el torcido campanario presentaba un aspecto fantasmagórico. A su lado se levantaba la iglesia. Su origen se remontaba al siglo VII y había sido la catedral de la ciudad hasta que en 1807 San Marcos ocupó su lugar.
La basílica de San Pietro estaba cubierta de andamios y enormes lonas a lo largo su fachada. Max comprobó la puerta principal.
—Está cerrada —informó—. Tendremos que rodear la iglesia para encontrar una entrada. Déjame una linterna.
—De acuerdo, te sigo —dijo Afdera mientras intentaba oír entre los sonidos de las embarcaciones golpeando contra el muelle a causa de la marea.
Caminaron a través de los arbustos que rodeaban el edificio y Max encontró una pequeña puerta en la zona norte. Un candado sujetaba una gruesa cadena que rodeaba el cerrojo. Afdera extrajo de su bolsa una ganzúa y la introdujo en el candado. En pocos segundos, éste saltó y la cadena cayó al suelo.
—Recuérdame que no te lleve nunca al Vaticano conmigo —susurró Max.
El interior estaba en penumbras. Sólo la luz de una bombilla iluminaba la iglesia.
—¿Sabes que en la Primera Guerra Mundial cayó una bomba dentro que destrozó la cúpula?
—Prefiero que me cuentes cuándo vamos a salir de aquí. No me gustaría estar todavía aquí encerrado cuando lleguen los obreros —respondió Max mientras con el haz de luz de su linterna intentaba encontrar el famoso trono de San Pedro.
—Ahí está, Max —señaló Afdera—. Ésa debe de ser la silla.
Max levantó la linterna e iluminó el cuadro pintado por Marco Basalto en el siglo XV en el que aparecía San Pedro sentado en el trono de piedra rodeado por cuatro santos: Nicolás, Andrés, Jacobo y Antonio. Justo a los pies del cuadro se encontraba la silla sagrada rodeada de un cordón rojo. Debido a las labores de restauración, el trono estaba cubierto de plásticos.
Afdera sacó una navaja multiusos y se dispuso a cortar el plástico protector para dejar la silla al aire.
—Mira, en un lado tiene una especie de cavidad —advirtió Max—. Tal vez en el interior haya algo escondido.
—¿Puedes extraer la piedra?
—Necesitaría una palanca, pero si tiro de ella, podría romper el trono.
—Espera —dijo Afdera, sujetando a Max por el brazo—. La frase decía:
Encuentra la estrella que ilumina el trono de la iglesia y te llevará hasta la tumba del verdadero.
La estrella que ilumina el trono de la iglesia...
—¿A qué puede referirse?
—Mira el respaldo del trono. Aquí tienes la estrella que ilumina el trono de la iglesia —señaló Afdera mirando con atención el respaldo de la silla.
—Estaba ante nuestros ojos y no lo veíamos.
—Así es. Max, pásame el cuaderno de papel cebolla. Quiero calcar las inscripciones del respaldo para estudiarlas con Colaiani. Tal vez nos proporcionen alguna nueva pista.
Afdera colocó cuidadosamente el papel sobre el respaldo y calcó las inscripciones árabes.
—¿Crees que el respaldo puede ser de la época? —preguntó Max.
—Estoy segura. Parece la típica estela funeraria de estilo arábigo-musulmán del siglo XIII. Lo más seguro es que los cruzados que acompañaron a Phillipe de Fratens dejaran la pista al descubierto. Si caía en manos de los infieles, nada como introducir una clave en una estela funeraria musulmana a la vista de todos. Eran más inteligentes de lo que pensábamos.
—¿Qué pueden significar esas inscripciones?
—No lo sé, Max, pero Colaiani tal vez lo sepa o conozca a alguien que pueda decírnoslo. En cuanto acabe, nos largamos de aquí pitando, pero antes déjame que haga unas fotografías con la Polaroid para tener una imagen más clara de las inscripciones.
Mientras Afdera se dedicaba a disparar su cámara con flash, una y otra vez, Max escuchó un ruido cerca de la puerta por donde habían accedido al interior.
—¡Date prisa, maldita sea!
—¡Caray, pensé que los curas jamás maldecíais! —dijo Afdera entre risas, recogiendo todo el material y guardándolo en el bolso.
—Sólo maldecimos cuando alguien nos mete en una iglesia cerrada con candados.
Cuando Afdera se disponía a franquear la pequeña puerta de madera, unas poderosas manos la agarraron por los hombros y la arrojaron contra un contenedor de escombros. De repente, notó un fuerte golpe en la cabeza y perdió el conocimiento. Antes de perderlo definitivamente, pudo ver cómo Max luchaba contra un hombre de gran tamaño que se movía con dificultad ante la agilidad de su oponente. Después, nada, la oscuridad.
Horas después, el fuerte dolor de cabeza le hizo lanzar un gemido.
—¿Dónde estoy?
—Has resucitado otra vez.
La joven reconoció enseguida la voz de su hermana Assal.
—¿Dónde está Max?
—Estoy aquí. No te preocupes. Ese tipo no ha llegado a matarme, pero por poco.
—¿Qué ha pasado?
—Cuando salíamos de la iglesia, nos atacó un tipo que tenía la fuerza de mil demonios —dijo Max, santiguándose—. Te empujó tan violentamente que te diste con la cabeza en un contenedor de escombros. Al quedar tú fuera de combate, el tipo puso su mirada en mí y se lanzó al ataque. Luchamos, me golpeó con una mano que parecía una maza de hierro, pero tuve suerte. En plena oscuridad conseguí alcanzar un palo y le pegué con tanta fuerza que pensé que le dejaría desorientado durante un tiempo, pero cuando fui a ver cómo estabas, el tipo volvió a atacarme con la cabeza sangrando. Esta vez le golpeé con una piedra en la cara. Eso fue suficiente para dejarle fuera de combate durante un tiempo para poder huir.
—¿Lo mataste? —preguntó Assal, sorprendida.
—La verdad es que no me preocupé de ver si tenía pulso. Preferí ocuparme de tu hermana y salir de allí cuanto antes.
—Debemos estar atentos a las noticias. Si la radio no dice nada, es que ese individuo está vivo —dijo Sam.
—Tal vez fuese un tipo de ésos del octógono que nos está siguiendo.
—Puede que tengas razón, Afdera. Desde que salimos del restaurante tuve la sensación de que alguien nos seguía, pero no acerté a ver a nadie. Debería haber adoptado mayores precauciones, y mucho más estando contigo.
—No te preocupes, Max. Estoy bien, aunque con un fuerte dolor de cabeza que se me pasará pronto. Ahora, tenemos que intentar saber qué significan las inscripciones en árabe que hemos copiado del respaldo del trono. Llama a Leonardo Colaiani y dile que necesitamos que venga a la Ca' d'Oro. Es mejor que le contemos lo que ha pasado. Tal vez él esté en peligro, al igual que nosotros.
—Le llamaré yo mañana —intervino Sam—. Estoy de acuerdo con Afdera en que es mejor que nos concentremos todos en un mismo lugar, aquí en la Ca' d'Oro, así esos tipos no podrán atacarnos a ninguno. Pero ahora es mejor que intentemos dormir un poco. Ya es muy tarde y ha sido un día muy duro.
—De acuerdo —dijo Afdera—. Rosa, prepara una habitación para Max. Esta noche se queda con nosotros.
—Muy bien, señorita. Prepararé la habitación de invitados.
—Te acompañaré a tu habitación, Max.
—Muy bien, adelante —dijo mientras ascendían por las escaleras hasta la segunda planta del palacio.
Cuando llegaron a la puerta, Rosa salía ya con unas toallas en la mano.
—Le he puesto toallas limpias en su baño, señorito Max.
—Muchas gracias, Rosa. Buenas noches —dijo antes de cerrar la puerta.
—Abriré la ventana para que se airee un poco la habitación. Mi hermana y yo llevamos demasiado tiempo sin recibir invitados —dijo Afdera.
Cuando se giró hacia Max vio que tenía un hilillo de sangre seca detrás de la oreja.
—Estás herido.
—No es nada. Ese tipo me golpeó con algo duro en la cabeza —respondió mientras se tocaba la zona de la herida.
—Déjame que te lo limpie. Quítate la camisa. La tienes manchada de sangre. Rosa te la lavará mañana para que la tengas limpia —ordenó Afdera mientras entraba en el baño y regresaba con una palangana con agua caliente y una toalla limpia.
La joven comenzó a lavar la herida, acercando su cuerpo cada vez más a la espalda de Max. Éste sintió el pecho de Afdera apoyado en su espalda y cómo se aceleraba la respiración de la joven.
—Déjame que te mire también la frente. Tienes una pequeña brecha sobre la ceja.
En ese instante las manos de Max comenzaron a recorrer su cuerpo, desde las piernas hasta las nalgas. Afdera acercó sus labios a los de Max y empezaron a besarse apasionadamente.
—Te amo, te amo, te amo, Afdera —alcanzó a decir Max. De pronto se alejó bruscamente de ella, se vistió y abandonó la habitación. Afdera podía haberlo retenido con una sola palabra, pero prefirió no hacerlo. Quizá al rescatarla de las garras de aquel tipo en la iglesia de San Pietro se había olvidado momentáneamente de su condición sacerdotal y por eso había estado a punto de entregarse a ella.
A la mañana siguiente Afdera se levantó con un fuerte dolor de cabeza, pero con suficientes ganas y ánimo como para seguir trabajando en la traducción de la inscripción que aparecía en la estela funeraria.
Cuando bajó a la terraza ya estaban desayunando Assal, Sam y Colaiani.
—Buenos días a todos —saludó.
—Buenos días, hermanita. ¿Cómo te encuentras?
—Como si anoche me hubiera bebido treinta martinis. Tengo la cabeza que me va a explotar.
—¿Cuándo quiere que nos pongamos a trabajar con la inscripción en árabe? —preguntó el medievalista—. Conozco a un tipo en Venecia, Stefano Pisani, un historiador que trabaja en el Museo Naval, capaz de traducir ese texto.
—De acuerdo. Llámelo mientras me tomo un café bien cargado, seis aspirinas, me doy una ducha y me visto. Necesitamos saber cuanto antes qué dice esa inscripción si queremos encontrar alguna pista nueva de la carta de Eliezer. Bajaré en unos minutos —dijo Afdera dirigiéndose a las escaleras para subirlas rápidamente.