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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (22 page)

Sin mirarlo, el abad ofreció a la reina una versión libre de lo dicho por Schwyz.

—Dice que todo está a vuestro favor y ganaremos la guerra. Cuando habla con el corazón, lo hace en su propia lengua, pero el buen Schwyz es un servidor verdaderamente leal.

—Lo sé —dijo Leonor, y le dedicó a Schwyz una sonrisa. Él respondió inclinando la cabeza.

—Pero dice que la nieve no tardará en caer de nuevo y desea partir hacia Oxford. Por mi parte, me sentiría profundamente feliz de tener a los hombres de Wolvercote junto a nosotros. ¿Estáis en condiciones de emprender el viaje, mi querida señora? Si no os sentís demasiado cansada, os propongo que bajemos con Monty a la cocina y comamos algo caliente. Hará frío en el camino.

—Mi querido abad —dijo amistosamente Leonor, poniéndose de pie—. ¡Cuánto necesitaba vuestra presencia! Vos me ayudáis a recordar que existe la bondad divina. Traéis con vos el aroma de los campos y la naturaleza. Me infundís coraje.

—Esa es mi intención, querida.

Cuando la reina y Montignard desaparecieron en la escalera, el abad se volvió hacia Adelia. Ella sabía que el religioso había advertido su presencia en cuanto llegó a la habitación.

—¿Qué es esto?

—Una prostituta de Saint Albans —respondió Schwyz, llevándola hacia el abad—. Estaba aquí cuando la loca atacó a Nelly y logró desviar el puñal. Nelly cree que le salvó la vida —añadió—. Tal vez tenga razón —concluyó, encogiéndose de hombros.

—¿En verdad lo hizo? —preguntó el abad y dando dos zancadas llegó al lugar donde se encontraba Adelia. Con una mano asombrosamente cuidada le levantó el mentón para mirar su rostro—. Una reina os debe la vida. ¿Es así, niña?

Adelia se mantuvo inexpresiva, al igual que el abad que la observaba.

—Podéis consideraros afortunada —dijo y, apartando su mano, dio media vuelta dispuesto a marcharse—. Vamos, muchacho, celebremos esta
festa stultorum
como es debido.

—¿Qué haremos con ella? —preguntó Schwyz, señalando el escritorio con el pulgar.

—La dejaremos aquí y la quemaremos.

—¿Y ella? —En esta ocasión, el pulgar señaló a Adelia.

El abad se encogió de hombros, lo cual sugería que era libre de elegir entre permanecer allí y arder junto con Rosamunda o marcharse.

Adelia se quedó a solas en la habitación. Guardián aprovechó la oportunidad y volvió a entrar y husmeó la bandeja que aún contenía el pastel de ternera.

Adelia recordó las palabras de Rowley: «Guerra civil…, la de Esteban y Matilde será insignificante comparada con esta…, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis…, puedo oír el ruido de sus cascos».

«Ya han llegado, Rowley, están aquí. Acabo de ver a tres de ellos».

Desde el escritorio llegó un suave sonido: el cuerpo de Rosamunda se descongelaba y se deslizaba hacia delante.

Capítulo 7

A
l ignorar el consejo del comandante de su pequeño ejército y arrastrar a sus hombres hasta Wormhold Tower, Leonor había aplazado el logro de su principal objetivo, es decir, reunirse con el grueso de las fuerzas rebeldes que la esperaban en Oxford.

El clima empeoraba y Schwyz trataba frenéticamente de conducir a la reina al lugar de reunión, porque los ejércitos solían dispersarse cuando se mantenían demasiado tiempo ociosos, especialmente si hacía frío. Solo había una ruta que podía llevarlos rápidamente hasta allí: el río. El Támesis seguía un curso bastante recto en dirección norte-sur, atravesando las siete millas de campo que separaban Wormhold de Oxford.

La reina y sus sirvientes habían cabalgado desde su último campamento; Schwyz y sus hombres habían recorrido el camino a pie. En consecuencia, era necesario conseguir embarcaciones. Habían encontrado algunas, suficientes para transportar a los miembros más importantes del séquito real y a un grupo de hombres de Schwyz, aunque no a todos. Algunos sirvientes y la mayoría de los soldados deberían llegar a Oxford por el sendero que bordeaba el río, con lo cual su viaje sería considerablemente más lento y dificultoso. Y deberían utilizar los caballos y las mulas del séquito real.

Adelia lo comprendió en cuanto llegó a la base de la torre, donde oyó un caótico chaparrón de órdenes e instrucciones.

Un soldado vertía aceite sobre un gran montón de muebles rotos, mientras los sirvientes pedían a gritos que aún no encendiera la llama. Antes debían sacar de la torre los baúles y las cajas que contenían el abundante equipaje de Leonor.

Schwyz les ordenaba que lo dejaran todo allí. Nadie podría llevar consigo sus pertenencias, tanto si iba a viajar en alguno de los escasos botes disponibles como si tenía que hacer el recorrido a pie. Ellos no lo oían o tal vez lo ignoraban.

De todos modos, quien más exasperaba a Schwyz era la reina, que no podía prescindir de tal o cual cosa y, sobre todo, de tal o cual sirviente. Y cuando por fin la petición le era concedida, la persona favorecida no lograba calmarse y esperar, sencillamente, que la incluyeran en la lista. En parte, el problema se debía a que los oriundos de Aquitania dudaban de la honestidad de sus aliados. La doncella de Leonor proclamaba a gritos que el vestuario de la reina no podía quedar a cargo de «mercenarios» y un hombre que dijo ser sargento cocinero se negó a dejar una sola sartén en manos de los soldados. Por lo tanto, mientras fuera de la torre los soldados manipulaban monturas y arreos helados para ensillar los caballos, los compatriotas de la reina discutían e iban de un lado a otro buscando inútilmente más equipaje.

En ese momento Adelia decidió que, más allá de lo que pudiera ocurrir, trataría de alcanzar el sendero que bordeaba el río tan pronto como fuera posible. Con suerte, y con la ayuda de Dios, podría caminar hasta el convento.

Pero antes debía encontrar a Rowley, Jacques y Walt.

Desde la escalera, trató de distinguirlos en medio del caos que tenía delante. No estaban allí. Seguramente los habían llevado afuera. Distinguió, no obstante, una figura oscura que, oculta en las sombras de los muros, se dirigía a la escalera saltando torpemente, como una rana, porque tenía los pies atados. La cuerda que le habían echado al cuello se agitaba mientras avanzaba.

Adelia retrocedió hacia el hueco de la escalera y, cuando la criatura saltó hasta el primer peldaño, agarró su brazo.

—No.

Los pies y las manos del ama de llaves estaban firmemente amarrados. Ninguna mujer normal lo habría intentado, pero aquella criatura no era normal. Atada y todo, Dakers habría huido a saltos de cualquier lugar para reunirse con su ama en lo alto de la torre.

Y no parecía dispuesta a desistir de su objetivo. Trató de librarse de la mano de Adelia. Sin ser vistas, las dos mujeres forcejearon.

—Os quemarán —susurró Adelia—. Por el amor de Dios, ¿queréis arder con ella?

—Sí.

—No lo permitiré.

El ama de llaves comprendió que era la más débil. Se rindió y miró a Adelia. La habían maltratado, le sangraba la nariz y tenía un ojo cerrado e hinchado.

—Dejadme ir, dejadme ir con ella. Debo estar junto a ella.

La escena era demencial. Y triste. Un soldado se aprestaba a destruir la torre, los sirvientes solo se preocupaban por sus asuntos y, mientras tanto, a nadie le importaba que la potencial asesina de la reina muriera entre las llamas; tal vez preferían que eso sucediera.

Sin embargo, Adelia pensó que no podían hacerlo, porque Dakers estaba loca. Si fuera juzgada por el intento de matar a la reina, ningún tribunal del país la condenaría a muerte. La propia Leonor lo habría impedido. Era una de las cosas que le gustaban de Inglaterra. La condenarían a prisión, pero el antiguo y razonable principio
furiosus furore solum punitur
(la locura del insano es suficiente castigo) dictaminaba que una persona que, a causa de una enfermedad, un hecho trágico u otro incidente, hubiera perdido el sano juicio debía ser absuelta de cualquier delito. La norma concordaba con los valores de Adelia y no admitiría que fuera ignorada, aun cuando la propia Dakers estuviera dispuesta a que su cuerpo se quemara junto con el de Rosamunda. La vida era sagrada. Nadie lo sabía mejor que una médica que trabajaba con los muertos.

Dakers trató de librarse nuevamente de la mano que la asía. Adelia la aferró con más fuerza y sintió repulsión. Los cadáveres nunca le habían provocado náuseas. Sin embargo, ese ser viviente al que debía sujetar muy cerca de su cuerpo le causaba rechazo debido a su delgadez —tenía la sensación de estar sujetando un manojo de ramas—, a su pasión por la muerte.

—¿No sentís el deseo de vengarla? —preguntó, con la intención de que Dakers dejara de forcejear.

Unos segundos después, en los iracundos ojos del ama de llaves surgió un atisbo de cordura. Dakers interrumpió sus murmullos y dijo:

—¿Quién lo hizo?

—Aún no lo sé. Solo puedo deciros que no fue la reina.

Se oyó un nuevo susurro. Dakers no la creía.

—Ella pagó para que lo hicieran.

—No. Tampoco fue Bertha —dijo Adelia.

—Lo sé —afirmó desdeñosamente Dakers.

Entre las dos mujeres se había establecido una súbita y extraña intimidad. Adelia percibió que Dakers apelaba a algún tipo de lógica para sopesar la conveniencia de convertirla en su aliada, descartaba esa posibilidad y luego volvía a considerarla. Al fin y al cabo, ella era la única persona con quien podía contar.

—Yo debo descubrir qué ocurrió. Ese es mi trabajo —continuó Adelia, aliviando un poco la presión que ejercía sobre el brazo de Dakers. Y, dominando el rechazo que le provocaba, añadió—: Venid conmigo, juntas lo descubriremos.

Nuevamente, Dakers evaluó la propuesta, que empezaba a parecerle aceptable, reflexionó por segunda vez y llegó a la conclusión de que podía ser provechosa. Asintió.

Adelia introdujo la mano en su bolsa, encontró su cuchillo y cortó la cuerda que sujetaba los tobillos del ama de llaves. Luego le quitó el lazo que le rodeaba el cuello. Hizo una pausa antes de liberar también sus manos.

—¿Me prometéis…?

—¿Lo descubriréis? —la interrumpió Dakers, entrecerrando su ojo sano.

—Lo intentaré. Es el motivo por el cual acompañé hasta aquí al obispo de Saint Albans.

La respuesta no era precisamente tranquilizadora, en especial si se tenía en cuenta que el obispo abandonaría el lugar en calidad de prisionero y que el Armagedón era inminente.

Dakers tendió sus muñecas enjutas hacia Adelia.

Schwyz había salido del puesto de guardia para controlar la situación en la explanada. Algunos sirvientes lo habían seguido. Los pocos que permanecían en su lugar seguían recogiendo sus pertenencias y las dos mujeres pudieron huir sin ser vistas.

Fuera la situación era igualmente confusa. Adelia cubrió el rostro de Dakers con la capucha de su capa e hizo lo mismo con la propia. De ese modo se mezclaron entre las siluetas que correteaban de un lado a otro.

Al ruido que reinaba en el lugar se sumó el viento, que traía una nevisca menuda y sólida. La luna se ocultaba y volvía a aparecer, su luz se asemejaba a la llama titilante de una vela.

Inadvertida, aferrando aún el brazo de Dakers, Adelia avanzó entre el caos, seguida por su perro, para buscar a Rowley. Lo divisó al otro lado de la explanada. Se sintió aliviada al comprobar que Jacques y Walt estaban junto a él. Los tres habían sido amarrados con cuerdas. Cerca de allí, el abad de Eynsham hablaba con Schwyz sobre los prisioneros. Su voz sobresalía en medio del bullicio imperante.

—Sois un tirano, pero no me importa, necesito descubrir qué saben. Vendrán con nosotros.

Schwyz intentó replicar, pero el abad había ganado. Los tres prisioneros fueron llevados a empujones hacia la multitud reunida en la entrada, donde Leonor se disponía a montar un caballo.

Maldición. Adelia debía hablar con Rowley antes de que los separaran. Y debía hacerlo sin ser vista… y llevando consigo a una fallida asesina. No obstante, no se atrevía a soltar la mano que sujetaba a Dakers.

El ama de llaves rio o, al menos, a la altura de la boca, la capucha emitió un leve cacareo.

—¿Qué sucede? —preguntó Adelia, e inmediatamente descubrió que al apartar su mirada de Rowley lo había perdido de vista.

Trató de serenarse. Atormentada por la indecisión, arrastró a la mujer hacia el arco que conducía a la explanada exterior y a la entrada al laberinto. El viento agitaba las capas de los sirvientes que rondaban por allí y el león dorado de sus tabardos titilaba a la luz de las antorchas. Los soldados, bien ataviados con sus chaquetas acolchadas, intentaban poner orden: arrebataban objetos pesados e innecesarios de los brazos que los portaban e impedían que los recuperaran. Solo Leonor tenía un aspecto sereno; con una mano controlaba a su caballo y con la otra formaba una visera para observar lo que sucedía. Aparentemente su mirada buscaba algo.

Divisó a Guardián, semejante a una ovejita negra en la nieve. Lo señaló con un dedo enguantado e impartió una orden a Schwyz, quien dio media vuelta y señaló a su vez.

—Esa, Cross —gritó a uno de sus hombres—. Traedla, la que está junto al perro.

Adelia sintió que la levantaban y la cargaban sobre una mula mientras ella forcejeaba, tratando de no soltar la mano de Dakers. El hombre llamado Cross optó por la ley del mínimo esfuerzo y subió a Dakers a lomos de la mula, detrás de Adelia.

—Y no os mováis de allí —gritó el soldado. Con una mano sujetó la brida del animal y con el cuerpo inmovilizó la pierna de Adelia. Así atravesó el arco para llevar su carga hacia la explanada, y se detuvo a esperar a los demás jinetes.

Leonor avanzó seguida por el abad de Eynsham. Los portales del laberinto se abrieron. Un agujero negro surgió frente a ellos.

—Debéis avanzar en línea recta, reina de mi corazón —gritó alegremente el abad—. Tan recta como la plomada de mi padre.

—¿En línea recta? —preguntó la reina.

El abad extendió los brazos.

—¿No me habéis ordenado acaso que descubriera los secretos de esa ramera? ¡Qué no haría por vos!

—¿Existe un camino directo para atravesar el laberinto? —Leonor rio—. Oh, mi buen abad. Los senderos torcidos serán enderezados…

—Y los terrenos accidentados, serán allanados —concluyó el abad—. El viejo Isaías sabía un par de cosas. Yo soy solo su servidor, y el vuestro. Adelante, reina mía, el Señor guiará vuestro camino a través de los matorrales de la prostituta.

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