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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (27 page)

«Estoy viendo cómo un hombre arroja los dados», se dijo Adelia.

Después de impartir sus órdenes, lord Wolvercote dio media vuelta, se hincó frente a Leonor y desenvainó la espada apuntando la empuñadura hacia ella.

—Vuestro fiel servidor, siempre, mi señora. Juro lealtad a Su Majestad y a Dios.

Leonor puso su mano en la empuñadura, se levantó del trono, esquivó a lord Wolvercote para bajar los escalones del altar y alzó su pequeña mano. Estaba hermosa.

—Yo, Leonor, reina de Inglaterra, duquesa de Aquitania, juro que vosotros sois mi pueblo y que os amaré y os serviré como amo y sirvo a mi señor Jesucristo. —Tal vez la reina esperaba aplausos, pero no los consiguió. De todos modos, sonrió, segura de su encanto—. Lord Wolvercote, mi buen y fiel vasallo, a pesar de ser un guerrero, es un hombre capaz de amar. Así lo testimonia el hecho de que en un par de días contraerá matrimonio con una joven del lugar. Todos estáis invitados a la boda. —Aquellas palabras tampoco despertaron aplausos. En cambio, desde algún lugar de la multitud surgió una sonora flatulencia.

Los soldados miraron en todas direcciones, tratando de encontrar al culpable. La muchedumbre se estremeció, pero los rostros permanecieron imperturbables.

«Cuánto me gustan los ingleses», pensó Adelia.

El abad de Eynsham, de pie, trató de salvar la situación bendiciendo a los presentes.

—Podéis marcharos en paz.

Las puertas se abrieron. La gente del pueblo salió en fila, entre una falange de hombres armados que, sin decir una palabra, les ordenó regresar a sus casas.

• • •

De regreso en su habitación, Gyltha se quitó la capa.

—¿Se han vuelto tontos o la tonta soy yo?

—Los tontos son ellos —respondió Adelia, mientras dejaba en la cama a Allie, que, a causa del aburrimiento, se había dormido.

—¿Qué ganarán de esa manera?

—Pelear entre ellos —dijo Adelia—. Lord Wolvercote quiere asegurarse el puesto de defensor de la reina antes de que ella pueda elegir a otro. ¿Viste la cara de Schwyz?

—¿Defensor de la reina? —Gyltha usaba un tono burlón—. Si antes de esto Godstow no estaba a favor de Enrique Plantagenet, sin duda lo está ahora. Eso consiguió el defensor de la reina.

Alguien golpeó la puerta.

Era Cross, el mercenario, agresivo como nunca. Se dirigió a Gyltha, mientras con el mentón señalaba a Adelia.

—Ella debe venir conmigo.

—¿Y tú quién eres? Ah, eres uno de esos —dijo Gyltha enfadada, y empujó al hombre—. Ella no irá a ningún sitio contigo, pirata. Puedes decirle a ese maldito Wolvercote que yo lo decidí.

El mercenario parecía ahora un poco confundido.

—No son órdenes de Wolvercote, sino de Schwyz. —Hizo una pausa, miró a Adelia y la interpeló—: Explicádselo.

Gyltha siguió empujándolo.

—No me importa quién te da órdenes, eres un maldito pelele. Sal de aquí.

—En realidad, me envía de parte de la hermana Jennet —continuó Cross, dirigiéndose nuevamente a Adelia. La monja era la enfermera de Godstow—. El doctor os necesita con urgencia.

Gyltha cambió de tono.

—¿Qué doctor?

—El moreno. Creía que era un barquero, pero resultó ser médico.

—Se trata de un paciente —dijo Adelia, aliviada. Por fin había algo de lo que podía encargarse, un trabajo de verdad. Se inclinó para besar a Allie y luego fue a buscar su bolsa—. ¿Quién es? ¿Qué le ocurre?

—Es Poyns, por supuesto —respondió Cross, dando por sentado que Adelia debía saberlo—. Su brazo no está bien.

—¿Qué le pasa al brazo?

—Se ha puesto verdoso.

—Ya… —murmuró Adelia, y decidió incluir sus cuchillos en la bolsa.

Salieron, acompañados por Guardián, entre los suaves empujones que Gyltha propinaba al mercenario.

—Y tráela tan sana como te la llevas, maldito náufrago, o tendrás que darme explicaciones. ¿Qué me dices del toque de queda?

—No lo decidí yo —gritó Cross mientras se alejaban—, fue idea de Wolvercote.

De todos modos, el toque de queda ya regía. Desde algún lugar del campo llegó el aullido de un zorro. Guardián respondió con un gruñido. Por lo demás, en la abadía reinaba el silencio. Mientras bordeaban la iglesia y se dirigían al granero, un centinela salió de la puerta de la pequeña torre cónica que servía de prisión al convento. La antorcha colocada sobre el marco de la puerta iluminaba su yelmo. El hombre estaba armado con una lanza.

—¿Quién anda por ahí?

—Vamos a la enfermería, compañero —dijo Cross—. Ella es una enfermera. Un amigo está grave.

—Dadme la contraseña.

—¿De qué contraseña estáis hablando? Soy un soldado de la reina, al igual que vos.

—En nombre de lord Wolvercote, dadme la contraseña si no queréis que os atraviese con mi lanza.

—Amigo, escuchadme. —Fingiendo que intentaba dar una explicación, Cross avanzó hacia el centinela arrastrando los pies y le dio un golpe en la mandíbula. Aun cuando el centinela era más alto, cayó como si lo hubieran atacado con un hacha. Cross ni siquiera lo miró. En cambio, hizo un gesto a Adelia.

—Sigamos.

Antes de obedecer, ella verificó que el centinela siguiera respirando. Así era, estaba vivo y comenzaba a gruñir.

En cierto modo, le habían dado una contraseña.

• • •

La hermana Jennet ponía en peligro su alma inmortal recurriendo a un hombre al cual consideraba un médico pagano. Tampoco hacía lo correcto al admitir la presencia de su «ayudante», una mujer cuya relación con el obispo había alentado especulaciones entre las religiosas, aun cuando durante su visita el propio obispo se había referido a la maestría y la amplitud de los conocimientos de la medicina árabe, en general, y de este médico en particular. Y si bien era una religiosa, la hermana Jennet era una médica
manquée
[2]
. Su ser se rebelaba ante la posibilidad de que uno de sus pacientes muriera a causa de una enfermedad que un sarraceno podía curar.

Esa lucha interior se evidenció en el enfado con que saludó a Adelia.

—Os habéis tomado vuestro tiempo, señora. Y dejad ese perro fuera—. Ya es suficiente que deba tolerar mercenarios en esta sala —afirmó, lanzando una mirada iracunda a Cross, que se encogió acobardado.

Adelia había conocido enfermerías en las cuales el olor de Guardián habría sido un agradable perfume. No allí. Nunca había visto una sala tan limpia. Sobre las tablas del suelo se veía paja fresca; en el aire flotaba el aroma de las hierbas que se quemaban en los braseros; las sábanas estaban inmaculadamente blancas; las cabezas de todos los pacientes estaban rapadas para combatir los piojos; las monjas que trabajaban con la hermana Jennet lo hacían en orden. Todo sugería que se atendía eficientemente a los enfermos.

—Tal vez podáis decirme en qué puedo ayudar —dijo la ayudante del médico después de cerrar la puerta, dejando a su perro fuera.

La hermana Jennet se desconcertó. Los modales de Adelia y la sencillez de su atuendo no eran propios de una prostituta que ofrecía sus servicios a un obispo. Un poco más serena, la enfermera explicó qué necesitaba del doctor Mansur.

—Pero todos somos prisioneros en la maldita Torre de Babel.

—No lográis entenderlo —dijo Adelia.

—Ni él a mí —replicó la monja. Ignoraba que, si bien Mansur podía comprender lo que ella decía, no daría un paso sin Adelia—. Por eso envié a este hombre a buscaros. Según me han dicho, habláis su idioma —explicó la hermana Jennet—. ¿Es tan experto como dice el obispo Rowley? —Al mencionar el nombre del obispo, la religiosa apartó rápidamente su mirada del rostro de Adelia.

—No os decepcionará.

—En fin, cualquier cosa es mejor que el barbero del pueblo. No os quedéis allí, venid —dijo la hermana Jennet—, y también vos —agregó, lanzando otra mirada furiosa al mercenario.

El paciente se encontraba en el extremo opuesto de la sala, en una cama rodeada por mamparas de junco. No obstante, el hedor que las atravesaba explicaba el motivo por el cual la enfermera necesitaba la ayuda de un infiel.

Se trataba de un joven. El hombre alto de piel morena y túnica blanca que estaba a su lado aumentaba el terror que le provocaba el lugar donde se encontraba.

—No me duele —repetía.

—¿Dónde estabais? —preguntó Mansur, en árabe.

—En la iglesia; nos reunieron allí para decirnos que estamos en guerra —respondió Adelia en el mismo idioma.

—¿Quién es el enemigo?

—Solo Dios lo sabe. Tal vez los muñecos de nieve. ¿Qué tenemos aquí?

Mansur se inclinó hacia delante y levantó suavemente la pelusa de lino que cubría el brazo izquierdo del muchacho.

—Creo que no hay tiempo que perder.

No se equivocaba. El brazo destrozado estaba entre verdoso y negro y secretaba pus amarillento y fétido.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Adelia en inglés, y añadió, como solía hacerlo—: El doctor desea saberlo.

—Quedó atrapado bajo la rueda de un carro cuando el muy torpe se dirigía a la torre. ¿Podéis aplicarle algún ungüento?

—¿Cortaréis por debajo del codo? —preguntó Mansur en su lengua.

—No —dijo categóricamente Adelia. Los elocuentes signos de necrosis ya eran visibles más arriba de la articulación—. Podremos considerarnos afortunados si logramos salvar su vida.

—¿Por qué no lo hizo ya la mujer?

—No puede hacerlo. No le está permitido derramar sangre.

La Iglesia prohibía las prácticas quirúrgicas. La hermana Jennet no podía desobedecer esa prohibición.

Mansur frunció su nariz de halcón.

—¿Pensaban dejarlo morir?

—Pensaban recurrir al barbero de Wolvercote —dijo Adelia, sobrecogida por el horror—. Por Dios, un barbero.

—¿Un barbero que derrama sangre? Alá no permita que me afeite.

El barbero se habría visto obligado a hacer su trabajo en la cocina, para no ofender a Dios derramando sangre en el claustro sagrado. Lo mismo valía para Adelia. El profundo desasosiego que la contradicción entre la medicina y la religión provocaba en la hermana Jennet se manifestó en la manera precipitada y furiosa con que impartió las órdenes necesarias para realizar la operación y en la mirada que dedicó a Mansur mientras él salía de la sala llevando a su paciente; en aquel momento, parecía detestar a ambos.

—Y vos —gritó, dirigiéndose despectivamente a Cross— regresad a la caseta de los perros. Estas gentes no quieren vuestra compañía.

—En realidad, sí —dijo Adelia—. Es útil…, él… conoce la contraseña.

Así fue como la procesión formada por el médico, el paciente, la ayudante del médico, su perro, el mercenario y dos monjas que transportaban las sábanas y el jergón, salió por la puerta de la enfermería, giró a la izquierda y avanzó sin dificultad hacia la cocina.

Adelia dejó que los demás se adelantaran y detuvo a Cross agarrándole de una manga antes de entrar. Lo necesitaba. El paciente tendría menos miedo si su amigo estaba presente. No le tenía simpatía a ese hombre —el sentimiento era recíproco—, pero confió en que mantendría la boca cerrada.

—Escuchadme. El muchacho va a perder el brazo y…

—¿Va a perder el brazo?

Adelia habló sin rodeos.

—La ponzoña se extiende por su brazo. Si llega al corazón, morirá.

—¿El moreno no puede decir algunas palabras mágicas o hacer alguna otra cosa?

—No. Solo amputar el brazo, cortarlo. En realidad, lo haré yo, porque…

—No podéis. Sois mujer.

Adelia ignoró sus palabras. No había tiempo para discutir.

—¿Habéis visto en qué estado se encuentran las manos del doctor? Están vendadas. Oiréis que él habla mientras yo trabajo…

—Él os dirá qué hay que hacer, ¿es así? —dedujo Cross, algo más tranquilo—. Pero ¿qué hará mi compañero sin su brazo?

—¿Qué hará sin su vida? —replicó Adelia. Nuevamente evitó discutir—. Debéis jurar que nunca le diréis a nadie,
a nadie
, lo que veréis esta noche. ¿Habéis entendido?

El gesto desagradable y angustiado de Cross se distendió.

—Es magia, ¿verdad? El moreno hará brujería. Por eso las monjas no están autorizadas a verlo.

—¿Cuál es vuestro santo patrono?

—San Acacio. Siempre me ha ayudado.

—Jurad por él que guardaréis el secreto.

Cross juró.

Durante la noche la cocina estaba desierta. Las monjas cubrieron la enorme tabla de picar con el jergón y las sábanas limpias, para colocar allí al paciente. Luego hicieron una reverencia y se retiraron.

El joven Poyns miraba con ojos desorbitados; su respiración era agitada; tenía fiebre y estaba muy asustado.

—No me duele, no me duele nada —repitió.

Adelia le sonrió.

—No, y no os dolerá. Ahora os dormiréis. —Tras tranquilizarle así, sacó de su bolsa la botella de opio y un paño limpio. Entretanto, Mansur introducía el juego de cuchillos, envueltos en una red, en una olla con agua hirviente colgada de una barra de metal, encima del fuego. El acero cortaba mejor si estaba caliente.

La luz de la cocina era insuficiente.

—Vos —dijo Adelia, dirigiéndose a Cross—, traed dos velas y sostenedlas, una en cada mano, donde yo os diga. No deben chorrear.

Cross observaba a Mansur, que con sus manos vendadas retiraba los cuchillos de la olla y quitaba la red.

—¿Estáis segura de que sabe lo que hace? —preguntó a Adelia.

—Las velas —susurró ella—. Si no estáis dispuesto a colaborar, podéis marcharos.

Cross decidió colaborar. Al menos, sostuvo las velas, pero en cuanto Adelia colocó el paño embebido en opio sobre la cara del paciente, reaccionó.

—Lo estáis asfixiando.

Mansur lo apartó. Solo tenían unos segundos. El muchacho no debía aspirar el opio demasiado tiempo.

—Sabéis que debemos cortar este brazo. Tal vez él muera de todos modos, pero con seguridad no vivirá si no lo hacemos ya mismo.

—Él os dirá qué hacer, ¿no es así? Es un hechicero, por eso habla de esa manera rara —dijo Cross, sumamente impresionado por la fuerza, la túnica y el turbante de Mansur.

—Tenéis que fingir que sois quien da las instrucciones —le dijo Adelia, en árabe.

Mansur comenzó a parlotear.

La ayudante del médico debía trabajar rápido. Gracias a Dios, la adormidera crecía en abundancia en los pantanos de Cambridgeshire y ella había comprado una buena cantidad de opio. No obstante, tenía que dosificarlo cuidadosamente para aprovechar sus ventajas y evitar sus peligros.

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