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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (60 page)

Tras colocar la hoja de papiro entre dos planchas de cristal, sobre la tenue luz de una lámpara, Max comenzó a tomar notas de los primeros párrafos mientras se concentraba en los signos que aparecían en el documento.

Da muta d-hayyutha d-amar li rabbuni w-Eliezer talmideh ktab...
Éstas son las palabras de vida que me dijo mi maestro y que ha escrito su discípulo Eliezer.
Amar Yeshua l-rabbuni di: «in titrahaq min habraya w-ipashsher lakh razzaya d-malkhutha».
Jesús dijo a mi maestro: «Mantente alejado de los otros y te explicaré los misterios del reino».
Tukhal l-mimteya lah, lahen b-isuraya saggiya.
«Puedes alcanzarlo, pero a costa de gran sufrimiento...».

Durante los días siguientes, Max permaneció escondido en un lugar secreto de Roma, trabajando día y noche, las veinticuatro horas del día, en la traducción de aquel documento maldito.

Por fin, una mañana, el texto terminó por alcanzar un significado coherente para él, demostrándole el miedo que podría tener la jerarquía vaticana si aquel documento que tenía sobre su mesa llegaba a hacerse público. Max cogió el texto traducido y se dispuso a leerlo:

Éstas son las palabras de vida que me dijo mi maestro y que ha escrito su discípulo Eliezer
.

Jesús dijo a mi maestro: «Mantente alejado de los otros y te explicaré los misterios del reino. Puedes alcanzarlo, pero a costa de gran sufrimiento. Porque algún otro te reemplazará para que los doce discípulos puedan volver a cumplir con el que creen su dios»
.

Tras la última cena de despedida, Jesús reunió a sus discípulos, entre los que estaba mi maestro, y les comunicó: «Aquél de vosotros que sea el más fuerte entre los seres humanos deje de manifestarse a los hombres y se presente ante mí». Todos ellos dijeron: «Tenemos la fuerza», pero sus espíritus no tuvieron valor para estar de pie excepto el de Judas Iscariote, mi maestro
.

Jesús, me reveló mi maestro, les observó y les dijo: «¿Por qué habéis sido incitados a la rabia? Vuestro dios que está entre vosotros se ha enfadado en vuestras almas y vuestras almas están enfadadas con vosotros, excepto la de uno. Sacad de vuestro interior al hombre perfecto y presentaos frente a mí»
.

Mi maestro me reveló que unos días antes de ser prendido en el huerto de Getsemaní, Jesús le confió: «Ven, que voy a enseñarte secretos que nadie ha visto. Porque existe un reino grandioso e ilimitado, cuya extensión no ha sido vista por generación alguna de ángeles, y en el cual existe un Grande e Invisible Espíritu nunca visto por los ojos de un ángel, nunca abarcado por la percepción del corazón humano y nunca llamado con nombre alguno»
.

Jesús le comunicó a mi maestro: «Tú los superarás a todos, porque tú sacrificarás el cuerpo en el que vivo y así, por mandato de Dios, deberás seguir mi camino y dirigir a los que han de seguirte»
.

Mi maestro me dijo antes de morir que Jesús, separándole del resto, le preguntó: «¿Quién guiará a las tribus de Israel?»
.

Finalmente, Jesús dijo a mi maestro: «Tú, Judas, deberás dirigir y extender mi mensaje. Tú eres el más experimentado, el más amado y también serás el más incomprendido. Sólo tú y no Cefas. Él es demasiado impetuoso para llevar a buen término mi mensaje. Desde este momento, tú, fiel Judas, deberás levantar la iglesia de los justos. Ésa será tu misión en nombre de Dios y así te lo digo, como su Hijo»
.

«Y entonces la imagen de la gran estirpe de Adán será enaltecida, porque antes que el cielo, la tierra y los ángeles, esa estirpe, que viene del reino eterno, ya existía. Mira, ya se te ha dicho todo. Levanta los ojos y mira la nube y la luz que hay en ella y las estrellas que la rodean. La estrella que marca el camino es tu estrella»
.

Judas alzó los ojos y vio la nube luminosa y entró en ella. Los que estaban en tierra oyeron una voz que venía de la nube y decía: «Tú, judas, eres de la gran estirpe que no tiene rey. Tú serás mi imagen y transmitirás mi mensaje»
.

Tras leer el último párrafo de la carta de Eliezer, Max comprendió que Judas Iscariote no fue el traidor a Jesucristo, y que había sido ultrajado durante siglos. Tal vez incluso fuese Pedro el verdadero traidor y Jesucristo llegó a saberlo justo la misma noche de la Última Cena. Comprendió también que Judas había sido elegido por Jesucristo para continuar difundiendo su palabra, en lugar de Pedro, y por eso, quizá Pedro había obligado a Judas a marchar hacia el exilio a Alejandría.

Si aquel trozo de papiro salía a la luz pública, los propios cimientos de la Iglesia sobre los que estaba asentada desde hacía veinte siglos podrían tambalearse. «¿Qué sucedería si la actual Iglesia o el mismísimo Vaticano descubriesen que su Iglesia está asentada sobre la "piedra" equivocada, sobre un Pedro que traicionó a su maestro y que conspiró para que el "elegido", Judas Iscariote, no dirigiese la futura Iglesia que acababa de crearse, como deseaba Jesucristo?», se preguntó Max mientras observaba el documento.

Entonces, Max comprendió que sólo él y nadie más que él era el elegido para conocer la verdadera palabra de Judas Iscariote, y ese secreto le serviría para llevar a cabo una negociación vital, una negociación a vida o muerte.

* * *

Prisión de Rebibbia, Roma

El Sumo Pontífice caminó solo y en silencio hasta la celda T4. El cardenal Belisario Dandi, responsable de los servicios de inteligencia pontificios; Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana; y el secretario privado de Su Santidad se quedaron atrás, esperando algún acontecimiento que no iba a llegar.

Mientras el Papa arrastraba sus pies cansados enfundados en unas zapatillas de color rojo por el estrecho pasillo de cemento, iba deteniéndose ante varias puertas de las celdas dando su bendición a los ahí encerrados. Inmediatamente después continuaba su lenta marcha hasta alcanzar la celda T4.

Al verle entrar en el interior, el terrorista turco se arrodilló y le besó con respeto el anillo del pescador. Entre aquellas cuatro paredes, iba a pasar el resto de sus días, condenado a cadena perpetua. Los dos hombres se sentaron y, casi rozando sus cabezas, Agca comenzó a hablar, casi a susurrar al oído del Papa. Mientras escuchaba lo que Agca decía, el rostro de Su Santidad iba tornándose cada vez más serio. Por fin, el Pontífice tuvo una respuesta a su pregunta.

Cuando salió de la celda y se acercaba hacia sus colaboradores, el Santo Padre pronunció unas misteriosas palabras dirigiendo su mirada directamente a su secretario.

—Rogamos al Señor que la violencia y el fanatismo puedan mantenerse lejos de los muros del Vaticano.

Más tarde el propio espía del Papa, el cardenal Dandi, explicaría a Lienart:

—Ali Agca sabe cosas sólo hasta cierto nivel. Más allá de ese nivel no sabe nada. Si se trató de una conspiración, fue hecha por profesionales y los profesionales no dejan rastros. No se encuentra nunca nada.

—¿No cree que ese Agca pudo haberle dicho algo al Santo Padre y que éste no quisiese revelarnos nada a nosotros, sus más allegados colaboradores?

—No lo creo.

* * *

Ciudad del Vaticano

Era una noche agradable. Por vez primera en días, había dejado de llover y el cardenal Lienart podía volver a dar su paseo cotidiano por los jardines vaticanos al atardecer. Sin secretarios ni escoltas; sin obispos ociosos ni cardenales conspiradores. A Lienart le gustaba recorrer los rincones secretos del jardín italiano, junto a la muralla de León IV, aquel Papa enérgico y restaurador que tuvo que vérselas con las flotas musulmanas que atacaban las costas de los territorios papales durante el siglo IX.

Al llegar a la fuente de la Virgen, Lienart procedió a recoger agua con su mano para beber. En ese momento notó una presencia cercana a él, escondida entre las sombras.

—Buenas noches, Arcángel —saludó.

—Buenas noches, eminencia —respondió Maximilian Kronauer

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó el poderoso cardenal.

—Una negociación.

—¿Y por qué debería negociar con usted?

—Tal vez porque yo tengo en mi poder algo que usted desea fervientemente.

—Querido Arcángel, cuando no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede, y yo he aprendido, en mis años en el Vaticano, a querer lo que puedo alcanzar.

—Entonces ¿no desea saber qué es lo que quiero negociar, eminencia?

—¿Tal vez la carta escrita por ese traidor de Judas?

—Puede que no sea tan traidor como ustedes nos han hecho creer. Quizá él fuese el elegido por Nuestro Señor Jesucristo para difundir su palabra y no Pedro.

—Querido Arcángel, usted es sacerdote y es perfectamente consciente de que los movimientos no son recomendables en una institución como la nuestra. ¿Usted cree que al pueblo, a los creyentes, les importará algo lo que diga ese papel? Es usted demasiado optimista para con el pueblo. Sólo es necesario salvaguardar los pequeños secretos. Los grandes se mantienen ya ocultos debido a la incredulidad general que suscitan en la opinión pública.

—Es probable que esa opinión pública llegue a preguntarse algún día quién dirige su Iglesia, ¿no le parece, eminencia?

—Ah, querido Maximilian, es usted optimista y eso está bien en los jóvenes. Cuánta fe en las libertades individuales cuando se dedica curiosamente a liquidar a ciudadanos por dinero, a esos mismos ciudadanos que forman parte de ese inmundo grupo que usted define como «opinión pública». Cuánta moral de un asesino que no usa su moralidad sino como si fuera su mejor ropaje. Hace siglos que la opinión pública es la peor de las opiniones. Para mí, es la acción de los idiotas y por eso me preocupa bien poco. La opinión pública está formada no por ciudadanos, sino por consumidores de todo: de cosas, de personas, de sentimientos, de intereses. No disfrutan, sólo devoran, poseen y olvidan. Ésa es la llamada opinión pública que usted tanto defiende, pero tenga por seguro que si le ofreciera una buena cantidad de dinero por acabar con ella, usted no lo dudaría un segundo —replicó Lienart mientras paseaba por los solitarios jardines junto a Max.

—Le interesa entonces escuchar mis condiciones, ¿o prefiere que mañana llame al corresponsal del
New York Times
y le muestre la carta de Eliezer?

—De acuerdo, de acuerdo. Dígame sus condiciones.

—Le entregaré la carta de Eliezer a usted, en persona, con la condición de que no les ocurra nada a la señorita Afdera Brooks, a su hermana Assal, al abogado Sampson Hamilton y al profesor Leonardo Colaiani. Retire a sus perros y la traducción de esa carta jamás verá la luz. Por otro lado, si a alguno de ellos les sucediese lo más mínimo, incluso una simple gripe, un simple arañazo que me llevase a sospechar que su mano está detrás, tenga por seguro que la traducción de ese documento que usted tanto ansia aparecerá en las portadas de todos los periódicos del mundo. Se lo aseguro...

—¿Cuándo me entregaría la carta de Eliezer?

—Esta misma noche si está usted dispuesto a cumplir mis condiciones.

El cardenal Lienart se mantuvo pensativo durante unos segundos y finalmente respondió:

—El perdón es la oportunidad de volver a empezar donde se dejó, sin la necesidad de retroceder hasta donde todo empezó.
Aliorum iudicio permulta nobis et facienda, et non facienda et mutanda et corrigenda sunt,
según el parecer de otros, gran cantidad de cosas deben ser hechas, omitidas, cambiadas y corregidas por nosotros. Sea pues, aceptaré sus condiciones, pero espero que usted cumpla no sólo con la entrega del documento, sino con que esas cuatro personas mantengan su boca cerrada.

—Ninguno de ellos sabe lo que significa ése documento, ni siquiera la señorita Afdera Brooks —dijo Max, sacando de su bolsillo una cartera de cuero con la carta de Eliezer en su interior—. Aquí está la carta. Cumpla ahora con su palabra y retire a sus perros.

El cardenal Lienart ni siquiera abrió la cartera para comprobar su contenido.

—¿Es que no va a abrirla?

—Querido Arcángel, quien pierde su fe, no puede perder nada más, y quien no tiene confianza en el hombre, no tiene ninguna en Dios. Usted jamás me engañaría, como tampoco yo a usted. Sabemos demasiado el uno del otro, y si el futuro es tal y como lo he planeado, usted, querido Maximilian, se convertirá en un arma de mi poder.

—Yo jamás volveré a ser una herramienta de su poder.

—¿Por qué no? Lo importante no es la fuerza con la que se mida el poder, sino contar con el justo equilibrio para ejercerlo de forma efectiva y certera, sin compasión. El Papa suele decir que la Iglesia es la caricia del amor de Dios al mundo, pero lo peor de todo es que ese campesino de la Europa del Este jamás comprenderá que la Iglesia necesita a gente como yo, más a favor del golpe que de la caricia. Yo soy un defensor, un guardián, un protector de la Iglesia, y por tanto, estoy poco predispuesto a acariciar a nadie. Si la crueldad que usted tanto critica es necesaria para mantener ese poder, entonces, para mí, la crueldad tiene corazón humano, y rostro humano los celos; el terror, la divina forma humana, y atuendo humano el secreto. No lo olvide nunca, Arcángel.

—Cada vez entiendo menos a los hombres como usted.

—¿Por qué piensa eso? Usted es como yo. Un producto de los tiempos que nos ha tocado vivir. Usted y yo somos iguales, porque a los dos nos han obligado a adaptarnos a las circunstancias con las que debemos vivir —aseguró el cardenal secretario de Estado mientras caminaba alrededor de la fuente—. El cristianismo, tal y como lo planeó Nuestro Señor Jesucristo, podría llegar incluso a ser bueno si alguien intentara practicarlo, pero aquí, en el Vaticano del siglo XX, es difícil encontrar a alguien predispuesto a ejercerlo. Las palabras de Nuestro Señor Jesucristo quedan muy lejanas de la Santa Sede.

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