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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (18 page)

Rosamunda desafiaba la autoridad de Leonor, y sin duda sabía que la reina debía responderla, porque de lo contrario su honor habría sido mancillado para siempre.

—Os estabais arriesgando —susurró nuevamente Adelia—. Wormhold Tower era un objetivo difícil de alcanzar, pero no era inexpugnable. No podía resistir los ejércitos que una reina enfurecida enviaría.

El cadáver pareció susurrar una respuesta:

«Pero la reina decidió enviar a una anciana con setas venenosas…».

«Nada de eso», se dijo Adelia. Leonor no había recibido la carta y, muy probablemente, Rosamunda jamás había intentado enviarla. Aislada en su horrible torre, simplemente se entretenía garabateando sus fantasías regias en el pergamino. ¿Qué más había escrito?

Adelia colocó otra vez la carta en el escritorio y tomó el otro documento. En la penumbra, descubrió otro encabezado. Era otra carta. Repitió el procedimiento anterior. En este caso, pudo leer con menos dificultad.

«A lady Leonor, duquesa de Aquitania y supuesta reina de Inglaterra. Reciba los saludos de la única y verdadera reina de este país, Rosamunda, la Bella».

• • •

El texto era exactamente el mismo. Y era más sencillo descifrarlo, solo porque lo había escrito otra persona. Aquella caligrafía era muy distinta de los garabatos de Rosamunda. Era la letra legible e inclinada de un erudito. La amante del rey había copiado esa carta.

Guardián gruñó. Adelia, cautivada por aquel misterio, no le prestó atención. Estaba a un paso de descifrar el enigma.

El misterio empezó a descifrarse solo. La ventana reflejó su imagen. Adelia la vio y se quedó tan rígida como el cadáver. Guardián había intentado advertirle de que alguien había entrado en aquella habitación de la torre. Ella no le había prestado ninguna atención.

Tres rostros se reflejaban en el cristal. Dos de ellos lucían coronas.

—Encantada de conoceros, querida —dijo una de las cabezas con corona.

No se había dirigido a Adelia, que por un instante permaneció inmóvil, mirando hacia delante, tratando de controlar estremecedoras supersticiones, apelando a su sentido común para no creer que esas palabras eran producto de la hechicería. Luego dio media vuelta e hizo una reverencia. Una verdadera reina era inconfundible.

Leonor no le prestó atención. Caminó hacia un extremo del escritorio dejando tras de sí un aroma más denso y oriental, que envolvió el perfume a rosas de Rosamunda. Sus dos manos blancas, con dedos afilados, se apoyaron en la mesa mientras se inclinaba hacia delante para mirar el rostro de la mujer muerta.

—Vaya, vaya. Habéis descuidado vuestra apariencia —comentó. El dedo índice que lucía un anillo tocó la vasija griega—. Muchos dulces, poca disciplina.

Su voz encantadora y sarcástica resonaba en la habitación.

—Lord Montignard, ¿sabíais que la pobre Rosamunda era una gorda? ¿Por qué no me lo dijeron?

—Las vacas son gordas, Majestad —respondió la voz de un hombre que, en el vano de la puerta, sostenía un farol. Detrás de él se distinguía a duras penas a otro hombre más, una silueta más alta, vestida con una cota de malla.

—Qué grosero —dijo Leonor, disculpándose con mordacidad ante el cuerpo sentado en la silla—. Los hombres son injustos, ¿verdad? Y seguramente habéis tenido muchas cualidades que compensaban vuestra gordura…, solíais ser generosa con vuestros favores, y cosas por el estilo.

La crueldad de la reina no era meramente verbal. La disparidad entre el aspecto físico de las dos mujeres la acentuaba. Frente a la alta estatura de la reina, que lucía más delgada aún envuelta en pieles, Rosamunda se veía vulgar, el cabello que caía en cascada era ridículo para una mujer madura. Comparada con la delicada corona de oro blanco que llevaba Leonor, la de Rosamunda era un objeto pesado y pomposo.

La reina se acercó al documento.

—Mi querida amiga, ¿otra de tus cartas para mí? ¿Dios os congeló mientras la escribíais?

Adelia abrió la boca y de inmediato la cerró. Ella y el hombre que permanecía de pie en la puerta eran simples espectadores del juego de Leonor de Aquitania con aquella mujer muerta.

—Lamento no haber estado aquí en aquel momento —dijo la reina—. Acababa de regresar de Francia cuando recibí noticias sobre vuestra enfermedad y debía ocuparme de otros asuntos en lugar de estar junto a vuestro lecho de muerte —explicó, y pareció suspirar—. El deber es siempre más urgente que el placer.

Luego Leonor levantó la carta y extendió el brazo para leerla, aunque la escasa luz se lo impidió. De todos modos, no era necesario.

—¿Es igual a las otras? ¿Envías saludos a la «supuesta reina» de la «verdadera reina»? Un poco monótonas, ¿verdad? No vale la pena conservarla.

La reina arrugó el pergamino y lo arrojó al suelo. Luego, moviendo su excelente calzado, lo pisoteó y lo empujó lejos de una patada.

Muy lentamente, Adelia se inclinó hacia un lado y hacia abajo, para recoger la carta con disimulo. Movió el documento y lo colocó sobre su pie derecho y, al hacer ese movimiento, Guardián —que no se había apartado de ella— le lamió la mano. Miró luego las imágenes que se reflejaban en la ventana y comprobó que el hombre de la puerta no había notado su maniobra. Observaba atentamente a Leonor y esta, al cadáver de Rosamunda.

La reina ahuecó la mano junto a la oreja, remedando la actitud de quien trata de oír a un interlocutor.

—¿No era importante para vos? Muy generosa, aunque según dicen siempre habéis sido generosa con vuestros favores. Os pido disculpas, pero esta baratija es mía. —Leonor despojó de la corona a la mujer muerta—. Fue hecha, doscientos años atrás, para las esposas de los condes de Anjou… y él se ha atrevido a regalársela a una golfa apestosa como vos.

La reina había perdido el control. Gritando, arrojó la corona hacia la ventana que tenía delante, con la intención de romper el vidrio. Guardián ladró.

Gracias a que la parte de la corona que chocó contra el vidrio fue el acolchado borde inferior, Leonor poco menos que salvó su vida. Si el cristal se hubiera roto, Adelia —que observaba atónita la vibración de la ventana mientras el misil se alejaba— no habría visto allí el reflejo de la Muerte, que se deslizaba hacia ellas, ni el puñal que tenía en la mano.

No tuvo tiempo de dar media vuelta. Se acercaba a Leonor. Instintivamente Adelia se arrojó hacia un lado y con la mano izquierda tocó el hombro de la Muerte. Tratando de desviar el cuchillo cometió un error y el puñal le cortó la palma derecha. Pero el empujón desvió a la atacante, que cayó al suelo.

La escena pareció petrificarse: Rosamunda seguía despreocupadamente sentada en su silla. Leonor, casi tan inmóvil como ella, miraba la ventana donde se había reflejado el ataque. Adelia miraba hacia abajo: a sus pies, con el rostro contra el suelo, yacía una figura que murmuraba entre dientes. El perro se acercó, la husmeó y retrocedió.

Al cabo de unos instantes lord Montignard ya estaba gritando junto a la reina. El hombre vestido con cota de malla había apoyado su bota en la espalda de la agresora. Sostenía su espada con ambas manos, mirando a Leonor en espera de su autorización.

—No —dijo Adelia. Se sorprendió de no haber gritado, pero en medio de aquella tensión, la palabra pronunciada en ese tono sonó hasta razonable.

El hombre no le prestó atención. Siguió mirando inexpresivamente a la reina, que, con una mano apoyada en la cabeza, pareció a punto de desmayarse. En realidad estaba arrodillándose. Con las blancas manos unidas y la cabeza inclinada, Leonor de Aquitania rezó.

—Dios Todopoderoso, acepta la gratitud de esta indigna reina por haber extendido tu mano y haber convertido a mi enemiga en un bloque de hielo. Aun después de muerta, ella envió a su criatura contra mí, pero has desviado el cuchillo para que yo, tan inocente como ofendida, siga viviendo para servirte, mi Señor y Redentor.

Cuando Montignard la ayudó a ponerse de pie, Leonor estaba sorprendentemente tranquila.

—Lo he visto —dijo, dirigiéndose a Adelia—, he visto que Dios os eligió como su instrumento para salvarme. ¿Sois el ama de llaves? Se dice que esta prostituta tenía un ama de llaves.

—No. Soy Adelia. Adelia Aguilar. Supongo que esa es el ama de llaves. Su nombre es Dakers —explicó Adelia, señalando la figura tendida en el suelo. La sangre que manaba de su mano goteó sobre ella.

La reina Leonor no le prestó atención.

—¿Qué hacéis aquí, jovencita? ¿Cuánto tiempo habéis vivido en este lugar?

—No vivo aquí. Hemos llegado hace una hora —dijo, y le pareció que había pasado allí toda una vida—. Nunca había estado en este lugar. Simplemente subí la escalera y descubrí… esto.

—¿Esta criatura estaba con vos? —Leonor señalaba a la atacante, que seguía de cara al suelo.

—No, no la había visto hasta ahora. Tal vez se escondió cuando oyó que subíamos la escalera.

Montignard se acercó y apuntó a la cara de Adelia con una daga.

—Criatura despreciable, es vuestra reina quien os habla. Demostradle vuestro respeto, si no queréis que os corte la nariz —dijo aquel joven esbelto, con el cabello muy rizado. Al menos en ese momento, parecía muy valiente.

—No la conozco, Majestad —dijo Adelia, muy serena.

—Es suficiente, Monty —dijo bruscamente la reina. Luego se dirigió al hombre de la cota de malla—. Schwyz, ¿este lugar es seguro?

—¿Seguro? —Con su rostro inexpresivo Schwyz logró expresar que, en su opinión, la torre era tan segura como una zanahoria—. Atrapamos a cuatro hombres en la barca y a otros tres aquí abajo.

Tampoco él se dirigía a la reina diciendo «Majestad», pero, como advirtió Adelia, Montignard no lo amenazó con cortarle la nariz. El hombre seguía de pie, firmemente apoyado en sus robustas piernas. Se parecía más a un soldado que a un caballero y nadie dudaba de que, si Leonor hubiera asentido, él habría ensartado al ama de llaves como si fuera un pescado. Y también a Montignard.

—¿Habéis venido con los tres hombres que están abajo? —preguntó la reina.

—Sí… —respondió Adelia, que parecía agotada—, Majestad.

—¿Por qué?

—Porque el obispo de Saint Albans me pidió que lo acompañara.

Rowley podría responder a sus preguntas. Era hábil.

—¿Rowley? ¿Rowley está aquí? —dijo la reina. Su voz había cambiado—. ¿Por qué no me lo dijisteis?

—Cuatro hombres en la barca y tres aquí abajo —repitió Schwyz, imperturbable. Su acento era londinense, con un leve deje foráneo—. Si uno de ellos es obispo, no lo sé —dijo, y era evidente que tampoco le importaba—. ¿Pasaremos aquí la noche?

—Nos quedaremos hasta que lleguen el joven rey y el abad de Eynsham.

Schwyz se encogió de hombros.

Leonor inclinó la cabeza hacia Adelia.

—¿Y por qué motivo Su Ilustrísima, el obispo de Saint Albans, trajo a una de sus mujeres a Wormhold Tower?

—No lo sé.

En ese momento Adelia no disponía de energía suficiente para relatar la sucesión de los acontecimientos y menos aún para hacerlo de manera comprensible. Estaba cansada, alterada, impresionada, tanto que ni siquiera reaccionó cuando la reina la calificó como «una de sus mujeres», aunque no dejaba de preguntarse cuántas se le conocían.

—Se lo preguntaremos a él —dijo animadamente Leonor. Luego miró la silueta que se retorcía en el suelo—. Levantadla.

El cortesano Montignard se adelantó y, con aire teatral, dio un puntapié para alejar el puñal de la hipotética asesina. La liberó de la bota de Schwyz para ponerla de pie y la sostuvo rodeándole el pecho con un brazo mientras con el otro le apuntaba con su daga al cuello.

Aquella mujer era la auténtica Muerte, la Parca. Una versión mejor que cualquiera de las que podían verse en las obras teatrales que se representaban en los mercados. La capucha de la capa negra se había arrugado, dejando a la vista unos pómulos prominentes y unos dientes que recordaban a una calavera, cubierta por una piel pálida, tan tensa que —dada la escasa luz de la habitación— el único indicio de que esa cara tenía algo de carne era un lunar grande y protuberante en el labio superior. Los ojos estaban tan hundidos que tal vez fueran dos cuencas vacías. Solo le faltaba la guadaña.

Esporádicamente se la oía escupir palabras y saliva.

«Os atrevéis a tocar a la verdadera reina, impostora, mi amo, mi más venerado señor…, vuestra alma se consumirá…, os arrojará…, suprema obscenidad».

Leonor se inclinó hacia delante y nuevamente ahuecó la mano junto a la oreja.

—¿Demonios? ¿Belial? Esta mujer me amenaza con Belial —explicó a su auditorio y luego se dirigió a Dakers—. Mi querida amiga, estoy casada con él.

—Permitid que la estrangule, Majestad —dijo Montignard—. Dejad que cauterice esta pústula.

Una perla de sangre apareció cuando la punta de la daga rasgó la piel de la mujer.

—Dejadla en paz. Está loca y moribunda —pidió Adelia. En esta ocasión logró gritar. Instintivamente había rodeado con sus dedos la muñeca de Dakers y, entre huesos casi tan helados como los de Rosamunda, había detectado un pulso terriblemente lento. Se preguntó cuánto tiempo había pasado oculta en esa gélida habitación—. Necesita calor —le dijo a Leonor—. Debemos darle calor.

La reina miró a Adelia, que extendía su mano sangrante hacia ella. Luego miró al ama de llaves y se encogió de hombros.

—Monty, nos dicen que la criatura necesita calor. Supongo que eso no implica arrojarla al fuego. Schwyz, llevadla abajo y encargaos de ella. Con amabilidad. La interrogaremos más tarde.

Frunciendo el ceño, el cortesano entregó a la prisionera a Schwyz, quien la condujo hacia la puerta, dio órdenes a uno de sus hombres y después de verla partir regresó junto a la reina.

—Mi señora, deberíamos marcharnos. No puedo defender este lugar.

—Todavía no, señor Schwyz. Ocupaos de vuestras tareas.

Schwyz se retiró disgustado, dando pisotones.

La reina sonrió a Adelia.

—Ya lo veis. Habéis intercedido por la vida de esa mujer y os lo he concedido.
Noblesse oblige
. Soy una reina verdaderamente compasiva.

Adelia debía admitir que era una persona notable. Ella había sentido una aguda debilidad en las piernas y había temido caer al suelo a causa de la conmoción sufrida, mientras que aquella mujer permanecía aparentemente impasible frente al ataque. Quizá los miembros de la realeza consideraban que ser víctima de un asesinato era un riesgo cotidiano. Probablemente no se equivocaban.

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