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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (61 page)

—Sólo estoy seguro de algo, eminencia. Si Jesucristo viviese hoy aquí, en su Vaticano, estoy seguro de que no sería una cosa: cristiano. Sólo espero que lo que está obteniendo supere lo que está sacrificando, y recuerde lo que hemos acordado. Si a alguna de esas cuatro personas le sucediese algo, volveré. Su destino estará escrito entonces, eminencia —replicó Max dirigiéndose hacia la salida del jardín.

—El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las jugamos. Adiós, Arcángel. Nos volveremos a ver —se despidió Lienart.

—Delo por seguro, eminencia. Algún día nos volveremos a ver. Algún día. No lo dude —le advirtió el Arcángel, perdiéndose entre las sombras de los jardines vaticanos con el mismo silencio con el que había llegado.

Lienart continuó su paseo de regreso hasta el Palacio Apostólico. Cuando se encontró en la soledad de su despacho, el secretario de Estado marcó el teléfono de monseñor Emery Mahoney.

—Venga usted a mi despacho inmediatamente y traiga el libro que tiene en su caja fuerte.

Unos minutos después, monseñor Mahoney golpeaba la puerta del despacho del todavía secretario de Estado de la Santa Sede.

—¿Me ha mandado llamar, eminencia?

—Sí, pase y cierre la puerta.

Mahoney se acercó hasta el cardenal, colocó su rodilla en tierra y besó el anillo con el sello del dragón alado. En su mano portaba el libro del evangelio de Judas.

—Aquí está el libro hereje, eminencia. ¿Qué quiere que haga con él?

—Quemarlo en el fuego purificador. Ese libro, junto a la carta de Eliezer, que me acaban de entregar, será pasto de las llamas. Ocúpese usted de que así sea. Esta misma noche quiero que estos dos documentos herejes ardan en el infierno. ¿Me ha entendido bien, monseñor?

—Sí, eminencia. Así lo haré —respondió Mahoney mientras se retiraba hacia la salida.

—Por cierto, monseñor —dijo Lienart, deteniendo a su secretario—, ordene a los hermanos Alvarado, Pontius y Cornelius que regresen a sus quehaceres en los monasterios de Irache, Haghartsin y Ettal, hasta que el Círculo sea nuevamente convocado. Dígales también que estoy orgulloso de ellos y que espero que recen por nuestros hermanos que han perdido la vida en defensa de la fe. Nosotros oraremos también por las almas de nuestros hermanos Ferrell, Lauretta, Osmund y Reyes. Ahora vaya en paz.

—Sí, eminencia, y que la paz sea también con usted.

* * *

Nahariya, doce kilómetros al norte de Acre

—Nahariya Hospital, ¿dígame?

—Deseo hablar con la habitación 116 —pidió Max.

—Un momento, le paso enseguida.

Tras unos segundos, alguien descolgó el teléfono.

—¿Cómo estás? —preguntó Max.

—Muy bien, aunque con un buen agujero en la tripa. Perdí mucha sangre, pero sobreviví gracias a ti —respondió Afdera aún con voz débil—. Me has salvado la vida y no sé cómo podré pagártelo. Te amo, aunque sé que jamás me permitirás acercarme a ti lo suficiente por ser quien eres, pero quería decírtelo. Te amo, Max.

—Yo también a ti, pero debo seguir mi camino y tú el tuyo. Puedes pagarme el favor viviendo lo suficientemente lejos como para que el cardenal Lienart y sus perros no te encuentren. Me devolverás así el favor, Afdera.

—Le has entregado la carta de Eliezer, ¿no es cierto?

—Sí, era la única forma de apartar a sus perros de ti, de tu hermana Assal, de Sam y de Colaiani.

—Sabes que ese hombre va a destruirla y jamás descubriremos lo que decía. Tendríamos que haber estudiado el texto antes de entregársela. Su contenido debía de ser muy importante como para que haya muerto tanta gente relacionada con ese trozo de papiro.

—Tal vez eso no sea del todo cierto.

—¿A qué te refieres?

—Yo sé lo que decía la carta de Eliezer, pero he negociado con su eminencia. Si algo le pasa a Assal, a Sam, a Colaiani o a ti, me veré obligado a hacerle una visita, algo que ni él mismo desea y, por supuesto, haré público el contenido de esa carta.

—Pero así te has puesto en peligro. Podría intentar matarte.

—Dudo mucho que se atreva a intentarlo. Recuerda que soy sobrino del cardenal Ulrich Kronauer, un poderoso rival dentro del Vaticano, y a mi tío no le gustaría que Lienart intentase matarme. ¿No te parece?

—¿Qué decía la carta? Creo que después de todo lo que he pasado, merezco conocer su contenido.

—Yo pienso lo contrario. Cuanto menos sepas, menos peligro tendrás de caer en manos de los perros del cardenal. Por ahora, podrás vivir con tranquilidad sin que tengas que estar mirando a tu espalda cada vez que salgas a la calle. Eres muy joven y debes aprender a vivir desde este mismo día. Que hoy sea el primer día de tu nueva vida.

—Una nueva vida sin ti, ¿no es cierto?

—Ésa es la pena que me ha impuesto. El cardenal Lienart me ha advertido que si tú y yo volvíamos a vernos, mi acuerdo con él quedaría roto, y la «sanción» contra ti, Sam, Assal y Colaiani podría volver a entrar en vigor —mintió Max—. Ése es el alto precio que deberé pagar: no volver a verte.

Max podía escuchar cómo Afdera lloraba al otro lado de la línea.

—Pero yo te quiero, Max...

—Yo también a ti. Y por eso lo mejor es que continuemos nuestra vida separados. No deseo tener que enterarme de tu muerte. He negociado vuestra seguridad con Lienart y desaparecer de tu vida será el precio que pagaré.

—Te amo, Max.

—Yo también te amo, Afdera —respondió Max.

Afdera, entre llantos, oyó cómo Maximilian Kronauer cortaba la comunicación. Esta vez para siempre.

* * *

Castelgandolfo

A dieciocho kilómetros de Roma y situada en el corazón de una pequeña localidad a orillas del lago Albano, se escondía la Residenza Papale, donde desde hace siglos los papas pasan sus vacaciones veraniegas. En sus jardines, entre paseos y oraciones, el Sumo Pontífice continuaba recuperándose de sus heridas. Desde su visita a la prisión de Rebibbia, se mostraba pensativo. Su conversación con el hombre que había intentado asesinarle le había consternado. En su mente aparecía continuamente una palabra clave pronunciada por aquel joven turco en su celda: Becket.

Aquella mañana, el secretario de Estado, el cardenal August Lienart, había sido convocado ante la presencia del Papa. El Mercedes-Benz ascendió por la via Ercolano hasta alcanzar el primer control de la Guardia Suiza, tras sortear a innumerables turistas que paseaban por las calles. El oficial al mando del puesto reconoció inmediatamente el vehículo del poderoso visitante, al tiempo que los dos guardias situados en las garitas mostraban su respeto presentando armas.

El coche entró en el patio central del edificio diseñado en el siglo XVII por Cario Maderno para el papa Urbano VIII. El resto de edificaciones, tanto el Palacio Papal como el edificio colindante, diseñados por Barbarini, habían sido añadidos al complejo principal por orden de Pío XI. Ahora, el Sumo Pontífice de Roma convalecía de las heridas sufridas por dos disparos efectuados por un terrorista turco.

—Su Santidad le está esperando en los jardines. Sígame, eminencia —anunció secamente el secretario del Papa.

Aquel hombre no había sido nunca santo de su devoción, pero se había convertido en secretario, confidente e incluso confesor del propio Pontífice. Si deseabas llegar al Papa no te quedaba más remedio que pasar por su secretario y para algunos, eso no era una tarea nada fácil.

Seguido por Lienart, el secretario avanzó entre los pasillos de palacio hasta alcanzar una gran escalinata exterior que se abría a unos amplios y ordenados jardines. Lienart pudo divisar a lo lejos la figura encorvada del Santo Padre vestido de blanco, sentado en una pequeña silla junto al estanque y con su cabeza cubierta por un sombrero de paja. A su lado, había una mesa de jardín y una única silla vacía. Estaba claro que el Papa le esperaba.

—Santidad... —dijo el secretario en voz baja mientras tocaba su brazo para sacarlo del letargo en el que se encontraba—. Santidad..., su eminencia el cardenal Lienart está aquí.

El Sumo Pontífice abrió los ojos al tiempo que levantaba su mano derecha para dejar que Lienart besase el Anillo del Pescador.

—Santidad... —pronunció el secretario de Estado a modo de saludo.

—Siéntese aquí, junto a mí —ordenó el Papa mientras daba una pequeña palmada sobre la silla vacía que tenía a su lado—. ¿Desea tomar una limonada?

—No, muchas gracias, Santidad.

Antes de iniciar la conversación, el Papa ordenó a su secretario no ser molestado bajo ningún concepto. Cuando éste se encontraba a una distancia prudencial, el Sumo Pontífice comenzó a hablar con un comentario banal.

—¿Sabe usted, querido Lienart, qué significa ese busto romano? —dijo el Papa, señalando una estatua cercana cubierta por el musgo.

—No lo sé, Santidad.

—Representa a Polifemo, el cíclope hijo de Poseidón y la ninfa Toosa, y de quien escapó Ulises en la isla de los Cíclopes. ¿Sabe usted qué nombre le dio Ulises cuando Polifemo le preguntó su nombre?

—Siento decirle, Santidad, que no soy un gran experto en mitología.

—Pues le respondió con un nombre:
Outis,
un nombre que podría traducirse como «Ningún hombre» o «Nadie». Ésa fue la respuesta que me dio ese joven turco que intentó matarme cuando le pregunté quién le había ordenado asesinarme. Yo no podía entender el porqué de esa expresión. Antes de salir de aquella celda, ese hombre me dijo algo: «Santo Padre, la clave está en Becket». ¿Conoce usted, eminencia, la relación entre Thomas Becket y Enrique II?

—Sí que la conozco, Santidad —respondió Lienart—: «¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura entrometido?».

—Querido Lienart, la frase correcta es: «¿No habrá nadie
capaz
de librarme de este cura turbulento?» —corrigió el Papa. —¿Quién es Becket y quién el rey?

—Está muy claro, mi querido cardenal Lienart, a quién representa usted y a quién represento yo. Me he convertido en su Becket y usted, mi querido cardenal Lienart, se ha convertido en mi rey Enrique II —afirmó el Santo Padre ante la mirada sorprendida de su visitante—. Alguien dijo un día: ¿queréis conocer a un hombre? Investidle de un gran poder. Ése tal vez fue mi error cuando le concedí a usted tal poder entre nosotros.

—¿Usted, Santidad? Soy yo quien le situó en el lugar en el que se encuentra sentado, en la Cátedra de Pedro, y no otro. ¿Recuerda Su Santidad lo que sucedió en el último cónclave? Fui yo quien jugó sus fichas de forma magistral para que fuese usted el elegido, ¿o prefiere pensar que fue el Espíritu Santo quien le eligió para el puesto? Está claro que con un poder absoluto, hasta a un burro le resulta fácil gobernar.

—Cuando hablo con usted, sinceramente, agradezco no ser una de las ruedas del poder que usted representa, sino una de las criaturas que han intentando ser aplastadas por ellas. La prueba suprema de virtud, querido amigo, consiste en poseer un poder ilimitado sin abusar de él, pero para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio, y usted está cada vez más cerca del borde de ese precipicio.


Aequam memento rebus in arduis servare mentem; eram quo des, eris quod sum,
acuérdate de conservar la mente serena en los momentos difíciles; yo era lo que eres, tú serás lo que soy. Es grande saber ser pequeño y por eso no deseo ocupar la Silla de Pedro, aunque usted, Santidad, piense lo contrario. Aparentar lo que no eres es como querer parecerse a Dios, simplemente jamás lo logrará uno. Siempre he dicho, Santidad, que todos aprenden de sus propios errores, como usted, pero los sabios como yo aprendemos de los errores de los demás, y en eso me diferencio de usted.

—Qué equivocado está, cardenal Lienart. Tácito decía que el poder conseguido por medios culpables nunca se ejercitó en buenos propósitos, y si usted llegase a alcanzar algún día la Cátedra de Pedro, dé por seguro que ese día la Iglesia vivirá uno de los días más oscuros de su historia —aseguró el Papa con una mueca de dolor en su rostro, mientras intentaba enderezarse en la silla—. No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; y no hay más que una gloria: el servicio de la verdad, y usted ha demostrado que no es un fiel seguidor, como servidor de Dios, de ninguna de las dos. Ni de la justicia ni de la verdad.

Lienart observaba el dolor de aquel hombre sin dejar de mirarle fijamente a los ojos. Deseaba ver su sufrimiento y aquel campesino deseaba mostrarle a él lo que era capaz de aguantar. Cuando el Sumo Pontífice se hubo acomodado, Lienart se levantó, pero antes de retirarse dijo:

—Usted, Santidad, cree aún en el cielo y el infierno, en los creyentes y en los ateos; pero déjeme decirle que los malos son los únicos que irán al cielo para que Dios pueda perdonar sus pecados..., a los buenos no tiene nada que perdonarles. Yo soy un soldado de Dios, un hombre que está preparado para hacer el trabajo que otros prefieren no hacer con el fin de no mancharse las manos. Vale más actuar exponiéndose a arrepentirse de ello que arrepentirse de no haber hecho nada. Yo no creo en ese Dios en el que usted cree, en el Dios que castiga y premia. Eso lo dejo para los incultos miembros de la Curia. Ése, Santidad, es su cielo y su Dios, no el mío.

Mientras Lienart se dirigía hacia la salida, no pudo llegar a oír a su espalda las débiles palabras pronunciadas por el Papa a modo de profecía. Mostrando entre sus finos labios una misteriosa sonrisa, el Sumo Pontífice dijo:

—Todo poder excesivo dura poco, querido amigo, muy poco...

Cuando el Mercedes-Benz del cardenal-secretario de Estado salía del Palacio Papal para descender por las estrechas calles de Castelgandolfo hacia la piazza Cesare Battisti, a cientos de metros de ahí, alguien lo señalaba con la mira de un rifle.

—Delo por seguro, eminencia. Algún día nos volveremos a ver —murmuró el Arcángel mientras colocaba levemente su dedo índice en el gatillo, al tiempo que observaba a través de la potente lente la cabeza del cardenal August Lienart coronada con el capelo rojo...

Vi subir de la tierra otra bestia que tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero y hablaba como un dragón. Ejerce toda la autoridad de la primera bestia en presencia de ella; hace que la tierna y sus moradores adoren a la primera bestia, a aquella cuya herida mortal fue curada. [...] Sucede a los que habitan sobre la tierra con los prodigios que le fue dado hacer en presencia de la bestia, diciendo a los que habitan sobre la tierra que hicieran una imagen en honor de la bestia que tiene la herida de la espada y revivió. Se le concedió infundir espíritu en la imagen de la bestia para que incluso hablara la imagen de la bestia e hiciera que fuesen muertos cuantos no adoraran la imagen de la bestia. Y hace que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente; y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, el nombre de la bestia o la cifra de su nombre. ¡Aquí se requiere sabiduría! El que tenga inteligencia calcule la cifra de la bestia. Es cifra de un hombre. Su cifra es seiscientos sesenta y seis
.

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