Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
El sonido del teléfono rompió su contemplación.
—Eminencia, le paso con el señor Giorgio Foscati, de
L'Osservatore Romano
.
—¿Señor Foscati? —preguntó Lienart.
—Sí, eminencia, Giorgio Foscati para servirle.
—En los próximos días y durante algunos meses le pediré que publique cada cierto tiempo una pequeña nota en una de las páginas de la edición italiana de su periódico.
—¡Cómo no, eminencia! Será un honor servirle a usted, a la Secretaría de Estado, a la Santa Sede y al Santo Padre.
—Coja papel y lápiz y anote la primera frase:
Animus hominis est inmortalis, corpus mortale,
el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. Inclúyala en la página cuatro del periódico de pasado mañana —ordenó el cardenal Lienart.
—Por supuesto, así lo haré.
—Buenas noches, señor Foscati.
Antes de colgar, el periodista decidió pedir un favor personal al cardenal.
—Eminencia, mi hija de dieciséis años, Daniela, va a hacer la confirmación en unos meses y me gustaría que fuese usted quien se la impartiese.
—Sería un honor para mí, querido Foscati, pero no sé si podré hacer un hueco en la apretada agenda de la Secretaría de Estado. Estamos muy ocupados con las visitas oficiales y no sé si...
—... no le molestaría mucho y a su madre y a mí nos gustaría que fuese Su Eminencia quien le impartiese la confirmación. Daniela es todo lo que tenemos y para ella ése es un día muy importante —volvió a insistir el periodista.
—Por lo menos intentaré hacer que le llegue a su hija una bendición de Su Santidad para ese día tan señalado. No se preocupe, querido Giorgio, y por favor, no se olvide de incluir mi frase en el periódico de pasado mañana. Ah, por cierto, salude usted a su esposa de mi parte.
—Buenas noches, eminencia.
Una vez acabada la jornada, el cardenal Lienart permaneció en pie ante los amplios ventanales de su despacho mientras daba profundas caladas a su habano.
* * *
Venecia
Casi a esa misma hora, en la ciudad de los canales, Crescentia Brooks fallecía de un infarto en su residencia de la Ca' d'Oro.
Sería su criada, Rosa, quien la encontraría en el suelo de su dormitorio. El doctor Fabiani, médico de la familia, certificaría su defunción.
—Tengo que llamar a Afdera para comunicárselo —dijo Assal mientras Sampson intentaba consolarla.
—¿Prefieres que lo haga yo?
—No. Soy su hermana y creo que debo ser yo quien se lo comunique —respondió, intentando secarse las lágrimas con un pañuelo—. Necesito que tú te ocupes de todo lo relativo al funeral y que se lo notifiques a quien creas oportuno. Ahora no estoy para escribir ni firmar ningún documento. Es mejor que tú te ocupes de todo eso.
—Bien. No te preocupes por nada. Me encargaré del funeral y de recibir las condolencias de los amigos de tu abuela.
Tras despedirse del abogado, Assal se dispuso a llamar a su hermana Afdera.
—Hotel Tumblin Inn, dígame —respondió la voz al otro lado del teléfono.
—Por favor, quería hablar con la señorita Afdera Brooks.
—Un momento, le paso.
Tras dos tonos Assal escuchó la voz de su hermana.
—Afdera, soy Assal.
—¿Qué ocurre? —preguntó intrigada.
—Es la abuela. Ha muerto de un infarto hace unas horas. Tienes que regresar a Venecia.
—Haré todo lo posible por llegar cuanto antes para que no tengas que ocuparte tú sola de todos los trámites para el funeral —dijo con serenidad.
—Me está ayudando Sampson con los papeles del forense y de la funeraria, y también él se ocupará de dar la noticia a los más allegados, pero de cualquier forma te necesito. Necesito que estés aquí conmigo.
—Regresaré cuanto antes, hermanita, no te preocupes. Estaré pronto contigo. Buenas noches, Assal.
—Buenas noches, Afdera. Ahora estamos solas.
Afdera se pasó llorando toda la noche, recordando los buenos momentos vividos junto a su abuela y acompañada en aquel solitario hotel únicamente por el libro de Judas, que se deshacía a pedazos en una caja de plástico bajo su cama.
Venecia
El funeral por el alma de Crescentia Brooks dio comienzo con un acto solemne en la pequeña iglesia de San Stae. Personas llegadas desde todos los rincones del planeta se acercaban a Afdera y a Assal para presentarles sus respetos. Ninguna de las dos hermanas conocía a aquellas personas con rostro solemne que intentaban confortarlas con tan sólo unas palabras de ánimo.
La obertura de
Egmont
de Beethoven procedente de la iglesia llegaba a oídos de Afdera y Assal mientras estrechaban manos desconocidas recibiendo condolencias.
—Quiero expresarles mi más sentido pésame por la muerte de su abuela —dijo un hombre vestido con un elegante traje negro y corbata del mismo color. Assal estrechó la mano del desconocido—. Señorita Afdera, quiero expresarle mis más sinceras condolencias —añadió, estrechando la mano de Afdera, que se encontraba ensimismada con la música de Beethoven y el oscuro día con que había amanecido Venecia.
—Oh, muchas gracias. Estamos muy apenadas —consiguió decir la joven mientras el hombre entraba en el templo.
Aquella bella iglesia, construida en 1709 por el arquitecto Domenico Rossi y retratada por el gran Canaletto, había sido uno de los rincones favoritos de la fallecida, tal vez incluso un refugio cuando quería huir durante unas horas del mundanal ruido. Allí había mantenido largas conversaciones con el padre Foscari, rodeados de obras de arte de Giovanni Battista Piazzetta o Tiépolo. Afdera sabía que su abuela tenía mucho cariño a aquella iglesia consagrada a San Eustaquio, general de los ejércitos de Trajano muy dado a hacer obras de misericordia y al que se le apareció Dios, y tras abrazar el cristianismo, el emperador Adriano lo condenó a él, a su esposa y a sus dos hijos a morir quemados en el interior de un buey de bronce.
—Afdi,Afdi.
La voz de su hermana llamándola para el comienzo de los oficios religiosos la sacó de sus pensamientos.
—Ya voy. Estaba recordando a la abuela —admitió, cogiendo de la mano a su hermana para entrar en la iglesia.
Durante el tiempo que duró el funeral, a Afdera le dio la sensación de que alguien la vigilaba. En un momento se giró a su derecha y vio cómo el hombre bien vestido mantenía su mirada fija en ella. Aquello la incomodó. No lo conocía, a pesar de que éste se había dirigido a ella por su nombre y con gran familiaridad, aunque la verdad es que tampoco conocía a todas aquellas personas que, con cara apenada por la muerte de su abuela, se sentaban en los abarrotados bancos.
Tras la misa, los invitados pasaron a una recepción en la Ca' d'Oro para firmar en el libro de condolencias. Profesores de universidad, arqueólogos, directores de museos, marchantes de arte, traficantes de antigüedades, restauradores, científicos, traductores de extrañas lenguas, espías, financieros, abogados, millonarios coleccionistas e incluso ladrones y saqueadores de tumbas eran algunos de los personajes que daban el último adiós a la marchante fallecida.
—¿Cuál será la profesión de aquel tipo? —preguntó Afdera con una copa de ponche en la mano, observándole.
—¿A quién te refieres?
—A aquel tipo de traje negro hecho a medida.
—No le he visto en mi vida, pero no cabe la menor duda de que es muy atractivo, ¿no te parece?
—Sí, es muy atractivo. Le preguntaré a Sampson si lo conoce de algo—dijo Afdera cada vez más intrigada.
Mientras intentaba localizar al abogado de su abuela, vio que el hombre se despedía de una serie de personas a las que tampoco conocía y se marchaba del palacio para perderse entre la multitud que paseaba por la Strada Nova.
Afdera volvió al palacio y se encontró con el abogado.
—¡Oh! Sampson, te estaba buscando. ¿Has visto al hombre que acaba de salir?
—No sé a quién te refieres.
—Un hombre de porte atlético, apuesto y vestido con un traje negro. Debe de tener dinero porque el traje estaba cortado a medida, posiblemente en Savile Row. Parecía un
broker
londinense.
—Pues la verdad, querida, es que no me he fijado demasiado en ese hombre atractivo del que hablas, pero tu abuela tenía relaciones de negocios con mucha gente que ni yo mismo conocía.
—Bueno, no es nada importante —dijo la joven.
Antes de dar la espalda al abogado, éste le preguntó:
—¿Vas a decirme que había en la caja de seguridad de Hicksville?
—Más tarde —aseguró la joven—. Si quieres, podemos vernos mañana por la mañana en la biblioteca. Voy a necesitar tu ayuda y también algún contacto de mi abuela. Tú los conocías a casi todos, quiero que me des algunos nombres.
A la mañana siguiente, Afdera y Assal todavía estaban afectadas por los acontecimientos vividos el día anterior en el entierro de su abuela. Afdera se encontraba en bata cuando sonó el timbre de la puerta. Era Sampson Hamilton impecablemente vestido con un traje azul de raya diplomática y una corbata Marinella de seda.
—Buenos días, Rosa.
—Buenos días, señorito Sampson. La señorita Afdera está desayunando arriba, en la biblioteca.
—Bien, no se moleste, Rosa. Ya subo yo solo —dijo Hamilton dirigiéndose hacia las escaleras.
La puerta estaba entreabierta y al otro lado podía oírse el
Intermezzo
de Sfasmann mezclado con el sonido de las voces de las dos hermanas.
—Buenos días, Sampson.
—Buenos días, Afdera —respondió el abogado desviando su mirada hacia Assal, que, vestida tan sólo con un ligero camisón de seda, se dirigía hacia la salida.
Afdera sabía que su hermana atraía la atención de los hombres en general y de Sampson en particular. Podía ver cómo la miraba cada vez que se cruzaba con ella.
—¿Por qué no le dices que la quieres? —preguntó a Sampson, que se puso colorado por la inesperada pregunta.
—No sé. Tal vez por miedo a que me rechace, pero ahora pongámonos a trabajar un rato —replicó el letrado mientras abría su maletín negro y comenzaba a sacar papeles que la joven debía firmar—. ¿Vas a decirme qué había en la caja de seguridad?
Afdera se levantó y cogió la caja para colocarla entre ellos. Después procedió a abrirla para mostrar al abogado su contenido. Al ver aquel libro de papiro deshecho por el tiempo, Sampson preguntó:
—Un libro antiguo. ¿Y de qué trata para que sea tan misterioso?
—Tienes ante ti, querido Sampson, el evangelio perdido de Judas. Las únicas palabras escritas sobre el apóstol.
—¿Te refieres a Judas Tadeo?
—No. Este libro trata sobre Judas Iscariote, el apóstol que supuestamente traicionó a nuestro Señor Jesucristo —aclaró la joven.
—¿Crees realmente que esto que se deshace aquí dentro puede ser tan importante?
—Mi abuela así lo creía. Tenía este libro, por lo menos que yo sepa, desde 1965. Ese año contrató la caja de seguridad en el First National Bank de Hicksville y lo guardó allí. Tal vez el libro llegara antes a sus manos. Dejó un grueso diario escrito que he encontrado junto al evangelio.
—¿Qué contactos necesitas entonces?
—Necesito saber si la abuela tenía algún buen contacto con la Fundación Helsing de Berna.
—Tendré que comprobarlo, pero ¿por qué ellos?
—Esa fundación es la única que puede llevar a cabo la restauración del evangelio y encargarse de su traducción para que sepamos qué dice sin que nadie se entere. Se cree que sus patronos son hombres poderosos de todo el mundo a los que no les importa el dinero, sino el arte y la recuperación de antigüedades para conocer la historia pasada. Mi abuela confió en ellos en muchas ocasiones para restaurar algunos objetos que pasaron por sus manos. Si ella confiaba en la fundación, ¿por qué no nosotros?
—¿Quieres llevar el ejemplar tú misma a Berna?
—Sí. Esta misión me la encomendó la abuela justo antes de morir. Estoy segura de que era importante para ella y, por tanto, también lo es para mí.
—No he oído cosas demasiado buenas de esa fundación. Nadie sabe bien quién está detrás de ella. Tiene muchos medios, con laboratorios muy costosos, y no se sabe de dónde sale tanto dinero —advirtió el abogado.
—Eso son tonterías.
—Espero que sólo sean eso: tonterías. No me gustaría tener que enfrentarme en un tribunal con una fundación de la que nada se sabe. Se ha llegado a decir incluso que detrás de ella hay traficantes de armas y narcotraficantes colombianos que la utilizan para blanquear dinero.
—Me da igual lo que hagan, siempre y cuando puedan ayudarme a recuperar el evangelio y a traducir su significado. Poco me importa de dónde sale el dinero —dijo la joven, intentando dar por finalizada la conversación.
Afdera omitió a Sampson las advertencias de su abuela sobre lo peligroso de la misión y de los oscuros poderes que intentarían hacerse con el libro. Antes de abandonar la biblioteca, el abogado se volvió a la joven para indicarle que en breves días podrían abrir el testamento de su abuela.
—Yo me ocuparé de todo y de pagar el impuesto de sucesiones en Italia, Suiza y Estados Unidos. Ahora sus propiedades son de tu hermana Assal y tuyas. También sus negocios. Ella quería que tanto tu hermana como tú continuaseis con ellos. Yo seguiré siendo tu guía hasta que ya no me necesites. Entonces podrás prescindir de mí si lo deseas.
—¡Oh! Yo jamás podría prescindir de ti, y tampoco mi hermana —dijo, lanzando una sonrisa burlona al abogado.
—Por cierto, si crees que alguien puede querer robar el contenido de esa caja, te recomiendo que la guardes bien. Estoy seguro de que a quien pueda interesarle sabrá ya que la has sacado del banco.
* * *
Ciudad del Vaticano
La Secretaría de Estado se encontraba en plena ebullición ante la inminente llegada del presidente de la República francesa. El cardenal secretario de Estado permanecía en su despacho del Palacio Apostólico controlando todos los detalles de la visita del líder francés al Sumo Pontífice.
—Sor Ernestina, llame al padre Mahoney y que se presente ante mí —ordenó Lienart mientras leía documentos y la agenda de la visita oficial.
La monja francesa llevaba la agenda oficial y la correspondencia del cardenal desde hacía varias décadas. Muchos dentro del Vaticano la calificaban como una segunda sor Pascalina Lehnert, la famosa y todopoderosa ayudante del papa Pío XII desde su paso por la Nunciatura en Baviera en 1917 hasta el final de su pontificado en 1958. Algunos miembros de la curia que no mantenían buenas relaciones con Lienart definían a sor Ernestina como «la papisa». Nada ni nadie accedía al cardenal Lienart sin la aprobación de la monja. Incluso el influyente cardenal Ulrich Kronauer, ayudante privado de Su Santidad, «papable» en los últimos dos cónclaves y uno de los más poderosos enemigos de Lienart en la Santa Sede, llegó a decir en cierta ocasión: «Sería más fácil para un asesino atravesar la línea de la Guardia Suiza para llegar hasta el Sumo Pontífice que atravesar la línea de sor Ernestina para llegar hasta nuestro querido cardenal Lienart». Los cardenales reunidos en torno a Kronauer rieron la broma, pero con sumo cuidado de que el comentario no llegase a oídos del secretario de Estado. Otro día, durante un paseo por el Vaticano en las proximidades del jardín a la italiana, el cardenal Kronauer afirmó ante sus acompañantes: