El laberinto de agua (59 page)

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Authors: Eric Frattini

—Ilumíname aquí —pidió Afdera a Max mientras extraía de la bolsa la cizalla para cortar el grueso candado de la cancela de entrada a la torre.

—Si alguien nos ve, llamará a la policía.

—No te preocupes. Si nos cogen, ya sé ocupará Ylan de sacarnos de la cárcel. Y ahora, ayúdame.

Afdera y Max consiguieron abrir la puerta oxidada que daba acceso al interior.

—¿Y qué buscamos ahora?

—Debemos buscar alguna lápida o alguna gran losa que dé paso a la parte subterránea de la torre. Tiene que haber alguna puerta de acceso a la zona de las catacumbas. Busca por ese lado.

—¿Puede ser ésta? —dijo Max, iluminando una gran losa de piedra con un pequeño escudo en un lado en el que destacaba un león.

—Aquí es —aseguró Afdera—. Ayúdame. Tenemos que encontrar algún resorte o una cerradura escondida. Solían sellar las entradas a las catacumbas con lápidas no muy gruesas que eran fáciles de levantar.

Afdera y Max comenzaron a extraer con las cuñas la arena y el polvo amontonado durante siglos en los huecos de la piedra Mientras Afdera rascaba los huecos, Max iba soplando para dejar limpias las rendijas.

—Aquí está. Max, dame una de las palancas. Yo la colocaré aquí y tú en el otro extremo. Cuando diga uno, dos y tres nos apoyamos en las palancas para levantar la losa, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Uno, dos y tres... —En ese momento, la losa que franqueaba la entrada a la catacumba se movió levemente.

—Debemos colocar cuñas metálicas mientras movemos la piedra. De acuerdo, una vez más..., uno, dos y tres —ordenó Afdera.

Esta vez la piedra se levantó desencajándose de sus bordes mientras Max incrustaba las cuñas para evitar que se cerrase el acceso nuevamente.

—Vamos, debemos volver a intentarlo.

—¿Por qué no esperamos a Ylan y le pedimos una grúa?

—Vamos, no te quejes más y tira de las palancas.

Una vez más la piedra volvió a moverse, dejando a la vista un oscuro hueco bajo ella. Afdera acercó la linterna para intentar ver algo, sin demasiado éxito.

—Intentémoslo de nuevo —propuso esta vez Max.

La piedra volvió a moverse desplazándose hacia un lado y dejando el suficiente hueco para que un cuerpo pequeño pudiera pasar a través de él.

—Voy a bajar. Átame la cuerda a la cintura. Si doy un tirón, es que todo va bien. Si doy dos tirones, es que una rata gigante intenta devorarme y puedes dejarme y salir corriendo.

—Eso me gustaría.

—Sí, lo sé —respondió Afdera mientras saltaba a la cripta.

La joven alcanzó el suelo, situado a unos tres metros bajo la torre, mientras Max permanecía en la superficie atento al menor movimiento de la cuerda que Afdera llevaba atada a la cintura.

El estrecho pasillo, con inscripciones cruzadas a ambos lados del muro, desembocaba en una antecámara vacía. Iluminó hacia el techo, intentando descubrir una segunda cámara secreta. Mientras golpeaba levemente los muros con la palanca de hierro, un sonido seco le indicó que había encontrado lo que buscaba.

Comenzó a golpear la pared con fuerza hasta que varios pedazos se desprendieron, dejando al aire una segunda cámara. Arrimó la linterna al pequeño hueco y se acercó para intentar ver algo en aquella oscuridad. Aparecieron ante sus ojos tres sarcófagos de piedra.

Siguió golpeando el muro con la palanca hasta que éste cedió, dejando un hueco más grande por el que poder entrar.

Afdera estudió atentamente los tres sarcófagos. Tan sólo el colocado en la pared norte mostraba una cruz en uno de los lados. Si Hugo de Fratens había sido el elegido por Luis de Francia para salvaguardar un valioso documento de la cristiandad, estaba claro que aquélla debía ser su tumba.

Antes de abrirla, la joven decidió regresar a la entrada de la cripta, en donde aún la esperaba Max.

—Max, ¿estás ahí?

—Sí, aquí estoy. ¿Has encontrado algo?

—He encontrado tres sarcófagos que, por la forma, deben pertenecer a caballeros cruzados. Hay uno situado en una posición principal con respecto a los otros dos y que podría ser el de Hugo de Fratens. Necesito que vayas al hotel y que me traigas la cámara de fotos. Si Ylan se va a enfadar con nosotros, al menos documentemos el hallazgo.

—No quiero dejarte aquí sola.

—No seas tonto. No me va a pasar nada. No hay nadie aquí abajo. Ve al hotel y tráeme la cámara. Yo iré documentando en el diario de mi abuela lo que he encontrado en la cripta.

—De acuerdo, iré, pero no te muevas ni hagas nada hasta que no regrese —le advirtió Max.

—¿Y adónde crees que podría ir? Date prisa.

Max soltó la cuerda que tenía aún sujeta entre las manos y salió de la torre. Mientras atravesaba la plaza vacía, podía oír el sonido de sus pasos y de su propia respiración. Afdera no estaba dispuesta a esperar a Max, así que volvió a introducirse en la cámara secreta y se dispuso a abrir el sarcófago utilizando la palanca de hierro y las cuñas metálicas.

Poco a poco, la tapa fue cediendo hasta que consiguió desplazarla hacia un lado. Allí, ante sus ojos, estaban los restos del que había sido el caballero del rey Luis de Francia, Hugo de Fratens. Un gran escudo con el símbolo de los hospitalarios cubría casi por completo sus restos. Afdera tiró de él y lo colocó cuidadosamente sobre otro de los sarcófagos. Aún podían distinguirse sus vestidos blasonados, ya descoloridos por el paso de los siglos. La joven observó atentamente el cadáver, recorriéndolo con la luz de la linterna.

En uno de los dedos lucía un anillo. Sopló para limpiar de polvo el sello. Ante ella apareció un escudo con una garra de león, el símbolo de la familia Fratens.

Entre los huesos de sus manos, el caballero sujetaba también una especie de mandoble, con un peso aproximado de cuatro kilos y dos metros y medio de largo. Este tipo de armas se manejaba con dos manos en combate a pie. Su objetivo principal consistía en romper las filas de piqueros para abrir brecha en las filas enemigas para las cargas de caballería.

De repente, Afdera recordó la frase en árabe que aparecía en el trono de San Pedro en Venecia:
Donde yace el caballero del león, el sagrado, allí donde se alza la estrella, allí en la ciudad aún santa, encontrarás la palabra del verdadero, del elegido, el de la gran estirpe que no tiene rey y que deberá guiar a las tribus de Israel
.

La joven fijó entonces su mirada en la parte alta de la empuñadura. En el pomo aparecía una estrella de seis puntas. Retiró el mandoble del sarcófago y lo depositó en el suelo. Con cuidado intentó manipular la empuñadura, tirando fuertemente del pomo hacia arriba. Al cuarto intento, el pomo cedió, dejando al descubierto un compartimento secreto. Al enfocar la luz dentro pudo ver una especie de papel enrollado.

Con la punta de los dedos consiguió extraerlo, muy lentamente. A primera vista parecía un sencillo trozo de papiro. Afdera temía dañarlo, pero necesitaba saber qué era aquel papel. Con una mano comenzó a desenrollarlo, intentando que no se agrietase y se partiese el pliego.

A medida que iba desenrollándolo, iban apareciendo ante sus ojos extraños símbolos que identificó enseguida como caracteres arameos. Sin duda, aquel papiro que acababa de encontrar era la carta de Eliezer.

Mientras observaba la limpieza del texto, aunque sin entenderlo, oyó un ruido de pasos en el pasillo de la cámara anterior de la cripta.

—¿Max? ¿Eres tú?

En ese momento, el padre Cornelius se abalanzó sobre Afdera blandiendo una fina daga de misericordia en su mano derecha. La joven intentó retroceder para protegerse de su atacante tras el sarcófago abierto, pero el intruso era mucho más hábil. De un salto consiguió situarse justo detrás de ella.

La joven agarró fuertemente la linterna e intentó alcanzar la cabeza del hombre, sin demasiado éxito. De repente, y por efecto del golpe, la linterna se apagó y la cámara quedó completamente a oscuras y en silencio. El asesino del Círculo Octogonus había conseguido alcanzar su objetivo, apuñalándola en el estómago y dejándola gravemente herida. Mientras Afdera se desangraba, descubrió que durante la lucha que se había desarrollado en la oscuridad, el asesino del octógono se había apoderado del documento. Tan sólo le había pertenecido durante unos escasos segundos.

Recostada contra uno de los muros, Afdera iba perdiendo la cons-ciencia de lo que había ocurrido y cómo había llegado hasta aquella oscura cripta de San Juan de Acre. Necesitaba recordar, necesitaba no olvidar cómo había llegado hasta allí, hasta aquella situación.

Cuando Max regresaba a la torre, vio cómo el asesino había conseguido alcanzar la superficie y estaba ya en pie desatándose la cuerda que se había atado a la cintura.

—¿Quién es usted? —preguntó Max en el momento en que el asesino del Octogonus se lanzaba al ataque con la daga ensangrentada aún en la mano.

Con agilidad, Kronauer dio un salto y esquivó por pocos centímetros la hoja del arma, pero Cornelius tardó poco tiempo en reponerse y volver al ataque mientras entre dientes pronunciaba una frase en latín:
Nulla potestas nisi a Deo,
todo poder constituido proviene de Dios.

Esta vez Max se vio obligado a apoyarse en una de las paredes para rechazar la siguiente embestida. Los dos hombres forcejearon hasta caer al suelo rodando. El asesino del Octogonus, aunque mucho más débil que su oponente pero bastante más ágil, consiguió librarse y salir corriendo hacia la salida, perdiéndose en la oscuridad de la noche. El enviado de Lienart no se había dado cuenta aún de que durante la pelea Max le había arrancado la bolsa que llevaba en bandolera y en cuyo interior guardaba la carta de Eliezer.

Tras reponerse, Max se ató una cuerda a la cintura y descendió los tres metros hasta la antecámara de la cripta.

—Afdera, Afdera, ¿estás bien? —gritó a la luz de la linterna, sin obtener respuesta alguna. Al entrar en la cripta, Max la vio recostada contra un lado del muro. Al acercarse, percibió enseguida la gravedad de sus heridas.

—Tengo las manos mojadas —llegó a decir la joven, mirándose las manos empapadas por su propia sangre.

—Tranquila, tranquila, amor mío. Te sacaré de aquí —dijo Max, intentando sujetarla sobre su espalda para trasladarla hasta la boca de la entrada.

—No, amor mío, no me muevas. Ya casi no siento dolor

—Aguanta, aguanta un poco más —suplicaba Max, notando cómo la sangre de Afdera había comenzado ya a empapar su espalda—. Te dejaré aquí para que descanses un poco.

—La carta... la carta... Ese tipo me la arrebató... Persíguelo y quítale la carta de Eliezer —suplicó Afdera entre lágrimas, sin ser consciente de la gravedad de su herida.

Mientras la joven miraba sus manos ensangrentadas y la profunda herida que tenía abierta en su estómago y de la que no paraba de brotar sangre, fue cerrando los ojos poco a poco. Max colocó la cabeza de Afdera sobre su regazo. La joven comenzó a delirar debido a la pérdida masiva de sangre.

—Ahora lo recuerdo todo. Cómo he llegado hasta aquí desde el banco de Hicksville. Parece que ha pasado un siglo...

La palidez de su rostro le indicó a Max que la vida de Afdera iba apagándose poco a poco. Sólo le quedaba un último aliento.

Epílogo

Ginebra

El hermano Alvarado sujetó el ejemplar en su mano enguantada y con una aguja hipodérmica le extrajo el veneno que tenía almacenado en el metasoma. Mientras realizaba esta operación, el escorpión dorado israelí o de «aguijón mortífero» intentaba defenderse con escaso éxito.

Este escorpión habitaba en el norte de África y Oriente Próximo. Aunque su aguijón no era particularmente largo, su picadura causaba un dolor insoportable, fiebre alta, convulsiones, parálisis, coma y, finalmente, la muerte. El padre Alvarado comprobó que el líquido amarillento había entrado en la jeringuilla. A continuación, guardó la jeringuilla con el veneno en una caja metálica y esperó la llegada de la noche.

La mansión del Griego, en una de las zonas más elegantes de Ginebra, era impresionante, no así sus medidas de seguridad. Varios hombres armados patrullaban por la finca sin fijarse demasiado en el perímetro que supuestamente debían proteger.

El padre Alvarado subió al techo de una furgoneta de reparto aparcada justo junto al muro sur y saltó al interior sin tocar siquiera el cable de la alarma. Atravesó el pequeño campo de golf en silencio y se introdujo en la zona de la casa principal.

Desde el jardín observó al mayordomo trabajando en el salón, en cuyas vitrinas se alineaban valiosas piezas arqueológicas. El asesino del Octogonus sabía que a una hora concreta el mayordomo solía hacer la última ronda por la casa, conectando los sistemas de alarma por zonas. Lo más curioso de todo es que dejaba siempre un pasillo limpio de alarmas, por si su señor deseaba bajar a la cocina durante la noche.

El padre Alvarado iba a utilizar ese pasillo para acceder al dormitorio de Vasilis Kalamatiano. Escondido en una despensa situada bajo la escalera principal, el intruso esperó durante dos horas a que todo el mundo estuviese dormido.

El religioso miró su reloj y comenzó a subir los peldaños de la escalera de mármol por el lado derecho, pegado a la pared. El barrido de la alarma afectaba tan sólo al lado izquierdo de la escalera.

Con la jeringuilla en la mano, alcanzó la puerta al final del pasillo en donde supuestamente dormía el famoso traficante de obras de arte. En silencio, se adentró en el dormitorio y se acercó hasta la cama. En la mesilla de noche descansaba el ojo de cristal de Kalamatiano, como si estuviese acechando al asesino del octógono.

El padre Alvarado retiró la protección de la aguja y pinchó a su víctima a la altura del muslo. El Griego ni siquiera lo notó. Rápidamente, el asesino del Círculo extrajo de su bolsillo un octógono de tela y lo dejó junto al ojo de cristal.

Tras pronunciar las palabras del Círculo Octogonus,
Fructum pro fructo, silentium pro silentio,
abandonó la casa.

Una hora más tarde, con el veneno del escorpión dorado recorriendo su cuerpo, Kalamatiano comenzó a sufrir fuertes calambres. Cuarenta minutos después, convulsiones, mientras la fiebre le alcanzaba los cuarenta grados. Dos horas después fallecía en «extrañas circunstancias». Otro cabo suelto acababa de ser atado y bien atado.

* * *

En algún lugar de Roma

Maximilian Kronauer sujetó el pergamino entre sus manos, aún manchado con la sangre de Afdera. Mientras lo extendía sobre la mesa de luz observó atentamente los caracteres que tenía ante él. Sin duda, el texto redactado por Eliezer, el discípulo de Judas Iscariote, estaba escrito en arameo siríaco y él era una de las pocas personas de la Tierra capaz de traducir aquel documento que tantas muertes había provocado desde el comienzo de los tiempos. Kronauer sólo deseaba saber, quería conocer la palabra de Judas, el discípulo que supuestamente había traicionado a Jesucristo, ¿o tal vez no? ¿Qué misterio escondía aquel trozo de papiro con caracteres arameos? Necesitaba alguna explicación a tanta muerte.

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