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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (30 page)

«Rowley, si estuvierais aquí…».

—Fue un asesinato —insistió Adelia—. El señor Mansur lo ha probado.

Después de reflexionar sobre el asunto, la madre Edyve habló.

—No creo que Dakers tenga fuerza suficiente para hacerlo.

Adelia se desesperaba. Sus argumentos parecían girar de modo que siempre parecían débiles a quienes no querían escucharlos. Si Bertha había sido víctima de un crimen, significaba que Dakers —¿quién sino ella?— la había asesinado para vengar la muerte de Rosamunda. Si Dakers no era la victimaria, no se trataba de un asesinato.

—Tal vez lo hizo alguno de los flamencos de Wolvercote o de Schwyz —opinó al fin la hermana Bullard, la encargada de la despensa—. Son hombres lascivos y violentos, en especial cuando beben. Eso me recuerda que debemos apostar un centinela en la despensa. Están robando nuestro vino.

La noticia desencadenó un aluvión de quejas:

—Madre, ¿qué haremos para alimentarlos a todos?

—Madre, los mercenarios…, temo por nuestras jóvenes. Y por nuestra gente; no olvido cómo golpearon al pobre molinero.

—Madre, los cortesanos son aún peores, entonan canciones lujuriosas…

Adelia sintió pena por ellas. Tenían suficientes preocupaciones, y, por añadidura, frente a ellas se hallaban dos personas extrañas, que habían llegado a Godstow junto a un cadáver encontrado en el puente y sugerían incluso que otro asesino se movía libremente entre los muros de la abadía.

Las religiosas no los culpaban —de hecho, no podían hacerlo— por esas muertes, pero, a juzgar por algunas miradas de soslayo, consideraban que Adelia y Mansur se habían contaminado con la carroña.

—Madre, si lo que afirma el señor Mansur fuera cierto —dijo la hermana Gregoria, encargada de administrar las donaciones—, ¿qué podríamos hacer al respecto? Estamos cercadas por la nieve, no podemos pedir a los funcionarios del alguacil que vengan hasta que se produzca el deshielo.

—Y entretanto, el rey Enrique no puede protegernos —señaló la hermana Bullard—. Nuestra abadía, nuestra propia existencia están en peligro.

Aquello era lo que importaba: la abadía había sobrevivido a una guerra entre monarcas. Tal vez no sobreviviera a otra. Si la reina derrocaba al rey, debería recompensar al poco escrupuloso Wolvercote por haber conseguido su victoria. Y dado que lord Wolvercote codiciaba desde hacía tiempo los terrenos del convento de Godstow, las monjas se verían obligadas a mendigar en las calles.

—Permitid que el señor Mansur continúe con sus investigaciones —rogó Adelia—. Al menos, podríais evitar que Bertha sea sepultada fuera del camposanto hasta que se descubra qué sucedió.

La madre Edyve asintió.

—Decid al señor Mansur que agradecemos su interés —dijo con su voz rugosa y apática—. Nosotras interrogaremos a la señora Dakers. Y luego rezaremos para pedir que Dios nos guíe en la resolución de este asunto.

Adelia y Mansur comprendieron que, con esas palabras, la abadesa los había invitado a retirarse; solo les restaba hacer una reverencia y abandonar la sala. A sus espaldas comenzó una discusión, aun antes de que hubieran llegado a la puerta. Sin embargo, no hablaban sobre Bertha. «¿Dónde está el rey? ¿Cómo podrá acudir en nuestra ayuda? Ni siquiera sabe que lo necesitamos. No podemos confiar en que ese obispo Rowley lo haya encontrado, temo que haya muerto», las oyeron decir.

Cuando salieron del capítulo, Mansur dijo:

—Las mujeres tienen miedo. No nos ayudarán a buscar al asesino.

Cuando pasaban junto a la enfermería, oyeron que alguien llamaba a Adelia. Era la priora, que llegó hasta ellos jadeando.

—¿Podemos hablar, señora?

Adelia asintió, con una reverencia se despidió de Mansur y fue hacia la religiosa.

Durante unos segundos las dos mujeres permanecieron en silencio.

Adelia había advertido que Havis no había dicho una sola palabra en la reunión del capítulo. También había comprendido que las monjas no le tenían simpatía. La caminata junto a esa figura desprovista de calidez, tan helada como los carámbanos que sobresalían en los bordes de todos los tejados, armonizaba con el frío descomunal que arrasaba la abadía.

Al llegar a la capilla de las monjas, la priora se detuvo. Sin mirar a Adelia, dijo con dureza:

—No apruebo lo que hacéis, así como no aprobaba a Rosamunda. No comparto la tolerancia de la madre abadesa hacia los pecados de la carne.

—Si es todo lo que tenéis que decir… —replicó Adelia, alejándose de ella.

Havis la siguió.

—No es todo, pero debía decirlo —aseguró mientras hacía aparecer una mano enguantada, oculta bajo el escapulario, y la sostenía en alto para impedir que Adelia avanzara. Allí estaban la cadena rota, la cuerda y el cinto—. Trataré de utilizar estos objetos para investigar en el establo, al igual que vos. Más allá de vuestras debilidades, reconozco vuestra naturaleza analítica.

Adelia se detuvo.

La priora seguía sin mirarla a la cara.

—Suelo viajar —dijo—. Mi tarea consiste en administrar las tierras que nuestra orden posee en todo el país. En consecuencia, conozco la parte más miserable de los seres humanos mucho mejor que las hermanas de mi congregación. He visto sus iniquidades, sus errores, su desprecio por el fuego del Infierno que les espera.

Adelia la oía en silencio. Aquello no era solo un sermón sobre el pecado. Havis tenía algo más que decir.

—Sin embargo —continuó la priora—, hay un mal peor. Estuve junto al lecho de Rosamunda Clifford, fui testigo de su horrible final. Su vida no debió acabar de ese modo, aun cuando fuera una adúltera.

Adelia seguía esperando.

—Nuestro obispo la había visitado uno o dos días antes, había interrogado a sus sirvientes y había partido. Si bien para entonces Rosamunda aún se sentía bien, de acuerdo con algunos comentarios, él creía que alguien tenía la intención de envenenarla. Como vos y yo sabemos, así fue. —La priora giró súbitamente y lanzó una mirada fulminante a Adelia—. ¿Eso fue lo que os dijo?

—Sí —respondió la médica—. Por ese motivo nos trajo hasta aquí. Sabía que culparían a la reina. Y quería descubrir al verdadero asesino para evitar una guerra.

—Es evidente que os tenía en muy alta estima, señora —dijo despectivamente la priora.

—Sí, en efecto —replicó Adelia. Sus pies se habían adormecido a causa del frío, y el dolor que le provocaba pensar en Rowley la estaba destruyendo—. Decid lo que tenéis que decir o dejadme ir. Por el amor de Dios, ¿estamos hablando de Rosamunda, de Bertha o del obispo?

La priora parpadeó. No había previsto una reacción iracunda.

—Estamos hablando de Bertha —dijo, con un tono un poco más conciliador—. Tal vez os interese saber, señora, que ayer me hice cargo de la señora Dakers. La mujer está loca y no quiero que esté rondando por la abadía. Poco antes de las vísperas la encerré en el calefactorio para que pasara allí la noche.

Adelia levantó la cabeza.

—¿A qué hora se ordeñan las vacas por la tarde?

—Después de las vísperas.

Ambas comenzaron a caminar juntas.

—A esa hora Bertha aún estaba viva. La joven que ordeña la vio.

—Sí, he hablado con Peg.

—Sé que no fue Dakers.

La priora asintió.

—No. Salvo que la desquiciada mujer pueda atravesar una gruesa puerta a la que han echado el cerrojo. Aunque en mi opinión la mayoría de las hermanas están dispuestas a creer que puede hacerlo.

Adelia se detuvo furiosa.

—¿Por qué no lo dijisteis en el capítulo?

—Estabais ocupada en demostrar que Bertha fue asesinada —replicó la priora—. Por casualidad, yo sabía que Dakers no podía ser su asesina. En consecuencia, la pregunta es: ¿quién lo hizo? Y ¿por qué? No quise crear una inquietud mayor entre las hermanas, que ya están suficientemente preocupadas y asustadas.

Adelia se alegró de encontrar por fin una mente lógica. Hostil, fría como el invierno, pero valiente. Junto a ella había una mujer preparada para seguir el rastro de hechos horrendos hasta el final, no menos horrendo.

—Bertha sabía algo acerca de la persona que le entregó las setas en el bosque. Y no se había dado cuenta de ello hasta ayer. Creo que salió del establo para decírmelo. Algo, o tal vez alguien, la detuvo. En consecuencia, regresó al lugar donde la estrangularon y después la colgaron.

—¿No fue un hecho fortuito?

—No lo creo. Tampoco diría que la motivación haya sido sexual o que se tratara de un intento de robo. No le quitaron la cadena de oro.

Sin advertirlo, ambas habían comenzado a caminar de un lado a otro frente a la capilla.

—Bertha le dijo a Peg que no era una mujer, sino un hombre.

—¿Se refería a la persona del bosque?

—Eso creo. Creo que Bertha recordó algo acerca de la anciana que le entregó las setas para Rosamunda, comprendió que no se trataba de una anciana. Su descripción siempre me había parecido…, no lo sé…, rara.

—¿No lo son acaso las ancianas que ofrecen setas venenosas?

Adelia sonrió.

—Me refiero a que el personaje tenía algo exagerado, teatral. Creo que es lo que Bertha quería decirme: no es una mujer, sino un hombre.

—¿Un hombre vestido de mujer?

—Diría que sí.

La priora se santiguó.

—Bertha podía decirnos quién mató a Rosamunda…

—Sí.

—Pero esa misma persona la estranguló antes de que lograra hacerlo.

—Creo que sí.

—Me lo temía. El demonio acecha entre nosotros.

—Sí, con forma de ser humano.

—No temeré a la flecha que vuela de día, ni al ser que ronda en las tinieblas, ni al demonio que anda a plena luz —recitó la hermana Havis—. Sin embargo, le temo.

—También yo —dijo Adelia. No obstante, aunque fuera extraño, ya no sentía tanto miedo. Notó una pizca de alivio por haber dicho lo que sabía a una persona que detentaba autoridad. Y si bien en el plano personal era hostil, aquella era prácticamente la única autoridad que el convento podía ofrecer.

Al cabo de unos instantes, la hermana Havis volvió a hablar.

—Fue necesario sacar de la cámara de hielo el cuerpo que vosotros llevasteis allí. Llegó un hombre preguntando por él. Dijo ser el señor Warin, un abogado de Oxford. Lo depositamos en la iglesia para velarlo y para que pudiera identificarlo. Aparentemente se trata de un joven llamado Talbot de Kidlington. ¿Es otra de las víctimas del mismo demonio?

—No lo sé —respondió Adelia. En ese momento advirtió que durante toda su conversación había hablado en primera persona—. Lo consultaré con el doctor Mansur. Él lo averiguará.

Una levísima sonrisa apareció en el rostro de la priora. Ella sabía quién era el investigador.

—Rezaré para que así sea.

Desde el claustro que se encontraba ante ellas llegaron risas y cantos. En realidad, se oían desde hacía rato. Adelia pensó, reconfortada, que la música y la alegría aún existían.

De inmediato la priora comenzó a caminar hacia el lugar de donde provenía el ruido. Adelia fue tras ella.

Un par de novicias chillaban alegremente en el patio mientras esquivaban las bolas de nieve que les lanzaba un joven con traje escarlata. Otro joven tocaba una cítara y cantaba, con la cabeza levantada en dirección a una ventana de la casa de la abadesa, donde Leonor reía al ver sus travesuras.

Aquello ocurría en un lugar santo al cual ningún laico debía entrar y probablemente nunca había entrado hasta entonces.

Desde la ventana de Leonor llegaba, huidizo como un espejismo, el rastro de un perfume que emitía destellos de sensualidad, el aroma de una sirena que invitaba a conocer una isla con palmeras, un olor extraordinariamente agradable; tanto que Adelia —aun cuando su nariz lo analizaba y reconocía los toques de bergamota, madera de sándalo y rosas— añoró ese placer cuando el aire gélido lo alejó de ella.

«Oh, Dios, qué cansada estoy de tanta muerte y tanto frío».

Havis estaba junto a ella, rígida. Desaprobaba la escena, pero permanecía en silencio. De pronto los juerguistas la vieron. La escena se paralizó. La canción del trovador dejó de salir de su garganta. La nieve cayó inofensivamente de la mano de su compañero. Las novicias asumieron una actitud indignamente piadosa y siguieron su camino como si nunca se hubieran apartado de él. El joven que arrojaba las bolas de nieve se quitó el sombrero y lo sostuvo sobre el pecho fingiendo remordimiento.

Leonor agitó la mano desde su ventana.

—Lo lamento —gritó, y cerró los postigos.

«Según veo, no soy la única persona contaminada», pensó Adelia, divertida. La reina y su séquito traían los vivos colores mundanos al ámbito blanco y negro del convento. La presencia de Leonor, que había socavado las bases de una cruzada, amenazaba con debilitar también los cimientos de Godstow, aún más que Wolvercote y sus mercenarios. ¿Había traído consigo también a un asesino?

• • •

Adelia estaba muy cansada. Durante el resto de la mañana solo pudo cuidar de Allie mientras Gyltha salía para reunirse con sus amigas en la cocina. Allí obtenía una buena cantidad de información y se enteraba de los rumores que circulaban por el convento.

A su regreso tenía cosas que contar.

—Ahora que llegó el viejo Wolfie, están ocupadas cocinando para la boda de Emma. Pobre criatura, no la imagino casada con esa víbora. En la cocina se preguntan si tiene segundas intenciones. Dicen que ella no ha salido del claustro y no le ha dicho una palabra.

—Es de mal agüero ver al novio antes de la boda —dijo distraídamente Adelia.

—Yo no desearía verlo después —replicó Gyltha—. Ah, las monjas se ocuparán de que se lleven a los hombres colgados en el puente. La abadesa dice que es hora de que sean sepultados —comentó, quitándose la capa. En su mirada se percibía un brillo sugestivo—. Será interesante. Al viejo Wolfie seguramente le gusta decorar los lugares con cadáveres. Tal vez haya una pelea entre ellos. Oh, Dios, ¿adónde vas ahora?

—A la enfermería —dijo Adelia. Había recordado que allí tenía un paciente.

• • •

La hermana Jennet la saludó con afecto.

—¿Podríais expresar mi gratitud al doctor Mansur? Realizó una amputación prolija y limpia, y el paciente se recupera bien —dijo, con tono melancólico—. Desearía haber estado presente en la operación.

La enfermera tenía vocación de médico. Adelia pensó en todas las mujeres como aquella, desperdiciadas para la profesión, y dio gracias a su dios por haber tenido el privilegio de vivir en Salerno.

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