El laberinto de agua (58 page)

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Authors: Eric Frattini

—Pues sigo sin entender absolutamente nada —reconoció Afdera.

—Es muy sencillo. Los árabes no marcaban sus coordenadas de situación como lo hacemos hoy, a través de puntos terrestres, sino a través de puntos estelares. Cuando ayer me llamó Ylan y me habló de la frase
donde yace el caballero del león, el sagrado, allí donde se alza la estrella, allí en la ciudad aún santa,
la estrella se refiere a la constelación de Bootes o del Pastor. Primero, metí en el ordenador del observatorio los datos y las fechas aproximadas en las que se supone que fue enterrado su caballero. Jugué con ventaja, porque Ylan me dijo que tenían ustedes localizada la ciudad en donde se encuentra la tumba: Acre. En cuestión de minutos comenzaron a aparecer posiciones de estrellas y, a partir de ahí, se puede establecer la posible ubicación de la tumba, siempre y cuando nadie nos haya jugado una mala pasada.

—¿Qué es la constelación de Bootes? —preguntó Colaiani, interrumpiendo la explicación del astrónomo.

—Primero unimos las estrellas y Boo, p Boo y a Boo con una línea recta. Después hacemos lo mismo con las estrellas e Boo, o Boo y nuevamente la estrella p Boo. Después unimos las dos líneas rectas y en el centro de esas dos líneas rectas aparece la ciudad de Acre, o San Juan de Acre, como era conocida durante la época de las cruzadas. Bootes, o el Pastor, es una de las ochenta y ocho constelaciones modernas y era una de las cuarenta y ocho constelaciones listadas por el gran Ptolomeo. El Pastor representa una figura humana de gran tamaño, mirando hacia la Osa Mayor.

—¿Quiere decir que la marca de la tumba no estaba señalada por ninguna medida terrestre, sino estelar?

—Créame, los árabes eran mucho más avanzados que los occidentales. Mientras en Europa moríamos a causa de la peste y las hogueras de la Inquisición, en zonas como Irak se establecía una Casa de la Sabiduría para que los científicos pudiesen investigar tranquilamente.

—Pero Luis IX de Francia no disponía de ningún cartógrafo árabe o, si lo tuvo, no quedó constancia de esa supuesta relación —aseguró Colaiani.

—¿Cómo está tan seguro? —replicó Mizrahi—. A muchos grandes señores de la época les gustaba estudiar los libros escritos por matemáticos, cartógrafos o astrónomos árabes. Por ejemplo, la brújula, aunque inventada por los chinos, es mencionada por primera vez por los árabes en 1220. Probablemente fueron ellos quienes la introdujeron en Europa. Durante el estancamiento geográfico medieval europeo, fueron los navegantes árabes quienes realizaron y utilizaron cartas geográficas de gran exactitud. Después de un largo periodo de silencio se inició un movimiento de recuperación de los clásicos griegos por parte de los árabes en los siglos VIII y IX. A partir de esta última fecha, el mundo islámico produce su propia cartografía. Estos avances cartográficos llegan principalmente a Europa gracias a los intercambios comerciales que se mantienen con los árabes, relaciones que se hicieron más fluidas durante el siglo XIII, provocando un mayor conocimiento por parte de los occidentales del mundo oriental. Piense, profesor, que en 1154, Al-Idrisi, usando como principal fuente el trabajo de Ptolomeo, realizó un mapa del mundo bastante exacto, y estamos hablando del siglo XII.

—Lo que no entiendo es cómo podemos saber la situación exacta de la tumba —intervino Max.

—Como les he dicho, unimos las dos líneas rectas marcadas por las diferentes estrellas de la constelación del Pastor. Y desde la unión de las dos líneas marcamos una línea recta vertical hacia la Tierra. Los árabes tomaban como punto de referencia el minarete de una mezquita, y eso es lo que tiene que descubrir. Según el ordenador del observatorio, ese punto debe encontrarse cerca del Jan el-Shawarda —aseguró Mizrahi, arrancando una gran hoja de papel continuo de la impresora.

—En Acre se conservan actualmente tres Jan —explicó Ylan Gershon—. El Jan al-Faranj, que era el centro del barrio veneciano durante las cruzadas, con su iglesia de los Franciscanos del siglo XVIII; el Jan al-Udman, con su torre del reloj, que formaba parte del barrio genovés bajo dominio cristiano; y el Jan el-Shawarda, que se relaciona con el barrio veneciano de San Juan de Acre de época de los cruzados, cuando los traficantes llegados de Venecia hicieron del lugar su cuartel general.

—Vaya, otra vez el Laberinto de Agua —observó Afdera.

—¿A qué se refiere? —preguntó el astrónomo.

—A nada, no se preocupe. Ylan, ¿existe en alguno de ellos alguna construcción del siglo XIII, de la época del rey Luis IX de Francia?

—Sí, el Jan el-Shawarda tiene una torre del siglo XIII.

Afdera dio un gran grito de alegría al oír aquello, ante la mirada sorprendida de Max, Colaiani, Ylan y Mizrahi.

—Ahí tiene que estar la tumba. Ylan, estoy segura de que la tumba del caballero Hugo de Fratens se encuentra bajo esa torre.

—¿Y qué quieres?, ¿tirarla?

—No, sólo que me consigas un permiso de excavación bajo el suelo de la torre —suplicó Afdera.

—Sabes que adoraba a tu abuela, pero eso es, sencillamente, imposible, una locura. ¿Sabes cuánto tiempo se necesitaría para que la Autoridad de Antigüedades de Israel te concediese el permiso?

—A mí sí, pero a ti no, y quiero que seas tú el que pida el permiso.

—Pero eso supondría que tengo que pedirlo para mí, ya que soy yo el director de la AAI. Y si lo hiciese, ¿qué conseguiría Israel con ello?

—Fortuna y gloria, querido Ylan, fortuna y gloria. ¿Tú sabes lo que podría suponer que pasados diecinueve siglos pudiéramos descubrir algún documento directo o casi directo de uno de los apóstoles de Jesucristo que le acompañó el último día de su vida? Sería casi tan importante para la cristiandad como los manuscritos del mar Muerto. ¿Tú sabes la cantidad de gente que ha muerto para conseguir ese documento del discípulo de Judas? Ylan, por favor, necesito ese permiso para excavar.

—De acuerdo, lo intentaré, pero espero que tengas razón y que no sea una leyenda más, como la del Arca de la Alianza en el Monte Ararat.

—Te prometo que si encuentro algo, serás el primero en saberlo, pero, por favor, Ylan, consígueme ese permiso.

—De acuerdo. Volveré mañana a Jerusalén y comenzaré a hacer los trámites. Hablaré también con el delegado de la AAI en Acre para informarle de la locura que pretendes llevar a cabo. Será la única forma de que te controle.

—Te quiero, Ylan —dijo Afdera, arrojándose en sus brazos.

Esa noche, Afdera no pudo conciliar el sueño, pensando en todo lo que habían hablado con Yigal Mizrahi y anotando todos los datos recopilados en el diario de su abuela. «Estaría orgullosa de mí», pensó la joven. Aunque hacía un frío intenso, le gustó sentarse y observar el maravilloso amanecer que se divisaba desde la cumbre del Hermón. De repente, sus pensamientos se vieron interrumpidos al oír unos pasos a su espalda.

—¿En qué piensas?

—Ah, hola, Max. Sólo pensaba en la paz que reina aquí y el odio que reina allí abajo. Todos matándose entre ellos por una cuestión religiosa, en Israel, en Siria, en el Líbano. A veces pienso que Dios, creando al hombre, sobreestimó un poco su capacidad.

—¿Y por qué crees que han estado matando a los que han tenido contacto con el evangelio de Judas? Por una cuestión religiosa —aseguró Max—. El Papa fallecido dijo un día: «Cuando el cristianismo se convierte en instrumento del fanatismo, queda herido en su corazón y se convierte en estéril», y puede que tuviese razón. Lo único que debemos pensar es en si ha valido la pena todo este sufrimiento y muerte.

—Piensa en lo que podría suponer tener entre nuestras manos la carta de Eliezer, lo que podría suponer para la cristiandad, para los católicos, para los historiadores. Tener en nuestras manos un documento escrito por un discípulo directo de uno de los doce apóstoles que acompañaron a Jesucristo en la Última Cena, en su captura en Getsemaní, en su pasión y crucifixión en el Gólgota...

—Lo que me sorprende es que te olvides de toda la gente que ha muerto por haber llegado hasta aquí: Boutros Reyko, Abdel Gabriel Sayed, Liliana Ransom, Werner Hoffman, Sabine Hubert, Burt Herman, Efraim Shemel y tal vez incluso tus padres.

—Tus palabras suenan a reproche. Esta larga búsqueda es en parte por ellos. Alguien dijo que la venganza del más débil es siempre la más feroz. Mi mayor venganza hacia los asesinos del octógono será hacer público el contenido de ese documento.

—¿Y qué te hace pensar que podrás llevarlo a cabo? Esos tipos, o quien los ha enviado, jamás permitirán que lo hagamos. La cuestión es quién va a ser más rápido. O tú en descubrir la carta de Eliezer y hacer público su contenido, o esos tipos del octógono en matarte.

—¿Has pensado en nosotros? —preguntó Afdera de repente.

—Dejemos ese tema para cuando todo esto acabe. Después tendremos tiempo de hablar sobre ello.

Los dos permanecieron en silencio mientras el sol salía sobre el cielo de Oriente Próximo. Tan sólo se podía oír el sonido del viento gélido soplando en la cumbre del Monte Hermón.

Pocas horas después, Ylan salía del observatorio junto al chófer para regresar a Jerusalén.

—El profesor Colaiani viene conmigo. Quiere estudiar varios planos de Acre que tenemos archivados en la AAI. Yigal os llevará hasta Tiberíades. Allí podréis alquilar un coche y esperarnos en Acre. Lo único que le pido, padre, como favor personal, es que no permita que Afdera haga nada hasta que no se encuentre conmigo.

—De acuerdo, no se preocupe. Intentaré atarla para evitar que cometa alguna locura —prometió Max, mirando de reojo a Afdera.

—Si habéis terminado de hablar de mí, me voy a ir a preparar las cosas antes de salir.

—Tenemos tan sólo sesenta y cinco kilómetros de bajada desde el observatorio hasta Tiberíades. En menos de una hora puedo dejarles allí —aseguró Mizrahi.

Afdera se quedó fuera despidiéndose de Ylan y de Colaiani.

—Tened cuidado en la carretera de bajada.

—Y tú no hagas ninguna locura hasta no tener noticias mías —le advirtió el director de la AAI cuando subía a su vehículo.

Tiberíades era una bulliciosa ciudad de veraneo para los israelíes, pero en invierno parecía casi fantasmal. El todoterreno de Yigal Mizrahi se detuvo ante la puerta de la empresa Eldan Rent a Car.

—Aquí podréis alquilar un coche. Hasta Acre tenéis tan sólo unos cuarenta y cinco kilómetros. Os recomiendo que deis una vuelta por el lago. Es temprano y aún no han llegado los autobuses de peregrinos.

—Muchas gracias por todo, Yigal. Nos has sido de gran ayuda —dijo Afdera.

—Tan sólo te deseo que descubras la tumba de tu caballero. Cuide de ella, padre —pidió el astrónomo mientras se alejaba de ellos para regresar al observatorio.

Max y Afdera alquilaron un coche y pusieron rumbo a la costa hacia la mítica ciudad de San Juan de Acre.

Durante el trayecto, cruzaron el desfiladero de Hattin, escenario de la famosa batalla entre Saladino y las huestes cruzadas.

—Es curioso —comentó Afdera—. Parece que Hugo de Fratens nos persigue. Estamos pasando justo por el mismo lugar en donde se desarrolló la batalla de los Cuernos de Hattin en 1187. Aquí, el ejército templario y hospitalario a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y Reinaldo de Chatillon, combatió contra las tropas de Saladino, el sultán de Egipto. Saladino acabó con la vida de cincuenta y ocho mil cruzados.

—Es fantasmagórico —murmuró Max, observando la planicie ante la entrada del desfiladero.

* * *

San Juan de Acre, actual Acre

Afdera y Max hicieron su entrada en la ciudad de Acre. —Podemos coger una habitación en un hotel del casco antiguo —sugirió la joven—. Allí esperaremos noticias de Ylan y Colaiani.

—De acuerdo. Cuando estuve aquí, hace unos años, dormí en un pequeño establecimiento llamado el Hostal de Walied, en el casco antiguo. Está muy cerca de la torre del caballero cruzado. Por lo menos esta noche dormirás más cerca de él.

Durante todo el día, la pareja se dedicó a visitar los alrededores del Jan el-Shawarda y su torre del siglo XIII. En varios de sus muros podían apreciarse símbolos masónicos, como el compás y la escuadra, mezclados con emblemas cruzados. Afdera comprobó que en la torre y sus alrededores no existía vigilancia alguna.

—Tal vez podamos regresar esta noche, cuando el mercado esté cerrado —propuso la joven.

—Ya me advirtió tu amigo Ylan de esto.

—Vamos, Max, no seas cobarde. Estamos tan cerca... Casi podemos tocar la carta de Eliezer con la punta de nuestros dedos. ¿Vas a acompañarme?

—No, y si me obligas, te ataré a la cama para que no salgas por la noche cuando esté dormido.

—Eso sólo puedes solucionarlo durmiendo conmigo —se insinuó Afdera.

—Ya sabes que hasta que no terminemos con este tema de tu caballero cruzado no vamos a hablar de lo nuestro.

—¡Ah! ¿Es que hay algo «nuestro»?

—No seas sarcástica conmigo. Ya sabes a qué me refiero, y no, no voy a dejarte venir esta noche sola.

—Pues acompáñame. O me acompañas o te quedas solo en el hotel.

—¡Maldita sea, Afdera! Vas a conseguir que nos detengan o que nos maten.

—Vamos, Max...

—De acuerdo, te acompañaré, pero no sé en qué estoy pensando. Compremos ahora lo que podamos necesitar y vayamos al hostal. Descansaremos un rato. Nos espera una noche muy, pero que muy larga —advirtió.

Con la caída de la noche sobre San Juan de Acre, las calles quedaron absolutamente desiertas. Lo que por la mañana era un bullicioso mercado de pescado y especias se había convertido durante la noche en una plaza desolada. Antes de salir del hotel, Afdera metió en una bolsa como las que usan los militares israelíes una cizalla, dos palancas, dos linternas, dos martillos, varias cuñas metálicas y de madera y dos cuerdas.

—¡Qué frío hace! —se quejó Max.

—Es el frío húmedo del mar.

—¡Quién me mandará hacer cosas como ésta y seguirte en tus locuras! Deberíamos esperar la llamada de Ylan.

—Vamos, Max, no te quejes más.

Ninguno de los dos se había dado cuenta aún de los dos hombres que les seguían a una distancia prudencial. Los asesinos del Círculo Octogonus estaban cerca.

La torre, levantada en el siglo XIII, se erguía imponente sobre el Jan el-Shawarda, junto a la gran mezquita de Al-Jazzar. La luna iluminaba la plaza, antaño ocupada por los cruzados que llegaban a Tierra Santa para combatir al infiel.

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