Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—Rosa, quiero hablar con mi hermana —pidió Afdera, intentando pronunciar las palabras de forma clara y en tono más alto para suplir la sordera de la anciana criada.
—La señorita Assal no está ahora en el palacio, señorita Afdera. Si quiere, déjeme su número y le diré que la llame;
—Tengo un mensaje urgente de ella. ¿Sucede algo? —preguntó la joven.
Al otro lado del auricular, Afdera pudo oír unos pasos que se acercaban corriendo. Sin duda, era su hermana Assal.
—Hola, hermanita.
—Hola, Assal, ¿qué ocurre? —preguntó intrigada Afdera.
—Es la abuela.
—¿Qué le pasa a la abuela? —volvió a preguntar la joven.
—Se está apagando y quiere verte.
—¡Mierda! —exclamó Afdera al otro lado de la línea—. No creo que me dé tiempo a regresar en un día. Tengo que ver las conexiones de vuelo desde Tel Aviv a Venecia. Déjame ver qué puedo hacer y te vuelvo a llamar.
—Bien. Espero tu llamada.
—Hermanita, no dejes que la abuela muera hasta que no llegue. Debo estar con ella —pidió Afdera antes de colgar.
—No te preocupes. La cuidaré, pero ven lo antes posible —le recomendó su hermana.
Afdera quedó envuelta en el silencio de su pequeño y polvoriento despacho en el sótano del Museo Rockefeller, intentando recordar su pasado y el vacío que iba a dejar en ella y en su hermana la muerte de su abuela.
Para la joven, su abuela Crescentia era como una heroína de esos libros de aventuras que leía en la oscuridad de su dormitorio cuando era tan sólo una niña.
Su abuela había nacido en el Egipto británico, aunque sus padres decidieron enviarla a estudiar a París y a Ginebra siendo muy joven.
En la capital francesa conoció a su primer esposo, un exiliado ruso seguidor del Zar, que le enseñó el arte de la joyería. Después de casarse en segundas nupcias con el barón Raniero Franchetti, se instaló en Venecia. Allí mantuvo estrechos lazos con la comunidad judía. Se creía que Crescentia y su esposo se dedicaron durante la ocupación alemana, desde 1943 hasta 1945, a esconder a ciudadanos judíos en el laberíntico subsuelo de Venecia. Afdera aún mantenía viva en su recuerdo una fotografía en blanco y negro de sus abuelos bailando envueltos en la bandera tricolor en la plaza de San Marcos, el 28 de abril, día de la liberación.
Fue en la ciudad de los canales donde Crescentia Brooks estableció su primera galería, la Brooks Antique Gallery. Junto a su marido y su hija, la madre de Afdera y Assal, había viajado por Egipto, Somalia, Sudán y Etiopía, y durante esos largos viajes fue aficionándose a las antigüedades. Los nombres de sus nietas se los puso su abuelo en honor a los dos lagos salados que se encontraban en la región etíope de Afar, a ochocientos cincuenta kilómetros al este de Addis Abeba.
El abuelo de las niñas, Raniero Franchetti, había sido un famoso explorador que viajó desde los mares de China a las Montañas Rocosas. Le gustaba contar a sus nietas cómo había sido abandonado en Malasia por la tripulación de un junco en el que se había extendido la peste. También relataba que había vivido cerca de un año en una tribu de pigmeos y cómo fue rescatado por una misionera inglesa cuando todos lo daban por muerto. Pero su historia más memorable, según contaba la propia Afdera, era la que narraba su expedición por la Dankalia etíope siguiendo las huellas de la expedición Giulietti, masacrada por la tribu de los dankali. De niñas, Afdera y Assal pasaban horas y horas mirando los diarios antiguos de su abuelo, escritos con prolija letra e ilustrados con dibujos a la acuarela de lugares y personajes con los que se había encontrado en sus viajes por todo lo largo y ancho de este mundo. La bella Crescentia Brooks, la abuela de Afdera, fue uno de esos curiosos personajes con los que él se cruzó, convirtiéndose pocos años después en su esposa.
Afdera miró la fotografía colocada en un marco de plata ennegrecida sobre la mesa de su despacho en la que aparecía su abuelo con su fino bigote negro y tocado con un salacot. Su abuela llevaba un pequeño sombrero que dejaba entrever un cabello negro, con el corte típico de los años veinte, y una sombrillita que le protegía del calor del desierto etíope.
«Tal vez por eso yo llevo el mismo corte de pelo», pensó Afdera.
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, su abuela se convirtió en una de las más importantes y prestigiosas marchantes de antigüedades de toda Europa. Abrió una sucursal de su negocio en la capital suiza, Berna, principal centro neurálgico de antigüedades del continente, mientras importantes museos de Japón, Estados Unidos, Alemania e Israel reclamaban sus servicios para adquirir piezas egipcias para sus colecciones. De niña le resultaba fascinante ver cómo su abuela era capaz de negociar en un árabe fluido el precio de una codiciada figura de Horus, en un perfecto griego el precio de una valiosa figura de Heracles en reposo o cómo cerraba tratos de millones de dólares en antigüedades en inglés, francés, alemán e incluso ruso.
Ylan Gershon, director del Museo Rockefeller de Jerusalén y viejo amigo de la familia, le decía siempre á Afdera que su abuela era capaz, sólo con el olfato, de detectar si una pieza egipcia era original o simplemente una copia. Ésa era tal vez una leyenda más de las que rodeaban la figura de Crescentia, pero para ella y su hermana su abuela lo había sido todo desde aquella oscura mañana, cuando la vieron bajarse de un taxi en Nueva York. Sus padres acababan de fallecer en un accidente cuando se dirigían a escalar las cumbres que rodeaban la ciudad de Aspen.
Esa imponente y autoritaria mujer se convirtió entonces en su única familia y ellas, dos niñas de once y nueve años, en la única familia de Crescentia Brooks. Sin decir nada, la mujer abrazó fuertemente a sus nietas y se las llevó a vivir con ella a su palacio veneciano.
—No os preocupéis por nada. La abuela está aquí con vosotras. No os sucederá nada —les dijo.
A ella le debía todo lo que era, incluso su amor y su pasión por la arqueología, la historia y las antigüedades. Su abuela la había convencido para que estudiase historia en Oxford y se especializase en arqueología egipcia y bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Gracias a sus «oscuras» relaciones, como a Crescentia le gustaba definir sus contactos de negocios, Afdera consiguió trabajar en el Museo Rockefeller, cuartel general de la Autoridad de Antigüedades de Israel. Sin duda, Crescentia estaba preparando a su nieta para que la sucediese en el negocio una vez que ella hubiese fallecido, pero lo que Afdera aún no sabía es que también heredaría un valioso secreto.
* * *
Venecia
Tras un viaje de tres horas entre la capital israelí y la ciudad de los canales, con escala en Roma y la inevitable pérdida de maleta, Afdera aterrizó finalmente en Venecia. Al salir de la terminal del aeropuerto Marco Polo, pudo divisar a Sampson Hamilton, el fiel abogado de su abuela, escondido tras un ejemplar del
Financial Times
.
—Buenos días, Sam —saludó Afdera.
—¡Oh...! ¡Buenos días, Afdera! No te había visto —respondió educadamente mientras doblaba el ejemplar del periódico y cogía el pequeño maletín que la joven llevaba en su mano—. ¿Y tu equipaje? —preguntó intrigado el abogado.
—Perdido en el limbo italiano —respondió la joven—. Tengo que decirle a Rosa que llame mañana a Alitalia para recuperarlo.
Tras una pausa, Afdera preguntó como si no quisiera saber la respuesta:
—¿Cómo está mi abuela?
—Esperándote —respondió lacónicamente el abogado.
—Vamos, Sam, me refiero a su salud —inquirió Afdera.
—Esperándote —incidió el fiel abogado.
El elegante Sampson Hamilton llevaba años con su abuela. Había estudiado derecho en Basilea, el centro artístico y cultural de Suiza. Crescentia decía de él que era la perfecta combinación suiza por excelencia: «Una exquisita mezcla de cultura francesa cosmopolita, una perfecta y estricta formación jurídica alemana y una hábil manera de manejarse en el mundo de los tribunales y las antigüedades gracias a su educación italiana». Hamilton hablaba de forma fluida alemán, italiano y francés. Antiguo estudiante de la Universidad de Harvard, en donde realizó un máster, su inglés también era impecable.
Mientras se dirigían en un BMW por Via Orlanda hasta alcanzar el Ponte della Libertà, Afdera intentó sonsacar algo más de la salud de su abuela y por qué la había hecho llamar tan urgentemente.
—Debes esperar. Cuando hables con ella, lo sabrás —le dijo Hamilton en un tono de voz que indicó a la joven que no pensaba decir ni una sola palabra más.
—¿Has visto a mi hermana?
—Sí. No se ha separado de tu abuela. Ella también quiere que estés a su lado en estos momentos —dijo Hamilton sin dejar de mirar de frente a la calzada.
—Lo sé.
Hamilton había pasado sus años escolares en el colegio jesuíta de María Auxiliadora y había sido obligado a soportar largos periodos de
silentium.
Sus estrictos profesores esperaban que los alumnos lograran de esta manera la ayuda de la Virgen María para saber elegir el buen camino. Ese entrenamiento de «silencios» hizo de Sampson el perfecto abogado y confidente de su abuela. Con semejante entrenamiento, Afdera sabía que no podría arrancar ni una sola palabra más al abogado.
Como el trayecto era bastante tedioso debido al intenso tráfico en la entrada del puente, la joven cogió el periódico. En su portada aparecía la imagen de los cincuenta y dos rehenes de la embajada estadounidense en Teherán siendo liberados, tras un largo cautiverio.
Unos treinta minutos después, el vehículo se desplazaba por el largo puente que une la isla de Venecia con el continente.
—Dejaremos el coche en el Piazzale Tronchetto. Allí nos está esperando Francesco para llevarnos hasta la casa de tu abuela —le informó Hamilton.
El vehículo aminoró su marcha para entrar a la derecha hacia un pequeño muelle, más allá de la estación de ferrocarril y la zona en donde atracan los grandes cruceros cargados de turistas.
Tras aparcar el vehículo, Francesco, el chófer y ayudante de Crescentia Brooks, se dirigió hacia el abogado para coger la pequeña maleta que éste llevaba en su mano. Francesco era el correveidile de su abuela. Nada sucedía en Venecia sin que él lo supiese y, por extensión, su abuela. A Crescentia le gustaba desayunar en la cocina del palacio y escuchar los rumores que corrían por los canales de Venecia de boca de su fiel sirviente.
Unos minutos después, la pequeña barca a motor se alejaba del muelle y entraba directamente en la zona del Gran Canal bajo el Ponte della Libertà. Mientras se desplazaban en paralelo a la Fonda-menta Crotta, los recuerdos volvieron a la mente de Afdera. Aquella ciudad era, sin duda, su ciudad: sus canales, sus gentes, su olor putrefacto a aguas estancadas en verano y a musgo húmedo en invierno, sus misteriosas
teràs
, sus amplias
salizzadas
y sus oscuras
rugas.
Todo ello era Venecia, como una especie de cóctel. A Afdera le gustaba volver a su ciudad.
El pequeño barco atravesó el puente Scalzi y continuó por el Gran Canal. Podía divisar por estribor el Palazzo Foscari-Contarini, el Gritti, el Dona Balbi, el Fondaco dei Turchi o el San Stae. Cuando eran niñas, ella y su hermana Assal jugaban a cerrar los ojos y, una vez abiertos, decir rápidamente el nombre del edificio histórico que se encontrase a babor o a estribor. Su abuelo daba una moneda a la ganadora y otra a la perdedora sin que lo supiese la primera. Así, ninguna de las dos perdía.
Cuando la embarcación divisó la Corte Nuova, Afdera miró a babor y enseguida vio la Ca' d'Oro, la bella mansión propiedad de su abuela que había sido su hogar desde la muerte de sus padres.
Levantada a mediados del siglo XV por orden del procurador de San Marcos, Marino Contarini, la Ca' d'Oro era el perfecto ejemplo del paso del gótico al renacimiento veneciano. El palacio había quedado sin terminar, faltaba el ala izquierda, lo que provocaba una asimetría que a su abuelo le gustaba definir como «la imperfección hecha arte». Su fachada decorada por parapetos y balconadas se había convertido en un símbolo más del Gran Canal. Cuando era niña, Afdera adoraba pasar largas horas sentada tras la pequeña ventana cuadrada, admirando los atardeceres sobre la ciudad.
A finales de los años sesenta, su abuelo, el barón Raniero Franchetti, había llevado a cabo una importante restauración del edificio con el fin de hacerlo más habitable, pero sin que perdiese su artístico encanto renacentista.
Las dos niñas corrían por las amplias galerías entre pinturas de maestros como Andrea Mantegna, Vittore Carpaccio o Luca Signorelli, jugaban al escondite tras las esculturas de Andrea Sansovino o Tullio Lombardo o saltaban a la comba bajo los frescos de Tiziano. Aquellos primeros juegos, aquellos escenarios fantásticos convirtieron a las hermanas Brooks en dos amantes del arte.
Assal, la pequeña, se había ocupado de clasificar, tasar y asegurar todas las obras de arte reunidas en la Ca' d'Oro: documentos, dibujos, cerámicas, tapices, pinturas, incunables, etcétera, haciendo, sin lugar a dudas, un gran trabajo.
La voz de Assal llegó a oídos de Afdera desde el pequeño muelle blanco del palacio. Al fondo, podía ver la estilizada figura de su hermana, agitando los brazos y saltando de forma infantil, llamando su atención.
—Ahí está tu hermana —dijo Sampson.
—Sí, ya la veo.
Cuando la joven puso pie en el muelle, Assal se echó en brazos de Afdera.
—Querida hermanita, ¡cuánto te he echado de menos! —dijo con los ojos humedecidos.
—Vamos, vamos, no llores. Ya estoy aquí y pienso darte mucho trabajo —bromeó Afdera mientras, cogidas de las manos, entraban en el palacio.
Rosa, la criada, bajó por las escaleras gritando su nombre en voz alta para estrechar entre sus gruesos brazos a la recién llegada.
—Señorita Afdera, señorita Afdera, ¡qué alegría volver a verla después de habernos tenido tanto tiempo abandonadas!
—¡Oh, Rosa, cómo he echado de menos tu
baccalà mantecata
y tu
fegato alla veneziana!
—exclamó Afdera entrecerrando los ojos.
—Oh, señorita Afdera, aquí haremos que usted engorde un poco. Esos israelíes no deben comer nada bien. Está usted esquelética, pero ya nos ocuparemos de corregir eso para que encuentre un buen marido veneciano.
—Está bien, Rosa, deja ya de meterte con mi hermanita —interrumpió Assal—, y prepárale su habitación.