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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (26 page)

—Gyltha, ¿te molesta estar aquí?

—No puedo elegir, muchacha. Hay demasiada nieve. Por si no lo habías notado, está nevando otra vez. El camino hacia el río desapareció, está tapado.

—Me refiero a que galopamos por el campo para llegar hasta aquí, estamos lejos de casa… y todo lo demás. Nunca te quejas.

Gyltha liberó una hebra de carne atrapada entre los dientes, la observó y la llevó nuevamente a la boca.

—Supongo que me necesitan aquí.

Tal vez tenía razón. En general las mujeres debían estar donde les indicaran. En el caso de Gyltha era el pantano de Cambridgeshire, un lugar increíblemente exótico para Adelia, pero indudablemente muy monótono. Probablemente el corazón de Gyltha se aceleraba ante la perspectiva de viajar a tierras extranjeras, como un cruzado. Tal vez ella anhelaba tanto como Rowley que su país conservara la paz. O deseaba ser testigo de que, para aquellos que mataban, existía la justicia divina, y estaba dispuesta a asumir el riesgo que ello implicaba.

—¿Qué haría sin ti? —preguntó Adelia, moviendo la cabeza.

Gyltha vertió los restos del caldo de Adelia en su cuenco y lo dejó en el suelo, cerca de Guardián.

—Para empezar, no tendrías tiempo para descubrir quién acabó con ese pobre muchacho y quien mató a Rosamunda.

—Oh —suspiró Adelia—, muy bien, dímelo.

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó Gyltha, sonriendo con suficiencia.

—Lo sabes bien. ¿Quién ha llegado? ¿Quién ha hecho preguntas sobre el muchacho oculto en la cámara de hielo? Alguien quería que lo encontraran y, sin duda, ese «alguien» intentará averiguar por qué no fue hallado. ¿Quién es?

No se trataba de una sola persona. Como arrojados por la nieve que luego había cubierto el lugar, cuatro viajeros habían llegado a Godstow mientras Adelia estaba ausente.

—El señor y la señora Bloat, de Abingdon. El padre y la madre de Emma, la chica que conociste. Llegaron para la boda.

—¿Cómo son?

—Grandes —dijo Gyltha, extendiendo los brazos como si tratara de abarcar tres árboles—. Él tiene una gran barriga, una gran voz, dice grandes palabras. Muge como un toro para decir que no hay quien embarque tanto vino desde otros países y venda más y a mejores precios. No me sorprende. Es un cerdo a caballo.

Adelia dedujo que el señor Bloat alardeaba de una posición que no concordaba con su origen.

—¿Y la esposa?

A modo de respuesta, Gyltha sonrió estúpidamente, tomó la botella de cerveza y levantó ostentosamente el dedo meñique mientras simulaba beber. Evidentemente, no se entendía con los Bloat.

—Sin embargo, es poco probable que sean asesinos —dijo Adelia—. ¿Quiénes son los demás?

—Su futuro yerno.

Otra persona con un motivo válido para viajar a Godstow.

—Ajá.

El hermoso y galante poeta había llegado al convento para llevarse a su novia. El amor iluminaría, al menos por un rato, la oscuridad invernal que rodeaba a aquella jovencita espontánea y encantadora.

—¿Cómo llegó hasta aquí?

Gyltha se encogió de hombros.

—Como los demás, llegó desde Oxford antes de que comenzara la tormenta de nieve. Parece que tiene una finca junto al río, pero no pasa mucho tiempo allí. Polly dice que es una ruina. —Era evidente que había hecho amistades en la cocina—. Durante la guerra, su padre estuvo en el bando de Esteban. Tenía un castillo río arriba. El rey Enrique ordenó que lo destruyeran.

—¿Es tan apuesto como cree Emma?

Adelia advirtió que Gyltha tampoco se entendía con él.

—Tiene un aspecto agradable y digno. Es mayor de lo que esperaba y, por la manera de dar órdenes a su gente, un verdadero señor. Estuvo casado, pero su esposa murió. Los Bloat le lamen las botas para que su hija pueda pertenecer a la nobleza… —Gyltha tomó aire y se inclinó hacia delante para añadir—: Y él aceptó de buena gana la dote de doscientos marcos en oro.

—¿Doscientos marcos? Es una suma enorme.

—Eso dijo Polly. En oro —Gyltha enfatizó sus palabras asintiendo con la cabeza—. Al señor Bloat no le falta dinero.

—No, sin duda, dado que se dispone a comprar la felicidad de su hija, pero… ¿ella es feliz?

Gyltha se encogió de hombros.

—No la he visto. Está en el claustro. Yo suponía que saldría corriendo para ver al tal lord Wolvercote.

—¿Wolvercote?

—Ese es el nombre de su señoría. Es muy adecuado para él, tiene un aspecto que inspira poca confianza
[1]
.

—Gyltha, Wolvercote es el hombre que ha formado un ejército para la reina. Se supone que se encuentra en Oxford, esperando la llegada de Leonor.

—Pero no está en Oxford. Está aquí.

—¿Sigue aquí? Sin embargo, tampoco es probable que él sea un asesino —dijo Adelia, decidida a ver el lado novelesco del asunto—. El hecho de que esté dispuesto a retrasar el inicio de una guerra porque no quiere demorar su boda habla a favor de él.

—La está retrasando por Emma y sus doscientos marcos. En oro —le recordó Gyltha—. ¿Sabes lo que hizo en cuanto regresó al pueblo? —preguntó, inclinándose hacia delante y apuntando a Adelia con la aguja de tejer—. Encontró a un par de pillos robando en su finca y los colgó, de inmediato.

—¿Los dos hombres del puente? Me preguntaba quiénes eran.

—A la hermana Havis no le gustó. Eso dice Polly. Armó un verdadero alboroto. Como sabes, es el puente de la abadía y a las monjas no les gusta que lo decoren con muertos. «Debéis llevaros esos cuerpos ya mismo», le dijo a su señoría. Pero él respondió que el puente era suyo y que no lo haría. Así fue.

—Por Dios —exclamó Adelia, desencantada—. Y bien, ¿quién es la cuarta persona que ha llegado al convento?

—Un abogado de apellido Warin. Ha estado haciendo preguntas. Parece muy preocupado por su primo, que fue visto por última vez mientras cabalgaba cerca del río.

—Warin. Él escribió la carta que llevaba el muchacho.

Adelia sintió que la barrera de hielo comenzaba a fundirse en su cabeza y permitía que sus recuerdos fluyeran.

«Tu afectuoso primo, Wlm Warin, caballero de las leyes, quien aquí envía: 2 marcos de plata como anticipo de vuestra Herencia. El resto será Exigido cuando nos reunamos».

Cartas y más cartas. Una, en la alforja del hombre muerto. Otra, en el escritorio de Rosamunda. ¿Eran la conexión entre los dos asesinatos? No necesariamente. La gente solía escribir cartas. Por otra parte…

—¿Cuándo llegó el señor Warin en busca de su primo?

—Anoche, muy tarde, después de la tormenta de nieve. Es un llorón. Se echó a llorar porque temía que su primo hubiera quedado atrapado en la nieve o que lo hubieran asaltado para robarle el dinero. Quería cruzar el puente y preguntar en el pueblo, pero la nieve comenzó a caer otra vez y no pudo hacerlo.

Adelia llegó a una conclusión.

—Supo muy rápidamente que el muchacho se había perdido. Quien se encuentra en la cámara de hielo debe ser Talbot de Kidlington, y lo mataron anoche.

—¿Esa es la clave? —preguntó Gyltha. Sus ojos brillaban como los de un predador.

—No lo sé, tal vez no. Oh, Dios…, y ahora, ¿qué pasa?

La campana de la iglesia que se encontraba a la vera del camino había comenzado a sonar. Las vibraciones se sentían en la cama y derramaban el agua de la jarra en el lavamanos. Allie comenzó a chillar. Adelia se apresuró a taparle las orejas.

—¿Qué es esto? —preguntó. Las campanas no anunciaban un oficio religioso.

Gyltha apoyó la oreja en el postigo para oír los gritos que llegaban del callejón: «¡Todos a la iglesia!».

—¿Es un incendio? —preguntó Adelia.

—No lo sé. Creo que es una reunión en la iglesia —opinó Gyltha antes de sumarse a la fila de capas que ondeaban bajo el viento.

Adelia comenzó a envolver a Allie con pieles.

Fuera, grupos de personas corrían hacia ambos extremos del callejón y se unían a la multitud congregada en el bullicioso atrio de la iglesia. Conversaban alarmadas, se hacían preguntas que no tenían respuesta. Poco a poco el ruido disminuyó hasta desaparecer. Aun colmada de gente, la iglesia estaba silenciosa y oscura. Toda la luz se concentraba en la zona del altar. Se veían hombres sentados en el coro, algunos de ellos vestidos con cota de malla. Habían colocado el trono del obispo frente al altar, para que la reina Leonor lo ocupara, luciendo su corona. No obstante, parecía pequeña en el enorme sillón.

Junto a ella se encontraba un caballero con yelmo. La capa echada hacia atrás permitía ver el peto de su tabardo, donde se distinguía un blasón blanco y escarlata con la cabeza de un lobo. Una mano enguantada reposaba sobre la empuñadura de la espada, tan quieta que habría podido ser una escultura coloreada. Sin embargo, aquella figura llamaba la atención.

El murmullo de los recién llegados cesó. Todos los pobladores de Godstow se encontraban en la iglesia. Al menos, todos los que podían caminar. Adelia miró a su alrededor buscando un espacio libre; temía que la niña que llevaba en brazos fuera aplastada por la multitud. Algunas personas que ya se habían ubicado allí la ayudaron a subir a un monumento funerario. Gyltha y Guardián la siguieron.

La campana calló. Solo había sido el anuncio de lo que sucedería y se hizo más perceptible cuando el sonido cesó. Cuando el caballero hizo una seña con la cabeza, un hombre de librea que se hallaba detrás del coro dio media vuelta y abrió la puerta de la sacristía, por donde solían entrar las religiosas.

La madre Edyve entró en la iglesia apoyándose en su bastón, seguida por las hermanas de Godstow. Al llegar a la zona del altar, hizo una pausa y observó a los hombres que ocupaban los lugares habitualmente reservados para ella y sus monjas.

El abad de Eynsham estaba sentado allí, junto a Schwyz, Montignard y otros. Todos permanecieron inmóviles.

La muchedumbre emitió un consternado murmullo. La madre Edyve sencillamente inclinó la cabeza y avanzó cojeando frente a ellos, alzando un dedo para indicar a las religiosas que la siguieran mientras bajaba los peldaños, para sumarse a los fieles congregados en el lugar.

Adelia observó la nave tratando de encontrar a Mansur. No lo vio, pero, en cambio, advirtió que a lo largo de las paredes se alineaban hombres vestidos con cota de malla que empuñaban sus espadas, semejantes a roblones de hierro y acero surgidos de los antiguos muros: eran centinelas. Luego giró la cabeza hacia el altar. El caballero que acompañaba a la reina había comenzado a hablar.

—Todos vosotros me conocéis. Soy el señor de Wolvercote y en nombre de nuestro Salvador y de mi graciosa señora, la reina Leonor de Inglaterra, proclamo que desde este momento el distrito de Godstow será defendido de los enemigos de Su Majestad hasta que su causa triunfe en este territorio.

Su voz, sorprendentemente aguda y débil, no parecía apropiada para un hombre de su estatura. No obstante, en medio de ese silencio era audible.

Se oyeron murmullos escépticos.

—¿Qué quiere decir? —preguntó un hombre situado detrás de Adelia.

—¿El cabrón dice que estamos en guerra? —murmuró otro.

Desde la nave surgió un grito.

—¿Quiénes son los enemigos? Nosotros no tenemos enemigos, salvo la nieve.

Adelia creyó reconocer la voz del molinero que había formulado una pregunta al obispo Rowley. Las risas burlonas colmaron la nave.

De inmediato, dos soldados se adelantaron desde la pared orientada al sur y, con la hoja de su espada, apartaron a la gente que rodeaba a aquel irrespetuoso.

En efecto, era el molinero. Adelia logró ver su cara redonda, desconcertada, boquiabierta. Los hombres que lo arrastraban lucían el blasón con la cabeza del lobo. Detrás de ellos, un chico gritó:

—¡Papá! ¡Dejen en paz a mi papá!

Adelia no pudo ver qué sucedió después. Las puertas se cerraron estrepitosamente. El silencio regresó a la iglesia.

—La desobediencia no será tolerada —dijo lord Wolvercote—. La autoridad militar gobierna esta abadía y sus habitantes están sujetos a la ley marcial. Se impondrá el toque de queda…

Adelia se encogió de hombros. No podía creerlo. Lo más impactante de aquel discurso era su estupidez. Wolvercote estaba generando hostilidad en aquellas personas que debían ser sus aliadas, al menos hasta que dejara de nevar. Y lo hacía sin necesidad. Tal como había dicho el molinero, allí no había enemigos. Ella sabía que el ejército más próximo se encontraba en las cercanías de Oxford, un territorio que pertenecía a Wolvercote.

«Oh, Dios. Un hombre estúpido es, entre todos los animales, el más peligroso», pensó.

Desde el coro, Montignard dedicaba sus sonrisas a la reina. Mientras la mayoría de los personajes encumbrados observaba a la multitud reunida en la nave, el abad de Eynsham se miraba las uñas y Schwyz fruncía el ceño, como si se sintiera obligado a observar a un mono vestido con prendas de hombre.

Lord Wolvercote no había tenido necesidad de pronunciar esas palabras. Lo comprendía Adelia, una persona que nada sabía de guerras. Él no podía ignorarlo, era un hombre experto en temas militares.

—Las religiosas permanecerán en el claustro. Mientras la nieve perdure, se impondrá el racionamiento. Se servirá una comida diaria; para los nobles, en el refectorio, y para los villanos, en el granero. La población solo podrá reunirse para la misa. Se prohíbe formar grupos de cinco o más personas.

—Entonces, se quedará sin comer —susurró Gyltha.

Adelia sonrió. Pensó que la estupidez había alcanzado un grado extremo. Tan solo en la cocina trabajaban veinte personas. Si no podían permanecer juntas, nadie prepararía la comida. Cualquiera que fuera el objetivo de aquel hombre, no había encontrado la manera adecuada de lograrlo. Aunque, después de reflexionar un instante, comprendió que lord Wolvercote no conocía otra manera de actuar: para él, las personas temerosas eran obedientes. Y aquellas personas sentían un miedo fácilmente perceptible. Los recuerdos habían provocado escalofríos en todos los cuerpos que colmaban la iglesia. Una antigua desesperanza había resurgido. Los Jinetes del Apocalipsis habían llegado para acabar con la paz, comandados por un cerdo imbécil. ¿Para qué?

Schwyz y el abad de Eynsham parecían desconcertados. Todos pertenecían al mismo bando, defendían a la reina. Sin embargo, aparentemente Wolvercote había decidido arrogarse autoridad sobre sus aliados antes de que pudieran desafiarlo. En ese caso, si ganaban la guerra, la gloria no le correspondería al abad, a Schwyz, a ningún otro hombre. Lord Wolvercote había llegado para estar junto a la reina, decidido a ser su salvador. Si ganaba la guerra, podría convertirse en el verdadero regente de Inglaterra.

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