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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (29 page)

El abad la miró mientras salía y agitando los brazos indicó a la monja que continuara con su vigilia.

Fuera, a pesar del suicidio, de la presencia de la reina y sus mercenarios y del frío inclemente, la abadía continuaba con sus rutinas cotidianas. Los habitantes de Godstow pasaban presurosos junto a Adelia, resbalando en el hielo sucio e irregular, para reavivar los fuegos que la humedad amenazaba con extinguir y dar comienzo a sus labores.

Jacques interceptó a Adelia cuando ella dejó atrás los establos.

—Os esperaba, señora. ¿Qué debo hacer con esto? —preguntó. El mensajero llevaba un cubo y lo balanceaba frente a ella para obligarla a detenerse. En él había un brazo. Adelia lo observó un instante, y recordó que alguna vez, en una época que parecía lejana, lo había amputado.

—No lo sé, supongo que deberíais sepultarlo en algún lugar —respondió, y aceleró el paso.

—¿Sepultarlo? —exclamó Jacques, mientras la veía alejarse—. La tierra está más dura que el hierro.

• • •

A pesar de que las puertas estaban abiertas, el calor del sol había templado el establo; sus rayos brillaban en el suelo húmedo. En el lugar reinaba el silencio, alterado solo por el rítmico silbido que provenía de uno de los compartimentos, donde una muchacha ordeñaba una vaca. El banco donde se había sentado era el mismo que alguien había derribado bajo el cuerpo colgado.

La muchacha —que dijo llamarse Peg— era quien, al entrar temprano en el establo para ordeñar, había descubierto a Bertha. Al verla había comenzado a gritar y había sido necesario llevarla a su casa, donde su madre le había dado unas gotas de sedante para que pudiera regresar a la escena del crimen y ocuparse de su trabajo.

—Por eso estoy tan retrasada. Estas pobres bestias han estado mugiendo todo el tiempo, pidiendo que viniera a aliviarlas, pero no pude hacerlo antes, tenía miedo. Abrí la puerta y allí estaba. Nunca lo olvidaré. Este viejo establo no volverá a ser el mismo para mí.

Adelia la comprendía. Algo había alterado la ingenua sencillez del lugar, su habitual olor a paja y flatulencias bovinas. Una antigua viga se había transformado en una horca. Tampoco ella lo olvidaría. Allí había muerto Bertha y, entre todas las muertes recientes, la suya era la más horrenda.

—¿Puedo ayudarla, señora? —preguntó Peg, y continuó ordeñando.

—Busco un collar, en realidad es una cadena con una cruz. Se la había regalado a Bertha. Ella no la lleva puesta ahora y desearía que la acompañe en la tumba.

El sombrero de Peg se ladeó cuando negó con la cabeza, sin dejar de mirar las costillas de la vaca.

—No lo vi.

Adelia reconstruyó mentalmente la escena que había presenciado alrededor de una hora antes. Un hombre —según creía, se trataba de Fitchet, el vigía— se había adelantado, había enderezado el banco que se encontraba debajo de los pies de Bertha y, una vez de pie sobre él, había levantado el cuerpo para que la correa de la cual pendía se soltara del gancho.

¿Qué había ocurrido después? Oh, sí, otros hombres lo habían ayudado a tender el cuerpo en el suelo. Alguien había desabrochado la correa y la había arrojado. La gente que, arremolinada en torno a Bertha, trataba inútilmente de resucitarla le había impedido ver si la joven muerta conservaba la cadena con la cruz. Si efectivamente aún la llevaba puesta, la correa habría cubierto la cadena y la habría presionado firmemente contra la piel, de modo tal que los eslabones se habrían incrustado en la carne, formando las muescas que ella había descubierto.

Pero si no llevaba la cadena…

Adelia miró a su alrededor. En un rincón lleno de telarañas encontró la correa. Era un viejo cinto. Una arandela gastada mostraba el lugar donde su dueño solía ajustarlo. En el otro extremo de la correa se veía otra arandela deformada, dado que por allí había pasado el gancho y había soportado todo el peso de Bertha.

—¿Dónde había conseguido el cinto? —se preguntó Adelia en voz alta, mientras lo colocaba sobre su hombro.

—No lo sé, ella nunca usaba cinto —dijo Peg. Y, en efecto, así era.

Adelia caminó lentamente hacia el extremo opuesto del establo, dando puntapiés para apartar manojos de heno: tal vez ocultaran algo. Oyó a sus espaldas el ruido de la leche que caía en el cubo y la voz pensativa de Peg.

—Pobre criatura. No puedo imaginar qué pasó por su cabeza. Era un poco bruta, pero aun así…

—¿Os dijo algo?

—Siempre andaba por aquel rincón del establo, murmurando cosas que ponían la piel de gallina, pero yo no le prestaba atención.

La médica llegó al compartimento que había ocupado Bertha. Estaba a oscuras. Apoyó el farol sobre el tabique y se arrodilló para revolver la paja que cubría la superficie de tierra compacta.

—Señora, hemos terminado —dijo Peg a la vaca. Luego le dio una palmada cariñosa en el anca y se dispuso a ordeñar otro animal.

Se oyeron pasos. Alguien había entrado en el establo.

—Buenos días, señor Jacques.

—Buenos días a vos, señora Peg.

Sus voces denotaban un coqueteo que aliviaba la tensión de ese día. A pesar de sus orejas prominentes y su temperamento ansioso, el mensajero había logrado una conquista.

Jacques atravesó velozmente el corredor del establo y se detuvo para contemplar a Adelia mientras escarbaba.

—Lo enterré, señora.

—¿Qué…? Oh, muy bien.

—Señora, ¿puedo ayudaros con vuestra tarea? —se ofreció el mensajero, que ya comenzaba a acostumbrarse a las excentricidades de aquella mujer.

—No.

Ella ya había encontrado lo que buscaba. Sus dedos habían palpado la áspera y delgada cadena de metal; aunque estaba partida, la cruz se había atascado en el broche.

«Dios, ayúdanos», pensó Adelia en cuanto comprendió qué había sucedido. En aquel oscuro compartimiento la propia Bertha se había quebrado el cuello intentando librarse de las manos que la estrangulaban con la cadena. En su mente surgió otra vez la imagen de la pobre criatura que se arrastraba olisqueando hacia ella, diciendo cuál era el perfume de la anciana del bosque que le había dado los hongos mortales para Rosamunda.

«Bonito, como el tuyo».

El recuerdo le resultó intolerable. Esa vida insignificante y triste había terminado de una manera violenta. ¿Quién la había matado? ¿Por qué?

—Señora… —dijo Jacques, que comenzaba a preocuparse al ver a Adelia silenciosa e inmóvil.

Ella se puso de pie con la cadena en la mano. Junto al mensajero, fue hacia el lugar donde Peg, meneando provocativamente el trasero, volcaba el cubo lleno de leche espumosa en otro más grande.

Si bien la médica ya sabía que Bertha había sido asesinada, había incluso otra prueba: el banco.

—¿Puedo llevarme esto un momento? —preguntó.

Peg y Jacques la observaron mientras se llevaba el banco y lo colocaba debajo de la viga, en el lugar donde se encontraba el gancho. Luego desplegó la cuerda que tenía enrollada en la mano y se la entregó a Jacques.

—¿Podéis medirme? —pidió.

—¿Queréis que os mida?

—Sí —respondió, algo irritada—. De la cabeza a los pies.

El mensajero se encogió de hombros, sostuvo uno de los extremos de la cuerda en la coronilla de Adelia y dejó que cayera. Luego se agachó y apretó el lugar donde había tocado el suelo.

—No sois muy alta, señora.

Adelia trató de sonreír. La estatura era un problema para el mensajero, que, sin sus botas con tacones, no habría sido mucho más alto que ella. Al mirar el lugar donde él apretaba la cuerda, comprobó que estaba más allá del nudo que le había hecho después de medir el cadáver en el catafalco. Era aproximadamente dos pulgadas más alta que Bertha.

—Ayer ella estaba nerviosa —dijo Peg—. Ahora lo recuerdo. Andaba rondando por allí cuando vine a ordeñar por la tarde. Decía que debía contarle una cosa a la señora de la cruz y salió corriendo. Supuse que hablaba de una monja.

Adelia sabía que no se refería a una monja. Ella era la señora de la cruz.

—¿Adónde fue?

—No puede haber llegado lejos, porque volvió rápido. Estaba agitada, como si hubiera visto al demonio. Dijo algo sobre acres o una cosa así.

—¿Dakers, tal vez? —preguntó Jacques.

—Tal vez.

—Seguramente vio a la señora Dakers —opinó Jacques—. Esa mujer le causaba un terror mortal.

—¿Habló sobre lo que debía decir a la monja? —preguntó Adelia.

—Murmuraba que no era ella sino él.

Adelia se aferró a un poste.

—¿Es posible que dijera «No era una mujer, era un hombre»?

—Sí.

—Bien…

Adelia quería seguir considerando el asunto, pero las vacas que esperaban en la fila mugían para expresar su malestar y Peg era reacia a la confiscación de su banco. Pasó el cinturón por la hebilla, se lo colocó alrededor del cuello y lo ajustó. De pie en el banco, intentó extender la parte libre de la correa hasta el gancho: la punta apenas lo rozó y aún había un espacio entre él y la arandela. Se puso de puntillas. De todos modos, el gancho y la arandela no coincidían, pese a que ella era más alta que Bertha.

—El cinturón es corto —dijo.

De alguna manera, ya lo había percibido. Al ver el cuerpo colgado, el impacto le había impedido comprenderlo cabalmente, pero su mente lo había registrado. Los pies de Bertha no podían llegar hasta el banco y derribarlo de un puntapié. Adelia comenzó a ahogarse y se esforzó por abrir la hebilla. De pronto, unos brazos invisibles la levantaron y sujetaron el cinto al gancho. No podía respirar. Las manos de Jacques tantearon su cuello, y trató de apartarlas, así como Bertha había intentado librarse de su asesino.

—Es suficiente, señora —dijo el mensajero, y soltó el cinto—. Serenaos —pidió mientras la tomaba del brazo y le acariciaba la espalda como si tratara de calmar a un gato asustado.

Peg los observaba con la expresión de quien tiene delante a un par de locos traviesos. Jaques hizo una seña con la cabeza para indicarle que podía llevarse el banco. Ella lo recuperó, aliviada, y regresó junto a sus vacas.

Adelia permaneció en el mismo lugar, oyendo el ruido que producían las hábiles manos de Peg, que alternativamente apretaban y soltaban la ubre de la vaca y dejaban caer rítmicamente la leche en el cubo.

«No era una mujer, era un hombre».

Jacques le dirigió una mirada inquisitiva. Por fin había comprendido cuál había sido su objetivo.

—Bien, al menos ahora Bertha podrá ser enterrada en tierra sagrada —dijo Adelia.

—¿No se trata de un suicidio?

—No, fue asesinada.

Nuevamente, el rostro del joven mensajero pareció envejecer.

—Dakers —dijo Jacques.

Capítulo 9

L
as monjas quizás sospechaban lo mismo.

—Veamos —dijo la madre Edyve—. ¿Estáis diciendo que la señora Dakers colgó a esa pobre niña?

La abadesa se hallaba reunida con las religiosas de mayor jerarquía en la sala del capítulo. Adelia no era bienvenida allí. Ellas debían reflexionar sobre asuntos importantes: su abadía había sido prácticamente invadida; peligrosos mercenarios habían tomado posesión del lugar; en su puente había dos cuerpos ahorcados; si continuaba nevando, pronto carecerían de alimentos. En medio de todo aquello, no querían escuchar el informe extravagante y perturbador de un asesinato.

Adelia, sin embargo, había hecho algo correcto: tal como Gyltha le había aconsejado, había llevado consigo a Mansur.

—No te prestarán atención —le había dicho—, pero tal vez lo hagan con ese árabe.

Después de dormir unas horas, Adelia había decidido que Gyltha tenía razón. El obispo había recomendado a Mansur, la enfermera lo tenía en alta estima y lo rodeaba un halo de misticismo. Por encima de todo, era un hombre y, aun cuando fuera extranjero, eso le otorgaba más autoridad.

No había sido sencillo lograr que la recibieran antes de que concluyera la reunión del capítulo; no obstante, Adelia se había negado a esperar.

—Es un asunto de interés del rey —había dicho.

En efecto, así era. Un asesinato, dondequiera que se cometiese, estaba bajo jurisdicción real. Y había agregado que el señor Mansur era experto en resolver crímenes y había sido convocado a Inglaterra por orden de Enrique II, con el objeto de que investigara la muerte de unos niños de Cambridgeshire, gracias a lo cual podía decirse que se había descubierto al asesino.

En nombre de Mansur había pedido disculpas por su escaso dominio del idioma y había simulado ser su intérprete. Incluso rogó que ellas mismas examinaran las marcas que Bertha tenía en el cuello; había exhibido las pruebas del crimen y había oído su propia voz, que se esforzaba por conmoverlas, tan vanamente como los dedos de Bertha se habían esforzado por librarse de la cadena que la estrangulaba.

Para responder a la madre Edyve, había dicho:

—El señor Mansur no acusa del crimen a la señora Dakers. Solo dice que alguien colgó a Bertha. Ella no se ahorcó.

Para las monjas, el hecho era demasiado escabroso. Allí, en aquella sala del capítulo, tan familiar, tan inglesa con sus pilares de madera, se erguía una figura imponente vestida de manera extraña —un pagano, más allá del patrocinio del rey— que, a través de una mujer de dudosa reputación que oficiaba de médium, les decía algo que no deseaban oír.

Las religiosas no tenían una mente aficionada a investigar. Aparentemente, ninguna de ellas, ni siquiera la astuta y anciana abadesa, poseía la intensa curiosidad que impulsaba a Adelia. En realidad, carecían por completo de curiosidad. La resurrección de Jesucristo y la orden instituida por san Benedicto daban respuesta a todas sus preguntas.

Tampoco les preocupaba demasiado la justicia terrenal. Cuando se enfrentara al Gran Juicio, que ningún pecador podría eludir, el asesino —si lo había— recibiría una sentencia mucho más terrible que aquella que pudiera aplicarle un tribunal constituido por los hombres.

El cinto, la cadena rota y la cuerda para tomar las medidas yacían dibujando curvas en la mesa que tenían delante, pero las monjas evitaban mirarlas. Se preguntaban si el espacio libre entre los pies de Bertha y el banco era un dato importante. Tal vez la pobre y equivocada joven había trepado a uno de los tabiques del compartimiento, con el cinto alrededor del cuello, para luego saltar desde allí. Nadie sabía cuánto ímpetu podía tener una persona desesperada. Sin duda, el miedo que Bertha sentía ante la posible reacción de la señora Dakers podía constituir por sí mismo un motivo para el suicidio.

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