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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (15 page)

Al oírlo, Guardián inclinaba las orejas hacia un lado, luego hacia otro. Su ama pensó que tal vez le divertían las diatribas, pues también era varón.

Siempre las mujeres tenían la culpa. Rowley no maldecía al hombre que había construido ese horror o al rey que había encerrado allí a Rosamunda.

Luego pensó que los hombres estaban asustados. En fin, Walt tal vez no, pero sí Rowley y, sin duda, Jacques.

Por fin, una alta silueta surgió de la oscuridad que tenía delante. Guiaba un caballo y se dirigía hacia ella.

—¿Por qué os quedáis allí, mujer? Regresad. Debimos elegir el último sendero.

Otra vez era su culpa. Otra vez la yegua no se movió hasta que el obispo sujetó la brida.

Adelia bajó la voz para no avergonzar a Rowley delante de los otros hombres.

—Rowley, esto no es un simple laberinto.

Él no bajó su voz.

—No. Estamos en las entrañas de la madre de Grendel, de eso se trata. Dios la maldiga.

Adelia recordó: Beowulf. De todos los legendarios guerreros sajones, el preferido de Ulf. Aquel que había matado a la serpiente, a Grendel —el monstruo semihumano— y a su horrenda y vengativa madre.

«Una sucia ramera que camina por los límites del abismo». Así había descrito Ulf a la madre de Grendel, la criatura que, con forma de mujer, rondaba la frontera entre la tierra y el infierno.

Adelia comenzó a disgustarse. ¿Por qué siempre se culpaba a las mujeres por todo? Todo, desde el pecado original hasta esos malditos arbustos espinosos.

—No estamos en un simple laberinto, Ilustrísima —dijo con voz audible.

—¿Dónde estamos?

—En un laberinto con caminos que se bifurcan.

—Es lo mismo —comentó Rowley, y dirigiéndose a la yegua, agregó—: Atrás, tú, vaca.

—No lo es. El laberinto tiene solo un sendero, simplemente hay que seguirlo. Es símbolo de vida, o más aún, de vida y muerte. El sendero del laberinto serpentea, cambia de dirección, pero tiene un principio y un final, va de la oscuridad hacia la luz. —Adelia trató de serenarse, con la esperanza de que Rowley también lo hiciera, y agregó—: Como el de Ariadna. Hermoso, en realidad.

—Señora, no quiero mitología, por hermosa que sea. Quiero llegar a esa maldita torre. ¿Qué es un laberinto cuando está en la propia casa?

—Es un truco. Para confundir, para sorprender.

—Y supongo que la señora que es todo sabiduría sabe cómo sacarnos de aquí.

—Lo sé.

Él sonrió con suficiencia. Ella, enfurecida, estuvo a punto de abandonarlo a su suerte.

—En nombre de Cristo, hacedlo.

—No me gritéis —chilló Adelia.

—Sois vos quien grita.

Rowley trató de simular una sonrisa conciliadora, pero Adelia advirtió que sus dientes rechinaban. Siempre había tenido una buena dentadura, y la conservaba.

—El obispo de Saint Albans presenta sus respetos a la señora Adelia y desea que ella lo acompañe hacia la salida de esta cueva de brujas, por el amor de Dios. ¿Cómo lo haréis?

—Es asunto mío —respondió Adelia. No estaba dispuesta a decírselo, bajo ninguna circunstancia. Las mujeres estaban suficientemente indefensas sin necesidad de revelar sus secretos—. Tengo que encabezar el grupo.

Fue necesario llevar a los caballos hacia atrás, hasta uno de los cruces de caminos, donde disponían del espacio justo para hacer girar a los animales, aunque solo podían hacerlo de uno en uno. En consecuencia, Adelia condujo el caballo de Walt, que detrás de ella guio al del mensajero. Rowley cerró la fila llevando el suyo.

La maniobra se realizó con disgusto. Incluso Jacques, su aliado, dijo:

—Señora, ¿cómo vais a sacarnos de aquí?

—Sé cómo hacerlo —respondió Adelia, y después de una pausa agregó—: Aunque puede llevar tiempo.

Adelia avanzó a tientas, sujetando las riendas del caballo con la mano derecha. Con la otra sostenía su fusta, y la arrastraba con aparente espontaneidad, para que rozara el muro vegetal que se encontraba a la izquierda. Mientras caminaba, se lamentaba en voz baja: «Dios, en este maldito país no me respetan, no respetan a las mujeres». Pensó una vez más en el motivo por el cual se había negado a casarse con Rowley. En aquel momento él esperaba que el rey le ofreciera un título de barón, de modo que podría tener una esposa. Aunque estaba perdidamente enamorada de él, la aceptación habría implicado introducir sus muñecas en metafóricas esposas de oro y observar cómo él las cerraba. Si hubiera sido su esposa, jamás habría sido ella misma, una médica de Salerno.

Ella no poseía las destrezas femeninas indispensables para ocupar ese lugar: no sabía bailar bien, no tocaba el laúd, nunca había tenido en sus manos un bastidor de bordado; con respecto a la costura, sus conocimientos se limitaban a remendar los cadáveres que había diseccionado. En Salerno le habían permitido desarrollar habilidades acordes con su personalidad, pero en Inglaterra no había lugar para ellas. La Iglesia condenaba a las mujeres que no se comportaban debidamente. Por su propia seguridad, se había visto obligada a practicar la medicina en secreto, permitiendo que un hombre recibiera el reconocimiento. En calidad de esposa del barón Rowley, habría debido organizar festejos, halagar y reverenciar, lo cual habría implicado negar su verdadera esencia. ¿Cuánto tiempo habría podido hacerlo?

Paradójicamente, la libertad de las mujeres aumentaba en relación inversa a su clase social. Las esposas de los labradores y los artesanos podían trabajar junto a sus hombres y, en ocasiones, las viudas continuaban con el oficio de su esposo. Antes de convertirse en amiga de Adelia y niñera de Allie, Gyltha había dirigido un próspero negocio —era proveedora de anguilas— sin necesidad de tener por amo a ningún hombre.

Adelia siguió avanzando trabajosamente mientras cavilaba. «Cueva de brujas, entrañas de la madre de Grendel». Se preguntó por qué los hombres perdidos en ese horrendo lugar le atribuían características femeninas. Tal vez por sus túneles o porque se parecía a un útero y allí residía el misterio de las mujeres, en el útero. Tal vez ese fuera el motivo que despertaba el odio de la Iglesia hacia ella, hacia todas las mujeres. Porque poseían el verdadero poder; el poder de dar vida.

Suponía que si los guiaba a la salida no haría más que confirmar que una mujer conocía sus secretos y ellos los ignoraban.

«Oh, Dios, no es odio. Es miedo. Ellos tienen miedo de nosotras», se dijo por fin.

Y rio serenamente, emitiendo un levísimo sonido cuyo eco se propagó por el túnel, así como un guijarro provoca ondulaciones al caer en el agua. Los hombres se sobresaltaban cuando el eco pasaba junto a ellos.

—¿Qué demonios fue eso?

—Tal parece que alguien se ríe de nosotros —respondió Walt, impasible—. Por Dios.

Aún sonriente, Adelia miró hacia atrás y descubrió que Walt la observaba. Su mirada era risueña, se había tornado más amigable. Se dirigía a la fusta que ella seguía arrastrando junto al seto que estaba a su izquierda. Él guiñó el ojo. Adelia comprendió que él lo sabía y le respondió con otro guiño.

Su nuevo aliado era un estímulo. No obstante, no aceleró el paso, porque al mirar hacia atrás se había visto obligada a entornar los ojos para distinguir la expresión de Walt, que parecía envuelta en bruma.

Se estaban alejando de la luz.

Fuera, la tarde no había terminado, pero el débil sol invernal estaba dejando en sombras aquel sector del laberinto, cualquiera que fuese. Adelia no se atrevió a imaginar cómo sería en total oscuridad.

De cualquier manera, era terrorífico. Siguiendo el cerco de la izquierda, llegaron más de una vez a callejones sin salida. El trabajo de cambiar la dirección de los caballos, cada vez más inquietos, se volvió agotador. En cada una de esas ocasiones, Rowley daba un pisotón y preguntaba:

—¿Esta mujer sabe qué demonios está haciendo?

La misma Adelia comenzó a dudar. Una pregunta la atormentaba: «¿Los cercos son continuos?». Si había una brecha, si alguna parte del laberinto estaba separada del resto, seguirían deambulando hasta desorientarse por completo.

A medida que los túneles se oscurecían, las sombras formaban frente a ella un rostro incorpóreo y maligno, que sonreía y decía cosas intolerables: «No saldréis de aquí, he cerrado las aberturas. Estáis atrapada. No volveréis a ver a vuestra niña».

Sus manos comenzaron a sudar. La fusta se deslizó y cayó al suelo. Al tratar de recuperarla, Adelia chocó con el cerco: una pequeña avalancha de nieve sólida cayó sobre su cabeza y su cara, ayudándola a recuperar el sentido común. Se obligó a apartar de su mente esos pensamientos, a recordar que no creía en la magia. Cerró los ojos a las apariciones grotescas y los oídos a los improperios de Rowley —la nieve había bañado a todo el grupo— y siguió adelante.

Afortunadamente, Walt prefirió decir cosas amables.

—Me parece maravilloso que los setos estén tan cuidados. Diría que los podan dos veces al año. Se necesitan muchos hombres para hacerlo. Y un rey capaz de pagarlos.

Adelia pensó que Walt estaba en lo cierto. A su manera, el laberinto era maravilloso y su cuidado requería de un pequeño ejército.

—No solo para podarlo, sino también para limpiarlo —dijo, considerando que no se veían restos de poda en el suelo—. No desearía que mi perro se clavara una espina en la pata.

Walt observó al animal que correteaba detrás de Adelia, con quien compartía desde hacía un rato un espacio cerrado.

—Es una raza especial, ¿verdad? Nunca antes había visto uno como él —dijo.

Tampoco había olido algo parecido y afirmó que, si volvía a encontrarse con un animal similar, se alejaría a toda prisa.

Ella se encogió de hombros.

—Estoy acostumbrada. Los crían precisamente por su olor. Cuando llegué a Inglaterra el prior Geoffrey de Cambridge me regaló el padre de este perro para que pudieran rastrearme si me perdía. Y luego me regaló otro, cuando el primero… murió.

El perro había muerto, horriblemente mutilado, por haber seguido la pista de su ama hasta la guarida del asesino de niños de Cambridge, un lugar mil veces más horrendo que aquel laberinto. Sin embargo, el hediondo rastro que había dejado a su paso permitió seguir y salvar a su ama, por lo cual tanto el prior como Rowley habían insistido en que debía ir acompañada por otro perro similar.

Adelia y Walt siguieron conversando. Los enmarañados arbustos que los rodeaban absorbían sus voces. Walt ya no la despreciaba, en apariencia se llevaba bien con las mujeres. Dijo que tenía hijas y una esposa hábil que administraba su pequeña propiedad mientras él estaba ausente.

—Desde que llegó el obispo Rowley, a menudo estoy de viaje. Me eligió entre todos los mozos de cuadra de la catedral, eso hizo.

—Una buena elección —dijo Adelia con amable sinceridad.

—Supongo que sí. Los demás no eran muy partidarios de Su Ilustrísima. No les gustaba que fuera amigo del rey Enrique, estaban a favor del pobre Tomás, que fue asesinado en Canterbury.

—Entiendo.

Adelia lo sabía. Rowley había sido designado por el rey, contrariando los deseos de la Iglesia, lo cual le había granjeado la hostilidad de los funcionarios y sirvientes de su propia diócesis. No obstante, no tenía certeza de que Tomás Becket hubiera sido asesinado en las escalinatas de su propia catedral por culpa de Enrique Plantagenet, aun cuando, debido a su temperamento, el rey había clamado por esa muerte mientras estaba en otro país. ¿Había advertido que algunos de sus caballeros tenían sus propias razones para desear la muerte del arzobispo y que se ocuparían del asunto con presteza?

Tal vez. Pero si el rey Enrique no hubiera intervenido, los seguidores de Tomás habrían condenado a Adelia a ser azotada. De hecho, estuvieron a punto de hacerlo.

Ella estaba a favor de Enrique. Para el arzobispo y mártir, Dios y la Iglesia eran una misma cosa, ambos eran infalibles, sus leyes debían ser obedecidas por igual, sin preguntas y sin modificaciones. Enrique —pese a todos sus defectos, mucho más humano— había promovido cambios que beneficiarían tanto a la Iglesia como a su pueblo. Invariablemente, Becket los había obstaculizado y seguía haciéndolo desde la tumba.

—Oswald, el padre Paton, Jacques y yo éramos todos nuevos en nuestro trabajo —agregó Walt—. No teníamos nada en contra del obispo Rowley. El antiguo custodio estaba enfadado con él porque era un hombre del rey. El padre Paton y Jacques llegaron el mismo día que el obispo.

La diócesis de Saint Albans estaba dividida entre los partidarios del rey y los seguidores del mártir, por lo cual el nuevo obispo había elegido rodearse de sirvientes tan flamantes en sus puestos como él mismo.

«Bien, Rowley. A juzgar por Walt y Jacques, lo habéis hecho bien», pensó Adelia.

Sin embargo, el mensajero no se mostraba tan imperturbable como el mozo de cuadra.

—Ilustrísima, ¿creéis que debemos pedir auxilio? —preguntó a Rowley. En esa ocasión su obispo fue amable con él.

—No falta mucho, hijo mío. Ya estamos cerca de la salida.

Él no tenía manera de saberlo, pero en realidad, así era. Adelia había visto algo que le permitía definir dónde estaban, aunque temía que al obispo no le agradaría.

Walt murmuró. Había visto lo mismo que ella: un trecho más adelante había un montón de estiércol.

—Este caballo lo dejó cuando entramos —dijo Walt en voz baja, señalando con la cabeza el animal que Adelia conducía, el que montaba el mozo cuando emprendieron el recorrido. Pronto los cuatro se encontrarían fuera del laberinto, pero exactamente en el mismo lugar de partida.

—Maldición. Era cuestión de tiempo y suerte —suspiró Adelia.

Los dos hombres que se encontraban detrás de ellos no habían oído el diálogo. Y no pudieron asignar significado alguno al montoncito de estiércol, porque los cascos de los primeros caballos lo habían aplastado al pasar.

Otra curva en el túnel. Luz. Una abertura.

Temiendo el exabrupto que llegaría a continuación, Adelia guio a su caballo a través de la abertura que conducía al exterior del laberinto y se encontró en medio del aire frío e inodoro. El sol del ocaso iluminaba la gran campana que pendía de un marco trapezoidal en la colina por la cual habían bajado alrededor de dos horas antes.

Uno tras otro, los demás salieron. Se hizo silencio.

—Lo lamento —gritó Adelia, mirando a Rowley—. Este laberinto es continuo, ¿lo comprendéis? Si no hay brechas y si todos los setos de espinos están unidos entre sí, al seguir rígidamente uno de ellos sin importar dónde vaya, finalmente lo atravesaremos, es inevitable, ocurre que… —su voz menguó, dolorida— elegí el seto que estaba a mi izquierda. Era el equivocado.

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