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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (11 page)

—Mi querido cardenal Ulrich Kronauer...
A fructibus cognoscitur arbor,
por sus frutos conocemos al árbol —sentenció el poderoso cardenal, dirigiéndose ya a la salida.

Allí le esperaban dos agentes de la Entidad encargados de su protección. En cuanto pisó la calle, algunos transeúntes se acercaron al secretario de Estado al reconocerlo y, tras varias reverencias, le besaron el anillo del dragón alado. Aquel corto paseo desde la puerta de Santa Ana hasta la sastrería Falcinelli era para Lienart su único contacto con el mundo.

En la puerta de su despacho del Palacio Apostólico estaba el padre Mahoney con unos documentos en la mano para despacharlos con él.

—Pase usted, padre Mahoney —le invitó a entrar Lienart.

—Buenos días, eminencia.

—Cuénteme, ¿qué sabe de nuestros hermanos del Círculo?

—Los siete sobres fueron entregados tal y como usted ordenó, eminencia. Sé que ayer por la tarde estaban ya instalados en el Casino degli Spiriti a la espera de órdenes de su eminencia.

El Casino degli Spiriti había sido construido en el siglo XVI por orden de la familia Contarini. Allí se reunían artistas, políticos y literatos. Durante algún tiempo permaneció abandonado y los venecianos le habían dado su siniestro nombre debido a los ecos provocados por la resaca de las aguas de la laguna, que inspiraban la fantasía popular. Se decía incluso que se había convertido en refugio de maleantes y asesinos. También se decía que durante la primera mitad del siglo XVIII las buenas familias de la Serenísima prohibían a sus jóvenes hijas acercarse por los alrededores debido a que se rumoreaba que el genial Casanova corría desnudo por sus estancias persiguiendo a jovencitas y efebos. Otra leyenda sobre el Casino degli Spiriti hablaba de siete brujas que partían desde aquí en dirección a Alejandría en busca de los arcanos.

A principios de los años treinta, René Lienart, el padre del cardenal, importante y rico empresario, amigo personal del mariscal Pétain y un hombre muy cercano a los regímenes de Mussolini y Hitler, había adquirido la propiedad y ordenado su cuidada restauración. Tras el fin de la guerra, decidió ceder la propiedad temporalmente al padre Krunoslav Draganovic y a su organización de San Girolamo. Draganovic, profesor en un seminario croata, había llegado a Roma con el pretexto de colaborar con la Cruz Roja. Se convirtió en el vértice principal del llamado Pasillo Vaticano.

Desde San Girolamo y otros pisos franco, como la residencia de los Lienart en Venecia, la organización Odessa ayudó a huir hacia Argentina, Bolivia, Paraguay, Chile y Brasil a criminales de guerra nazis como Josef Mengele, el médico de Auschwitz; Klaus Barbie, el carnicero de Lyon y antiguo jefe de la Gestapo en esa ciudad; Ante Pavelic, el dictador croata; el capitán de la SS, Erich Priebke; el general de la SS, Hans Fischbock; Herbert Cukurs, el verdugo de Riga, o Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka.

El cardenal Lienart aún recordaba cuando, una tarde de primavera, en el jardín del Casino degli Spiriti, a principios de los años cincuenta, su padre le presentó a un invitado muy especial. Aquel hombre era todo un caballero: educado, amante del arte y la música, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y, sobre todo, buen conversador. Años más tarde, el cardenal recordaba cómo el invitado de su padre había sido secuestrado por los israelíes y ejecutado en la horca. Su nombre era Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables de la Solución Final. Para muchos, la colaboración de la familia Lienart con el final del régimen nazi y la huida de sus líderes hacia Sudamérica era una leyenda más, como la de Casanova, y el poderoso cardenal secretario de Estado prefería que así continuase siendo.

Desde entonces, la residencia de Venecia permaneció bajo la atención de la fiel señora Müller, así como Villa Mondragone, la residencia de la familia Lienart en Frascati, a las afueras de Roma.

—¿Sabemos algo del libro? —preguntó Mahoney interesado.

—Está en Berna y se ha comenzado a restaurar. Debemos darnos prisa. No podemos permitir que nadie llegue a conocer su contenido.

—¿Quiere que nos apoderemos de él?

—No, mi querido Mahoney. Es mejor esperar a que el libro venga a nosotros por métodos menos violentos. ¡Ah, querido y joven padre Mahoney!
Dulce bellum inexpertis,
dulce es la guerra para quienes no la han vivido. Debemos esperar a que el enemigo mueva su ficha primero, pero antes tenemos que darle una oportunidad.

—¿Qué tiene pensado hacer, eminencia? —preguntó intrigado el secretario.


Non sunt entia multiplicanda praeter necessitatem,
no hay que multiplicar las cosas sin necesidad. Quiero que viaje usted de nuevo y lleve un mensaje.

—¿Adónde quiere que vaya?

—Deberá hacerle llegar un mensaje al señor Delmer Wu, en Hong Kong —dijo Lienart—, pero esta vez el mensaje se lo transmitiré yo a usted, y usted, padre Mahoney, se lo transmitirá a él, sólo a él. Nada debe quedar escrito.

—¿Es Wu, el millonario? —preguntó el secretario.

—Sí, es él. Durante años ha tenido negocios con mi familia y ya es hora de que devuelva los favores prestados. A su debido tiempo, le transmitiré mi mensaje para él. Primero debemos encontrarnos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus en Venecia. Después de la ceremonia de iniciación a los nuevos miembros, viajará a Hong Kong sin más demora.

—Por supuesto, eminencia, así lo haré.

—Ahora puede retirarse. Cierre la puerta y diga que nadie me moleste —ordenó Lienart, dirigiéndose hacia la ventana con un habano encendido en la mano para observar las filas de turistas que se agolpaban en la plaza de San Pedro. Cuando el secretario cerró la puerta, podía oírse la sinfonía 40 de Mozart inundando el despacho del secretario de Estado.

* * *

Venecia

El sonido del teléfono despertó a Afdera. Era Max Kronauer desde el Hotel Bellini. A la mañana siguiente sería su guía por la ciudad de los canales.

Dando un largo paseo desde la Ca' d'Oro, Afdera llegó hasta el hotel, situado en la Lista di Spagna. En la puerta le esperaba Max.

—Quiero llevarte a un sitio cercano que es muy especial para mí —dijo la joven.

—Perfecto, soy todo tuyo.

La pareja entró en el gueto de Venecia a través del Ponte delle Guglie. Durante muchos siglos, la comunidad judía, junto con la griega, había sido la más numerosa de Venecia. Desde el siglo XII, la Serenísima decidió asentarlos en una zona, como había hecho ya con otras comunidades. El lugar elegido fue la isla de Spinalunga, llamada después la Giudecca.

—A mediados del siglo XVI, el Senado les concedió algunas islas en el Cannaregio, donde estaban instaladas las fundiciones de la Serenísima antes de ser trasladadas al Arsenale. Aquí se
gettare
o fundían los cañones y fue así como se popularizó el término «gueto» —explicó la joven—, aunque también existe otra explicación. Según me dijo mi abuelo, el término 'gueto' podría derivar del talmúdico
ghet,
que significa 'separación', o del judío talmúdico medieval
get
o
gita,
que significa 'repudio'.

Afdera, cuando era una niña de cuatro años, había acompañado en más de una ocasión a su abuela durante las vacaciones de verano al Ghetto Vecchio. Caminando por los solitarios callejones, iba relatando a Max los recuerdos de su niñez.

—Nunca olvidaré las meriendas que me daba una amiga de mi abuela. Después, mi abuela y la señora Levi se sentaban a hablar de cosas extrañas que yo no entendía. Hablaban de la cábala, de las extrañas cortes y callejones escondidos tras los arcanos. —De repente, la joven comenzó a reír.

—¿De qué te ríes?

—Oh, recuerdo que la señora Levi tenía una gran colección de medallones, de esos que llevan una fotografía. Yo me dedicaba a observar los rostros que aparecían en ellos: militares con uniformes prusianos, hombres con largas barbas y sombreros de fieltro negro, y jovencitas con tirabuzones lanzando tímidas sonrisas al fotógrafo. También recuerdo que desde la cocina se veía el patio trasero de la casa, con un antiguo pozo en el centro. Aquel pozo era muy misterioso para una niña como yo. Me ponía de puntillas y miraba su profunda boca negra como si quisiera tragarme. El patio se llamaba la Corte Expiatoria.

—¡Caray, qué nombre más misterioso!

—Sí, como todo lo que rodea al Ghetto Vecchio. Los ancianos del gueto llamaban a la Corte Expiatoria la Corte del Arcano. La señora amiga de mi abuela me llevó un día de la mano y me explicó que para entrar en esa corte había que abrir siete puertas, que conformaban un laberinto, cada una de las cuales tenía grabada sobre ella el nombre de un
shed
o diablo.

—Esa palabra viene de
shedin,
¿no es así?

—Se dice que esa casta de diablos fue creada por Adán cuando se separó de Eva, después de que ésta mordiese la manzana, pero para los judíos de Venecia, cada puerta era mágica.

—¿Crees en eso realmente?

—Mi vida se ha desarrollado entre lo comprensible y lo incomprensible, entre lo mágico y lo real. Aún recuerdo los siete nombres de los
shed:
Sam Ha, Mawet, Ashmo-dai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Nà Amah.

—¡Increíble! ¿Cómo te puedes acordar?

—Para mí son simples recuerdos de mi niñez.

—Sabes mucho de este barrio...

—Sé mucho de esta ciudad —respondió Afdera estirando la mano para coger la de él—. Ven, te enseñaré más rincones secretos que nadie que no sea de aquí ha visto nunca. Iremos donde solía jugar con los niños judíos.

—Sabes mucho sobre la religión judía.

—Casi tanto como tú del origen del cristianismo —respondió Afdera mientras continuaban caminando por las estrechas
teràs, rugas, saíizzadas y fundamentas
—. ¿Tienes hambre? —preguntó repentinamente.

—Sí, un poco.

—Te llevaré a comer a Alla Vedova, en el barrio del Cannaregio, para que pruebes las mejores
polpettine di carne
de toda Venecia —dijo la joven entusiasmada.

—La verdad es que el nombre ya me hace desconfiar —dudó Max.

—¡Oh, sólo son albóndigas! Pero son las mejores que jamás habrás comido en tu vida... Además, te gustará Mirella Doni, la dueña. Le encantará conocerte y contarte alguna historia tétrica de la ciudad. Ya verás.

El pequeño y tradicional restaurante estaba repleto de clientes venecianos que se mezclaban con turistas ocasionales. La barra, en donde se amontonaban platos de
antipasti,
estaba llena de gente que intentaba alcanzar una copa de vino. La decoración era bastante caótica, pero eso daba cierta originalidad al local: una fotografía del equipo de fútbol del Venecia, de la temporada 1965-1966, una publicidad de los años cincuenta de Leica, una imagen de Jean-Paul Sartre escudriñando tras sus clásicas gafas redondas de concha y su pipa, una curiosa postal de la reina Isabel de Inglaterra con un gorrito rojo y traje a juego y varias cacerolas de cobre colgadas en los techos. La propietaria del centenario local era una mujer de corta estatura pero de fuerte carácter que no paraba de dar órdenes constantemente a los camareros.

Mirella vio entrar a Afdera y a Maximilian Kronauer y se acercó a saludar a la joven mientras intentaba colocarse las gafas sobre la cabeza, a modo de diadema.

—¡Déjame que te dé un gran abrazo, preciosidad! Siento mucho la muerte de tu abuela —dijo Mirella, estrechando a Afdera entre sus grandes brazos.

—Muchas gracias por acordarte de ella. Te presento a Max, un amigo mío; es muy aficionado a las historias de terror y a las leyendas urbanas —explicó la joven con una amplia sonrisa.

—¡Oh, eso es estupendo! Tengo una historia muy buena, tan real como que vosotros y yo estamos aquí mismo. Después, cuando termine de contárosla, brindaremos a la veneciana —anunció la propietaria del restaurante mientras servía tres vasos de vino blanco y comenzaba a relatar su historia—: Biasio era un
luganegher,
un salchichero, que llegó desde Carnia, en Friuli, para instalarse aquí, en Venecia. En los registros de los ajusticiados por la Serenísima se narra que este oscuro personaje preparaba sus magistrales
sguazzetto,
unas viandas muy apreciadas por los venecianos, pero su secreto era que las preparaba con carne humana. Un día, un barquero llegó hasta su fonda y en su plato encontró un dedo con uña y todo. Biasio fue denunciado y condenado a muerte violenta. Fue arrastrado por un caballo, le cortaron las manos y lo decapitaron. Cuando su casa fue derruida hasta los cimientos, se encontraron restos de hasta cuarenta cadáveres.

—¿Y cuál es la moraleja de la historia? —preguntó Max—. A los italianos os encantan las moralejas.

—¡Sí, tienes razón! Pues la moraleja es que no preguntes de qué están hechas nuestras
polpettine di carne
que vas a comer. Después os daré un buen plato de
bavette al nero di seppia
—dijo Mirella entre grandes risotadas.

Tras una pausa, y mientras levantaba su vaso de vino, hizo callar a todos los comensales del restaurante y brindó al estilo veneciano del siglo XV:

¡Quien bebe bien, duerme bien; quien duerme bien, nunca piensa; quien nunca piensa, no hace mal; quien no hace mal, va al paraíso; así que bebed bien, que al paraíso iréis!
.

—¡Salud! —corearon todos los presentes.

Durante la comida, Afdera reveló a Maximilian Kronauer el secreto del libro que había entregado a la Fundación Helsing de Berna y su importancia para el origen del cristianismo y, por supuesto, de la Iglesia católica romana.

—Mi abuela me dejó encomendada en herencia la misión de lavar el nombre de Judas Iscariote.

—Ten por seguro que si alguien descubre que tienes en tu poder ese libro, irá a por él y, posiblemente, también a por ti. Deberías tener cuidado y no contárselo a nadie.

—Mañana por la mañana me marcho a Egipto para intentar saber cómo llegó el evangelio a manos de mi abuela. Mi primera cita será en Alejandría... ¿por qué no vienes conmigo? Me vendría bien un experto en el origen del cristianismo.

—No puedo en estos momentos, pero, de cualquier forma, gracias por la invitación. Tengo que ir a Roma por asuntos familiares —se disculpó Max.

—Que sepas que estoy muy ofendida por no querer acompañarme y cuando regrese te verás obligado a invitarme a cenar.

—Será un placer —respondió.

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