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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (16 page)

Nuevamente se hizo el silencio. En la penumbra los cuervos aleteaban alegremente sobre las copas de los olmos. Con sus graznidos parecían burlarse de las tontas criaturas terrestres que veían desde la altura.

—Perdón —dijo cortésmente el obispo de Saint Albans—, ¿eso significa que si hubiéramos seguido el cerco de la derecha habríamos podido llegar al destino que buscábamos desde el principio?

—Sí.

—¿El cerco que está a la derecha? —insistió el obispo.

—En fin…, obviamente, al regresar sería nuevamente el que está a la izquierda. ¿Entraremos otra vez?

—Sí.

Adelia pensó que pasarían toda la noche en el laberinto y se preocupó por Allie.

Los visitantes hicieron sonar nuevamente la campana, contemplando la posibilidad de que la figura que habían visto en la pasarela de la torre estuviera dispuesta a ceder. Sin embargo, cuando los caballos terminaron de beber en el abrevadero, fue obvio que no lo haría.

Nadie habló mientras se hacían los preparativos y se encendían los faroles, previendo que los túneles estarían muy oscuros.

Rowley se quitó el sombrero y se arrodilló.

—Que tu hijo nos proteja, Señor.

Los cuatro entraron otra vez en el laberinto. Se sentían más tranquilos al saber que tenía una salida. No obstante, estaban más cansados, por lo cual girar y retroceder constantemente por los callejones requería más esfuerzo.

—Señora, ¿cómo habéis aprendido lo que sabéis sobre laberintos? —quiso saber Walt.

—Mi padre adoptivo ha viajado mucho por Oriente. Allí ha visto algunos, aunque no tan grandes como este.

—Este es una verdadera serpiente, ¿verdad? Supongo que hay un camino de salida, pero no lo vemos.

Adelia estaba de acuerdo. No era conveniente estar tan aislado del mundo exterior, debía existir una ruta más directa. Sospechaba que en algunos de los callejones sin salida los muros de piedra no estaban unidos por mampostería, sino que había puertas ocultas por espinos que se podían abrir y al atravesarlas se llegaba a un camino directo.

Sin embargo, la hipótesis no era muy auspiciosa. Llevaría demasiado tiempo investigar cada uno de aquellos callejones para comprobarlo. Y se verían obligados a revisar muchos túneles que terminaban en elementos fijos. Estaban condenados a hacer el recorrido más largo.

Lo hicieron en silencio. Incluso Walt dejó de hablar.

El laberinto se animaba durante la noche. El embaucador que lo había diseñado aún trataba de asustarlos, pese a que había muerto mucho tiempo antes. Pero ellos ya lo conocían. Sin embargo, el lugar tenía sus propias maneras de inspirar terror: la luz del farol iluminaba un grueso tubo de ramas entrelazadas, de modo tal que los hombres y la mujer que avanzaban esforzadamente parecían atrapados en un interminable calcetín gris infestado de criaturas invisibles que con sus crujidos daban muestras de su aburrida existencia.

Cuando salieron, la oscuridad impedía ver si la abertura que atravesaron era tan ornamentada como la entrada. De todos modos, habían perdido el interés. La alegría los había abandonado.

En cierta medida el túnel los había protegido del frío penetrante que los asaltó al llegar al exterior. Con excepción de un búho que, molesto por su presencia, despegó de un muro con un leve aleteo, ningún sonido se oía desde la torre que veían al otro lado de la explanada. Era más enorme de lo que parecía a distancia. Recta y alta, se recortaba en el cielo, donde las gélidas estrellas titilaban como diamantes dispersos.

Jacques sacó de su alforja otro farol y velas nuevas y guio al grupo hacia un lugar aún más oscuro, en la base de la torre, donde distinguieron los peldaños que conducían a una puerta. Nadie había cruzado la explanada después de la tormenta de nieve, es decir, ningún ser humano, porque se veía una infinidad de huellas de pájaros y otros animales. El camino estaba plagado de obstáculos. Los montículos de nieve resultaron ser objetos abandonados: una silla rota, cacharros, un tonel con las duelas rotas, sartenes gastadas, un cucharón. La nieve cubría una escena caótica.

Walt tropezó con un cubo que contenía una gallina muerta. La sucesión de hallazgos terminó con el cadáver de un perro, congelado mientras gruñía.

Rowley apartó el cubo con un puntapié que lanzó por el aire el cuerpo de la gallina.

—Bastardos desleales y ladrones.

¿Eso eran?

Se decía que cuando Guillermo el Normando murió, sus sirvientes lo habían desnudado y habían huido con todos los bienes del rey que podían transportar. Los caballeros habían encontrado el cadáver desnudo en el suelo de una sala vacía del palacio. ¿Habían hecho lo mismo los sirvientes de Rosamunda? Rowley los había llamado desleales, pero Adelia recordó que Bertha no había recibido de su ama los cuidados que merecía. La lealtad solo podía ser resultado del respeto mutuo.

Después de subir unos peldaños extraordinariamente relucientes, los cuatro llegaron a la puerta de roble macizo y oscuro que daba entrada a la torre. No tenía llamador. Golpearon y oyeron el eco del sonido al otro lado. El lugar parecía una cueva vacía. Ningún ser, vivo o muerto, les respondió.

Se mantuvieron juntos —nadie sugirió que sería conveniente separarse— y desfilaron por la planta baja de la torre. A través de sus arcos llegaron a los patios, donde hallaron otra puerta tan inmóvil como la primera. Al menos, estaba a nivel del suelo.

—Destrozaremos a la bestia —declaró Rowley.

Pero antes debían atender a los caballos. Un sendero los condujo al patio desierto de un establo. Walt arrojó una piedra en el pozo y se la oyó chapotear en el agua, alejando el temor de que estuviera congelada. En los compartimentos había paja, algo sucia, y alguien había llenado con avena los pesebres poco antes de que sus habitantes fueran robados.

—Me parece que será suficiente por ahora —dijo Walt, de mala gana.

Los demás se apartaron mientras él rompía el hielo pegado a la polea del pozo.

Los saqueadores habían actuado de manera errática y apresurada. El establo, por lo demás desierto, alojaba a una vaca que no había sido robada porque estaba pariendo a su ternero. Ambos estaban muertos, el ternero aún envuelto en la membrana que lo cubría en el útero.

Los exploradores pasaron por debajo de una cuerda con sábanas colgadas, rígidas como el metal, y entraron a la cocina. En la habitación donde se lavaban los platos faltaba el fregadero. En la cocina se lo habían llevado todo, excepto una gran mesa, demasiado pesada para levantarla.

Fueron hacia el granero. Los surcos en el suelo de tierra indicaban el lugar donde alguna vez estuvieron el arado y la rastra. Y…

—Ilustrísima, ¿qué es esto?

Jacques sostenía el farol en alto, iluminando un enorme artefacto situado en un rincón, sobre una pila de leña. Era metálico. Un disco plano con los bordes gruesos formaba la base de dos postes verticales unidos a él con sendos resortes. Ambos postes terminaban en una hilera de dientes triangulares de hierro que encajaban unos con otros.

Los hombres se detuvieron.

Walt se reunió con ellos para observar el artilugio.

—He visto algunos parecidos, la pierna queda atrapada allí —dijo con lentitud—. Pero nunca vi uno como este.

—Tampoco yo. Dios misericordioso, sin duda alguien lo engrasaba —afirmó Rowley.

—¿Qué es? —preguntó Adelia.

Sin responder, el prelado fue hacia el artefacto y aferró una de las hileras dentadas. Walt hizo lo mismo con la otra y entre los dos separaron los postes hasta lograr que ambos se apoyaran en el suelo, enfrentados, con los dientes hacia arriba.

—Bien, Walt. Ahora, atención.

Rowley se inclinó manteniendo su cuerpo alejado y extendió un brazo para dejar caer el mecanismo.

—Funciona con un disparador —dijo. Walt asintió.

—¿Qué es? —preguntó nuevamente Adelia.

Rowley se incorporó y tomó un tronco del montón. Con un gesto le indicó a Adelia que mantuviera a su perro lejos.

—Imaginad que está sobre la hierba, o bajo la nieve.

El aparato, tal como se lo veía en ese momento, era casi plano, y en consecuencia, imposible de detectar.

Era una trampa. Adelia sujetó con fuerza el collar de Guardián.

Rowley lanzó el tronco en el disco de metal. El aparato saltó hacia arriba como un tiburón. Los dientes se unieron, a continuación se oyó el ruido.

Unos instantes después, Walt dijo:

—Ya está claro qué es, señora, con vuestro perdón.

—Tal parece que la dama no se compadecía de los cazadores furtivos —comentó el obispo—. Jamás saldré a recorrer sus bosques —agregó, y se limpió las manos—. Ahora, sigamos. Esto no detendrá a los búlgaros, como solía decir mi abuelo. Necesitamos un ariete.

Adelia permaneció en su lugar, observando la trampa. Los dientes, situados a setenta centímetros de altura, se clavaban en la ingle de un hombre de estatura mediana y lo atravesaban. Walt lo había dicho: liberar a la víctima no habría impedido su muerte, larga y dolorosa. Como si se relamiera de gusto, el artefacto seguía vibrando.

El obispo había regresado a por ella.

—Alguien fabricó esto, y lo engrasó para usarlo —dijo Adelia.

—Lo sé. Ahora, venid conmigo.

—Este lugar es horrendo, Rowley.

—Desde luego.

En uno de los edificios anexos Jacques encontró un gran madero. Walt y él lo cogieron y se lanzaron contra la puerta trasera de la torre: lograron derribarla en el tercer intento.

Dentro hacía casi tanto frío como fuera, y el silencio era más perceptible.

Los visitantes se encontraron en un salón circular. Dado que la torre era más ancha en la base, aquel salón debía ser más grande que cualquiera que pudieran hallar escaleras arriba.

Pero no se trataba de un vestíbulo donde se recibía a personajes importantes, era más bien un inmenso trastero. Toda su gracia consistía en un par de sillas como las que utilizaban los vigías de los faros, que por demasiado pesadas no habían sido robadas. Toscos bancos y estantes desprovistos de armamentos constituían el resto del mobiliario. Las antorchas habían sido arrancadas de las paredes, y la lámpara de araña, de su cadena.

Algunas velas largas y delgadas se mezclaban entre las esteras de juncos que cubrían el suelo. Rowley, Adelia y Walt tomaron sendas velas y las encendieron con el farol antes de subir por la escalera pegada al muro.

A medida que ascendían descubrieron que la torre consistía en una sucesión de habitaciones circulares situadas una encima de la otra. Se parecía a los tubos de píldoras que el boticario amontonaba y envolvía en cartón. Tramos curvos de escalera terminaban en diminutos rellanos frente a los cuales se encontraban las puertas. La segunda habitación que investigaron era tan utilitaria como la primera, con estanterías vacías, algunas hebras de cola de caballo dispersas aquí y allá, utilizadas para pulir, y olor a cera de abeja, indicio de la existencia de una gran alacena con productos de limpieza. Arriba se encontraba la habitación de los sirvientes, equipada con poco más que cuatro camas de madera, todas ellas despojadas de sus jergones de paja y sus mantas.

Todas las habitaciones estaban desiertas. Y a medida que subían, descubrían que cada una de ellas era algo menos cómoda que la anterior. La sala de costura había sido prácticamente saqueada, salvo por las mesas de trabajo —situadas debajo de las saeteras, para aprovechar la luz—, jirones de tela y algún alfiletero perdido. Un maniquí de yeso se había estrellado contra el suelo y algunos fragmentos llegaban hasta el descanso de la escalera.

—La odiaban —dijo Adelia, espiando desde el arco de la puerta.

—¿Quiénes?

—Los sirvientes.

—¿A quién? —preguntó el obispo, que comenzaba a jadear.

—A Rosamunda. O a la señora Dakers.

—Con estas escaleras, no los culpo.

Ella sonrió a sus espaldas.

—Habéis disfrutado demasiadas cenas episcopales.

—Como digáis, señora —respondió Rowley, sin ofenderse. En los viejos tiempos lo habría considerado un indignante desaire.

Adelia recordó que ya no tenían la misma relación de antaño y debían mantener una prudente distancia.

La cuarta habitación —tal vez era la quinta— estaba intacta. Sin embargo, era la más desolada: estaba equipada con una cama baja cubierta cuidadosamente por una manta tejida de color gris, con una mesa de pino donde se veían una jarra y un lavamanos, con un banco y con una cómoda sencilla con algunas prendas de mujer igualmente sencillas y muy bien dobladas.

—La habitación de Dakers —dijo Adelia. Comenzaba a comprender qué clase de persona era el ama de llaves. Se sintió intimidada.

—Aquí no hay nadie. Salgamos —replicó Rowley.

Pero la habitación había despertado interés en Adelia. Por allí no habían pasado los saqueadores. Sin duda Dakers, de pie en la escalera —tan temible como Bertha la había descrito—, los había disuadido de seguir adelante.

El escudo de Rosamunda estaba tallado en el sector derecho de la pared orientada al oeste, encima de la cama de Dakers. Pintado y dorado, se destacaba en aquella habitación gris. En cuanto Adelia levantó la vela para observarlo, oyó que Rowley inspiraba profundamente. No se debía al esfuerzo.

—Por el amor de Dios —exclamó—. Esto es una locura.

En relieve se veían tres leopardos y la flor de lis que cualquier hombre o mujer de Inglaterra reconocía como el escudo de armas de su rey Angevin-Plantagenet. Dentro del escudo se veía otro, más pequeño, dividido en cuadros. Uno de ellos contenía una serpiente; otro, una rosa. Si bien las nociones de heráldica que Adelia poseía eran exiguas, le bastaron para saber que aquel era el emblema de un hombre y su esposa.

Con la mirada fija en el escudo, el obispo se acercó a ella.

—Enrique, en el nombre de Dios, ¿qué habéis hecho para permitir esto? Es una insensatez.

Esculpido en la pared, debajo del blasón, se leía
Rosa mundi
. Como la mayoría de los lemas que acompañaban a los escudos de armas, era un juego de palabras: rosa del mundo.

—Oh, Dios —dijo Adelia.

—Jesús misericordioso —Rowley suspiró—, si la reina lo viera…

Escudo y lema, en conjunto, constituían una mofa suprema: «Soy su preferida. Aunque el título es vuestro, yo soy la verdadera esposa, la verdadera reina de su corazón».

El obispo sopesó las consecuencias.

—Maldición. Aun cuando Leonor no lo hubiera visto, basta para que los demás supongan que sabe de su existencia y que por esa razón mató a Rosamunda. Es una razón suficiente: una usurpación que se exhibe desvergonzadamente.

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