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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (21 page)

Escribid con rapidez para que este mensaje pueda llegar a la reina el día de su cumpleaños. Debido a que es una fecha muy importante para ella, la afectará más profundamente.

Daos prisa, porque mi mensajero debe llegar a Chinon, donde la reina está prisionera, antes de que el rey la envíe a otro lugar.

Y, entre todas, la más elocuente:

Hemos vencido, señora. Seréis reina antes del próximo verano.

El nombre del inductor no aparecía en ninguna de las notas. Pero indudablemente se trataba de alguien lo suficientemente cercano a Leonor para saber que habría ridiculizado la caligrafía de Rosamunda. Y había actuado estúpidamente. Solo alguien que carecía de las más elementales nociones sobre política podía alentar la esperanza de que Enrique y Leonor se divorciaran y Rosamunda se convirtiera en reina. Enrique nunca se divorciaría de Leonor. Por una parte, aun cuando la traición de una esposa pudiera justificar un divorcio —Adelia no creía que fuera motivo suficiente—, el asesinato de Becket había constituido un agravio mayúsculo para la Iglesia y Enrique había sufrido las consecuencias. No se atrevería a ofenderla otra vez librándose de Leonor. Por otra parte, era respetuoso con el orden establecido. Y lo que era más importante, si perdía a Leonor perdería también el gran ducado de Aquitania. Y Enrique era uno de esos animales predadores que nunca cede su territorio.

En cualquier caso, los permisivos ingleses podían hacer un guiño cómplice ante el hecho de que el rey tuviera una amante, pero considerarían un insulto que esa amante les fuera impuesta en calidad de reina. Incluso Adelia, una extranjera, lo sabía.

Sin embargo, alguien había incitado a una mujer estúpida y ambiciosa a copiar y enviar aquellas cartas.

Las cartas habían logrado enardecer a una reina que, furiosa, había escapado y había llamado a sus hijos a alzarse contra su padre.

Tal vez Rowley tenía razón: probablemente la persona que había escrito esas cartas tenía la intención de provocar una guerra.

Al otro lado de la habitación alguien aspiró ruidosamente por la nariz.

—Está comenzando a apestar —dijo Leonor con tono triunfal.

Adelia se sorprendió. No esperaba que sucediera tan rápido. Miró a Rosamunda, que seguía rígidamente inclinada sobre su pergamino. Luego echó un vistazo a su alrededor y comprobó que Guardián se había echado sobre la cola de la capa de armiño de la reina.

—Me temo que es solo mi perro —dijo.

—¿Vuestro perro? Llevadlo afuera. ¿Qué hace aquí?

Uno de los soldados, que dormitaba en la puerta, se despertó y entró en la habitación para llevar a Guardián hasta el descanso de la escalera. Luego, ante una seña de su reina, regresó a su puesto.

Leonor se movió. Se la veía inquieta, la vigilia comenzaba a ser agotadora.

—Santa Eulalia, dame paciencia. ¿Cuánto tiempo llevará esto?

Adelia estuvo a punto de decirle que todavía faltaba mucho tiempo, pero no lo hizo. Mientras no pudiera evaluar la situación con mayor claridad, prefería que la reina siguiera considerándola una integrante algo indecorosa del séquito de Rowley, que, sin embargo, había sido elegida por Dios para salvar su vida, motivo por el cual la recompensaba permitiéndole permanecer a su lado.

Irritada, pensó que la reina habría debido sentir al menos la misma curiosidad que ella y habría debido investigar hasta saberlo todo sobre Rosamunda: cómo había muerto, por qué había escrito las cartas, quién las había redactado. Habría debido ordenar que registraran la habitación y que las encontraran antes que ella. Ser reina no era suficiente, debía hacer preguntas, tal como lo hacía su esposo.

Enrique Plantagenet era un hurón, al igual que sus subordinados. Había intuido instantáneamente cuál era la profesión de Adelia y la había confinado en Inglaterra —como si fuera uno más de los extraños especímenes animales que coleccionaba— previendo que pudiera ser de utilidad. Sabía con precisión qué clase de relación había mantenido con el obispo. Sabía cuándo había nacido su bebé y que era una niña, es decir, mucho más que el propio padre. Unos días después del nacimiento de Allie, como prueba de que había recibido la noticia, un mensajero del rey vestido con ropas de paisano había entregado en la casa del pantano, donde Adelia vivía, un espléndido vestido de encaje para el bautismo, acompañado por una nota: «Podéis darle el nombre que os plazca. Para mí, siempre será Rowley-Powley».

Leonor, en cambio, no parecía ver más allá de su bienestar personal, y tenía la certeza de que Dios estaba especialmente preocupado por garantizarlo. Todas las preguntas que había formulado desde que llegara a esa alcoba giraban solo en torno a su persona.

Adelia se preguntaba si debía dar a conocer lo que sabía. En el pasado, Rowley y la reina habían mantenido correspondencia. Ella conocía su letra. Si le mostraba esos documentos, al menos podría probar que no era el autor de los originales que Rosamunda había copiado. Tal vez podría reconocer incluso la caligrafía y saber quién había urdido esa estrategia. No obstante, algo le dijo que debía esperar. En ese lugar se habían cometido dos delitos.

Si Mansur o su padre adoptivo hubieran observado a Adelia en ese momento, habrían comprobado que adoptaba el gesto que ellos denominaban «cara de disección»: los labios apretados, dibujando una línea; la mirada fija, concentrada en la unión de un músculo con un tendón, en el recorrido de una vena, en el corte que efectuaba para hacer un descubrimiento.

Alguna vez el doctor Gershom le había dicho que se había convertido en una gran anatomista gracias a su intuición. Ella, ofendida, había respondido:

—Padre, es cuestión de lógica y práctica.

—Tal vez el hombre aporte la lógica y la práctica, pero es el Señor quien os ha dado la intuición, y debéis agradecerlo —le había dicho su padre sonriendo.

Los delitos eran dos. El primero: Rosamunda había copiado cartas provocadoras. El segundo: Rosamunda había sido asesinada.

Era necesario descubrir quién había incitado a Rosamunda a escribir esas cartas y quién había sido su asesino. Y la posición de Leonor de Aquitania y del obispo de Saint Albans acerca de estos asuntos era diferente.

Para la reina, el autor de las cartas era el villano y debía ser eliminado. A Leonor le importaba un bledo quién había matado a Rosamunda. Si se descubría su identidad, tal vez incluso lo recompensara.

Para Rowley, en cambio, el asesino ponía en peligro la paz del reino y debía ser eliminado. Aquel era, en fin, el crimen más importante, porque el asesinato era el más grave de los delitos.

En esas circunstancias era mejor facilitar la investigación del obispo en lugar de complicarla permitiendo que la reina realizara la suya.

Adelia ordenó los documentos que tenía sobre la falda, los guardó otra vez en el banco-caja y puso la tapa en su lugar. Los ignoraría hasta que pudiera hablar con Rowley.

Leonor seguía inquieta.

—¿En esta torre incivilizada hay algún lugar donde la gente pueda hacer sus necesidades?

Adelia condujo a la reina hacia el excusado.

—Luz —dijo Leonor, tendiendo su mano para asir la vela que Adelia le alcanzó con reticencia: la reina vería los murales indecorosos.

En ese momento sintió más pena que nunca por aquella mujer. En pocas palabras, Leonor era presa de un ataque de celos tan violento como el de cualquier mujer que hubiera descubierto a su esposo en flagrante delito y se encontrara imprevistamente con un doloroso recordatorio de aquel hecho.

Adelia se preparó para oírla vociferar, pero la reina asomó silenciosamente por detrás del tapiz. Se la veía cansada y vieja.

—Deberíais descansar, señora —dijo, preocupada—. Bajemos…

Desde la escalera se oyó un ruido y los dos guardias de la puerta separaron sus lanzas dispuestos a atacar.

Un hombre grande como una colina entró en la habitación, desparramando energía y escarcha, y empequeñeciendo a Schwyz, que caminaba detrás de él. Era enorme. Cuando se arrodilló para besar la mano de la reina, las dos cabezas quedaron a la misma altura.

—Querida, si hubiera estado aquí, esto no habría sucedido —dijo sin levantarse. El hombre apretó la mano de Leonor entre las suyas y la llevó hacia su pecho, meciéndose con regocijo.

—Lo sé —respondió ella con afecto—, mi querido abad. Habríais detenido con vuestro gran cuerpo la trayectoria del cuchillo.

—Y habría ido feliz al Paraíso —aseguró el abad, con un suspiro. Luego se puso de pie y miró a la reina—. ¿Las dos serán quemadas?

Leonor negó con la cabeza.

—Me han persuadido de que Dakers es una demente. No ejecutamos a los insanos.

—¿Quién? Oh, Dakers. Sin duda es una demente. Os lo había dicho. Yo, de todas formas, estoy a favor de que las llamas se hagan cargo de ella y de su maldita ama. ¿Dónde está esa prostituta?

El abad atravesó la habitación, se acercó al escritorio y dio una palmada en el hombro del cadáver.

—Como suelen decir, fría como pezón de bruja. Un poco de calor las prepararía para el infierno —comentó el abad antes de volverse hacia Leonor, apuntando con el dedo—. Como bien sabéis, soy tan solo un hombre sencillo de Gloucestershire y, que la Virgen María me perdone, un pecador también, pero amo a mi Dios y a mi reina con toda mi alma y soy partidario de que sus enemigos ardan en la hoguera. —Lanzando un escupitajo en el cabello de Rosamunda, agregó—: Esta es la opinión que el abad de Eynsham tiene de vos, señora.

Con la llegada del visitante, Montignard se había puesto de pie y se esforzaba vanamente por llamar la atención de la reina, animándola a comer. El abad de Eynsham, un hombre más apto para apilar fardos de heno que para ser pastor de ovejas monásticas, dominaba la escena. Todos enmudecieron ante su impresionante estatura y su poderosa voz, que llenaba el ámbito con el acento y la sencillez propios de West Country.

Tal vez le agradara la vida bucólica, pero todas sus prendas daban muestra del costoso y exquisito buen gusto clerical. No obstante, la cruz que llevaba en el pecho —la que pendía de su cuello cuando se había hincado ante la reina— era exagerada: una pesada pieza de oro que habría podido derribar una puerta.

Leonor se había quitado muchos años de encima al verlo. Lo adoraba. Con excepción del egregio Montignard, sus cortesanos no habían valorado debidamente el hecho de que la reina se hubiera salvado de morir; el viaje los había agotado.

Adelia lamentó que tampoco hubieran apreciado su intervención; además le dolía la mano.

—Lamentablemente, tengo malas noticias, gloriosa señora —dijo el abad.

La expresión de Leonor cambió.

—Se trata del joven Enrique, ¿verdad? ¿Dónde está?

—Oh, se encuentra bien. Pero nuestros perseguidores estuvieron pisándonos los talones desde que salimos de Chinon, de modo que el joven rey, en fin…, decidió marchar a París en lugar de venir hacia aquí.

Súbitamente ciega, la reina buscó a tientas el brazo de su sillón y se dejó caer en él.

—Oh, no es tan grave. —El abad habló con voz honda—. Sabéis que a vuestro muchacho nunca le agradó Inglaterra, dice que aquí el vino sabe a orina.

—¿Qué haremos? —preguntó Leonor con los ojos muy abiertos, suplicantes—. La causa está perdida. Dios Todopoderoso, ¿qué haremos ahora?

—Calma, calma —pidió el abad, arrodillándose junto a la reina para agarrar su mano—. Nada se ha perdido. Schwyz está aquí, he hablado con él y supone que todo está en orden. ¿Verdad, Schwyz?

Schwyz asintió.

—¿Lo veis? Y Schwyz sabe hacer su trabajo. Admito que no es agradable, pero es un buen estratega. Y ahora os daré una buena noticia… —El abad, que hablaba con las manos en alto, las dejó caer sobre las rodillas de Leonor—. Majestad, ¿me oís? Escuchad lo que nuestro comandante Jesús ha hecho por nosotros: ha puesto al rey de Francia de nuestro lado. Sí, Luis se ha aliado con el joven Enrique.

Leonor levantó la cabeza.

—¿Eso ha hecho? Oh, por fin. Loado sea Dios.

—El propio rey Luis llegará con su ejército al campo de batalla para pelear junto al hijo en contra del padre.

—Loado sea Dios —dijo otra vez Leonor—. Ahora tenemos un ejército.

Como si observara a un niño que abre un regalo, el abad asintió con su enorme cabeza.

—Es un rey santo. Admito que no fue un buen esposo para vos, pero no vamos a casarnos con él y Dios aprecia la valentía que demuestra en esta ocasión —dijo golpeteando nuevamente las rodillas de la reina—. ¿Lo veis? El joven Enrique y Luis harán ondear vuestro estandarte en Francia y nosotros haremos lo mismo aquí, en Inglaterra, y juntos lograremos someter al viejo Enrique. La luz vencerá a la oscuridad. Que esto quede entre nosotros: atraparemos al águila y la derrocaremos.

Las palabras del abad animaron a Leonor. Su rostro había recuperado el color.

—Sí, organizaremos la ofensiva. ¿Tenemos aquí, en Inglaterra, suficientes hombres? Schwyz ha traído muy pocos con él.

—Wolvercote, mi bella dama. Lord Wolvercote ha establecido su campamento en Oxford, y nos espera con un ejército de mil hombres.

—Wolvercote —repitió Leonor—. Sí, por supuesto.

Mientras pensaba en lo que el abad le contaba, la reina recuperaba la esperanza.

—Por supuesto, mil hombres. Y si vos los comandáis, diez mil más se unirán a nosotros. Todos aquellos que han sido pisoteados y condenados a la miseria por los Plantagenet llegarán en tropel desde Midlands. Entonces marcharemos para dicha del Cielo.

—Debemos ir primero a Oxford, y rápido. Pronto empezará a nevar, quedaremos atrapados en esta maldita torre. Le dije a esa estúpida perra que no podía protegerla en este lugar, que fuéramos a Oxford porque allí podría defenderla. Pero ella sabía qué convenía hacer —dijo Schwyz. De pronto su voz de bajo se transformó en un falsete—. «Oh, no Schwyz, los caminos están en muy malas condiciones, no podemos continuar. Enrique no logrará seguirnos hasta aquí». —Y nuevamente, con su voz habitual, agregó—: El cabrón de Enrique puede hacerlo, lo conozco.

En cierto modo, aquel era el momento más raro de la noche. La expresión de Leonor, mezcla de duda y exaltación, no cambió. El abad, aún arrodillado a su lado, no giró la cabeza. ¿Habían oído a Schwyz?

¿Lo había oído Adelia? Su mente había regresado a los Bajos Alpes de Graubünden, adonde iba todos los años con sus padres adoptivos. El largo y bello recorrido tenía por finalidad huir del calor estival de Salerno. Allí, en la villa que les prestaba el obispo de Chur —un agradecido paciente del doctor Gershom—, la pequeña Adelia recogía hierbas y flores silvestres con los rubios hijos del pastor de cabras, mientras escuchaba sus conversaciones y las que mantenían los adultos, que desconocían la extraordinaria capacidad de Adelia para aprender distintas lenguas. Aquel era un idioma raro, una combinación gutural de latín con el dialecto de las tribus germánicas de las cuales descendían esos pueblos alpinos. Y acababa de oírlo otra vez. Schwyz había hablado en romanche.

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