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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (33 page)

—Permitid que vaya con esta señora, por ahora. Ella posee conocimientos de medicina y tal vez pueda calmarla.

El señor y la señora Bloat nada podían hacer. Sin embargo, a juzgar por las miradas que le dirigieron mientras ayudaba a su hija a salir hacia la residencia de huéspedes, la médica comprendió que había agregado dos nombres a su lista de enemigos.

Adelia logró convencer a la joven para que bebiera una infusión de zapatilla de dama, que la calmó lo suficiente para que pudiera responder algunas preguntas, aunque Gyltha, que frotaba suavemente la nuca de Emma con aceite de rosas, fruncía el ceño cada vez que Adelia las formulaba. Entre ellas se estableció una discusión silenciosa.


Deja en paz a la pobre criatura, ten piedad.


No puedo.


Su corazón está destrozado.


Se curará, pero no el de Talbot.

Gyltha se apenaba por el dolor de la joven, pero Adelia consideraba que tenía un deber para con Talbot de Kindlington, que, por amor a Emma Bloat, había cabalgado en medio de la nieve hacia el convento para sacarla de allí y casarse con ella. La fuga habría tenido como resultado un desastre financiero para una tercera persona —ella pensaba que se trataba de lord Wolvercote—, que había ordenado su asesinato.

El señor «Zapatos con clavos» y el señor «Zuecos» no se habían agazapado aquella noche, bajo la tormenta de nieve, en ese puente alejado, sencillamente para esperar que pasara por allí un viajero cualquiera. Sin duda eran delincuentes de poca monta, pero no eran estúpidos. Sabían, porque alguien se lo había dicho, que a cierta hora un hombre en particular se dirigiría hacia el portal del convento.

Lo mataron y, mientras cruzaban el puente para huir hacia la aldea, ellos mismos fueron asesinados.

¿Por el mismo hombre que los había contratado?

Oh, sí. El carácter de Wolvercote se ajustaba perfectamente a esa intriga.

Aunque, pensándolo bien, tal vez no tan perfectamente. Adelia aún se sorprendía por la distancia que alguien había recorrido para asegurarse de que el cadáver fuera identificado como el de Talbot. Si se trataba de Wolvercote, habría deseado que Emma supiera tan pronto como fuera posible que su amante había muerto y que su mano y su fortuna nuevamente le pertenecían.

Sí. Pero se suponía que, si Talbot no hacía su aparición en el convento, de todos modos el camino quedaría libre para él. ¿Por qué habían puesto el cadáver delante de sus narices? Y ¿por qué en circunstancias que obviamente señalaban como culpable a Wolvercote?

«Oh, Dios, ¿comprendéis lo que han hecho?».

¿A quién se refería Emma?

Adelia dejó a Allie en el suelo, le dio el muñeco que Mansur había tallado con hueso y se sentó junto a Emma. Le acarició el cabello mientras sus labios dibujaban para Gyltha las palabras «Debo hacerlo».

La joven permanecía prácticamente indiferente a causa del trauma padecido.

—Quiero quedarme aquí, con vos —repetía una y otra vez—. No quiero verlos, a ninguno de ellos. Habéis amado a un hombre, habéis tenido un hijo de él. Me comprendéis. Ellos no me comprenden.

—Por supuesto, podéis quedaros aquí —dijo Gyltha.

—Mi amado está muerto.

«También el mío», pensó Adelia. El dolor de la joven era el mismo que ella sentía. Se obligó a apartarlo de su mente. Se había cometido un asesinato y la muerte era un asunto de su incumbencia.

—¿Teníais previsto ir a Gales? ¿En invierno?

—Debíamos esperar. Hasta que él tuviera veintiún años. Para que recibiera su herencia.

Emma pronunciaba las frases por partes, con voz distraída y monótona.

«A Talbot de Kidlington: Que el Señor y Sus ángeles os bendigan en este día, en el que os convertís en hombre».

Aquel día Talbot de Kidlington había partido para buscar a Emma Bloat. Y si Adelia recordaba correctamente, llevaba consigo los dos marcos de plata que acompañaban la carta del señor Warin.

—¿Su herencia eran dos marcos de plata? —preguntó Adelia. Entonces recordó que la joven nada sabía sobre esos marcos, porque ignoraba la existencia de la carta.

Emma apenas la había oído.

—Las tierras que su madre le dejó en Gales. Felin Fach… —Emma pronunció suavemente ese nombre que, aparentemente, la dulce voz de su amante decía a menudo—. Felin Fach. El valle de Aeron, donde el salmón salta hasta la caña y la tierra produce oro, solía decir él.

—¿Oro? —exclamó Adelia, mirando inquisitivamente a Gyltha—. ¿Hay oro en Gales?

Gyltha se encogió de hombros.

—Él pensaba tomar posesión de sus tierras en cuanto fuera mayor de edad. Era parte de su herencia. Íbamos a vivir allí. El padre Gwilym nos esperaba para casarnos. «Es un hombrecito alegre, no sabe una palabra de inglés, pero en galés puede unir a dos personas en matrimonio como si fuera un sacerdote del Vaticano». —Citaba otra vez, casi sonriente, las palabras de su amado.

Gyltha se secó los ojos. Aquello era horrendo. Adelia también sentía una profunda pena. Era imposible ver tanto sufrimiento sin compartirlo. Sin embargo, debía obtener respuestas.

—Emma, ¿quién sabía adónde ibais a huir?

—Nadie —afirmó, y sorprendentemente sonrió—. «No llevéis capa, porque lo descubrirán. Tendré una para vos. Fitchet abrirá el portal…».

—¿Fitchet?

—Por supuesto, Fitchet sabía lo que había entre nosotros. Talbot le había pagado —explicó. Evidentemente, para Emma el vigía no tenía importancia. De pronto, su rostro se demudó—. Pero él no vino a buscarme. Lo esperé en la torre del vigía… Esperé… Pensé… Pensé… Oh, que Dios tenga piedad de mí, lo culpé…, —La joven comenzó a dar manotazos en el aire—. ¿Por qué lo mataron? ¿Por qué no se contentaron con llevarse su bolsa? ¿Por qué matarle a él?

Adelia y Gyltha se miraron una vez más. Tal como suponían, Emma adjudicaba el asesinato de su enamorado a los ladrones. En aquel momento, tal vez fuera lo mejor. No tenía sentido despertar en ella sospechas acerca de la participación de Wolvercote hasta que fuera posible probar su culpabilidad. En realidad, tal vez fuera inocente. Si no sabía nada sobre la fuga… Pero Fitchet lo sabía.

—Entonces, era un secreto, ¿verdad?

—La pequeña Priscilla lo supo. Lo adivinó —dijo Emma, nuevamente en trance, transportada al pasado. Sin duda, la elaboración de aquel plan había sido emocionante—. Y Fitchet, él llevaba secretamente nuestras cartas. Y el señor Warin, por supuesto, porque él tenía que escribir a Felin Fach para que Talbot pudiera tomar posesión del lugar, pero todos habían jurado que no hablarían. —De pronto, Emma agarró el brazo de Adelia—. Fitchet. ¿Es posible que él avisara a los ladrones?

Adelia le transmitió una seguridad que ella misma no poseía, dado que la cantidad de personas que estaban al tanto de los planes iba en aumento.

—No fue él, estoy segura. ¿Quién es el señor Warin?

—¿Ellos lo esperaban? ¿Sabían que llevaba dinero? ¿Lo sabían? —preguntó la joven, clavando sus uñas en la piel de Adelia.

—No lo sabían, por supuesto —intervino Gyltha, tomando la mano de Emma entre las suyas—. Eran unos miserables. Los caminos no son seguros para nadie.

Emma miró a Adelia con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Sufrió?

Para esa pregunta existía una respuesta categórica.

—No, le dispararon al pecho con una ballesta. Seguramente estaba pensando en vos y después… nada.

—Sí —dijo la joven, y nuevamente se sumió en sus ensoñaciones—. Sí.

—¿Quién es el señor Warin? —preguntó otra vez Adelia.

—¿Cómo podré vivir sin él?

«Debemos hacerlo», pensó Adelia.

Allie había llegado gateando hasta Emma, para apartar a Guardián y sentarse sobre sus zapatos. En cuanto se instaló, apoyó su mano regordeta en la cara de la joven.

—Queríamos tener muchos hijos —dijo Emma, mirando a la niña. Su desolación era tangible. Las dos mujeres que la acompañaban sintieron que la habitación iluminada por la llama del hogar se convertía en una árida planicie invernal que se extendía hacia el infinito.

Adelia pensó que Emma era joven. Tal vez algún día la primavera regresara a su vida, pero ya nunca con la misma lozanía.

—¿Quién es el señor Warin?

La joven comenzó a temblar. Gyltha dirigió una mirada reprobatoria a Adelia, para que no insistiera con sus preguntas.

Pero ella no podía complacerla.

—Emma, ¿quién es el señor Warin?

—El primo de Talbot. Estaban muy unidos. —Sus labios volvieron a esbozar una sonrisa—. «Mi tolerante Warin. Un hombre cauteloso, Emma, pero ningún pupilo ha tenido un tutor como él». —Una vez más repetía las palabras del difunto.

—¿Él era el tutor de Talbot? ¿Manejaba sus asuntos de dinero?

—Oh, no lo preocupéis con eso ahora. Sin duda está muy… Debo verlo. No…, no puedo afrontar su dolor… No puedo afrontar nada.

Los ojos de Emma estaban entrecerrados a causa de la fatiga que provoca el sufrimiento. Gyltha la envolvió en una manta y la llevó a la cama. Allí la ayudó a sentarse y levantó sus piernas para que se acostara.

—Ahora duérmete —le indicó, y regresó junto a Adelia—. Y tú ven conmigo.

Las dos fueron hacia el otro extremo de la habitación para hablar a media voz.

—¿Crees que Wolvercote liquidó al amigo de la chica?

—Es posible, pero empiezo a pensar que el primo-tutor, que administraba los negocios de Talbot, tenía mucho que perder si él tomaba posesión de sus propiedades. El asunto comienza a parecerse a una conspiración.

—No. Fue un robo común y corriente y mataron al muchacho para quitarle el dinero.

—Los ladrones sabían quién era.

—No, los cabrones no lo sabían.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Adelia, sorprendida. Gyltha nunca había reaccionado de esa manera.

—Porque ahora esa pobre chica tiene que casarse con el viejo Wolfy aunque no le guste, y es mejor que no piense que él ha matado a su novio.

—Ella no tendrá que… —comenzó a decir Adelia, y miró a Gyltha con los párpados entornados—. ¿Deberá hacerlo?

Gyltha asintió.

—Claro. Los Bloat lo arreglaron así. Él lo arregló. Por eso ella quería huir, para que no pudieran obligarla.

—Ellos no pueden obligarla. Oh, Gyltha, no pueden.

—Ya verás. Ella es una nueva rica; es lo que les sucede a esa clase de chicas —afirmó Gyltha, mirando al cielo para dar las gracias por ser una persona común—. Nadie me quiso por mi dinero. Nunca lo tuve.

Así era. Adelia no lo había pensado porque a ella nunca le había sucedido. Sus padres adoptivos eran una pareja liberal que le había permitido elegir su profesión. No obstante, las jóvenes de buena familia que conocía en Salerno se habían casado con hombres elegidos por sus padres, aunque protestaran. Era parte del proyecto de progreso familiar. Las opciones eran una lucha interminable, la calle o el convento.

—Supongo que puede decidir que tomará los hábitos.

—Ella es hija única, el señor Bloat no quiere una monja, quiere una dama en la familia. Es mejor para sus negocios —explicó Gyltha, y suspiró—. Mi tía era cocinera de los De Pringham y aunque la pobre Alys, su hija, gritó y pataleó, la obligaron a casarse con el barón Coton, un cabrón viejo y calvo.

—Es necesario decir «sí», de lo contrario la Iglesia no considera válido el matrimonio.

—Bueno… Nunca oí que la pequeña Alys dijera «sí».

—Wolvercote es un bravucón y un idiota. Tú lo sabes.

—¿Entonces?

Adelia pensó en el futuro de Emma.

—Puede apelar a la reina. Leonor sabe lo que significa un matrimonio desdichado. Ella logró divorciarse de Luis.

—Oh, sí. Sin duda, la reina se va a enfrentar al hombre que está de su lado —dijo Gyltha, levantando las cejas—. No será tan malo para ella —agregó, dando una palmada en el hombro de Adelia.

—¿No será tan malo?

—Tendrá hijos, es lo que quiere, ¿verdad? De cualquier modo, no creo que tenga que soportar a su marido mucho tiempo. El rey Enrique se encargará de él. Wolvercote es un traidor y Enrique lo destripará —aseguró Gyltha. Durante un instante pareció reflexionar sobre el asunto, con la cabeza inclinada y luego concluyó—. Tal vez no sea malo en absoluto.

—Creí que sentías pena por ella.

—Sí, pero trato de ver qué le espera. Con un poco de suerte será viuda antes de que termine el año. Después tendrá un hijo de Wolvercote y será dueña de sus tierras. Sí, creo que puede salir bien.

—Gyltha —interrumpió Adelia, negándose a seguir adelante con un razonamiento tan cínicamente práctico que resultaba asombroso incluso en una mujer tan prosaica—, eso es repugnante.

—Son negocios —replicó Gyltha—. ¿Qué otra cosa son los casamientos para los nuevos ricos?

• • •

Aquel día Jacques estuvo ocupado llevando mensajes a las mujeres alojadas en la residencia de huéspedes. El primero había sido enviado por la priora:

—Para la señora Adelia: la priora Havis os saluda y os hace saber que la joven Bertha será sepultada en el cementerio de las monjas.

—Le darán cristiana sepultura. Creí que te alegraría —dijo Gyltha al ver la reacción de Adelia—. ¿No era lo que querías?

—Sí, y me alegra.

Así era: la priora había concluido la investigación que ella había iniciado y había logrado persuadir a la abadesa de que Bertha no se había quitado la vida.

Jacques, en cambio, no había concluido con sus tareas y dijo, con tono responsable:

—Y me encargaron que os recordara, señora, que el demonio deambula por la abadía.

Allí estaba la clave. Si las monjas aceptaban que en Godstow había un asesino suelto, su presencia se tornaba más real y tenebrosa.

Aquella misma mañana, más tarde, el mensajero regresó.

—Para la señora Adelia: la madre Edyve os saluda y desea que llevéis a Emma de regreso a su claustro, según dice, para preservar la paz.

—¿La paz de quién? —preguntó Gyltha—. Supongo que los Bloat se quejaron.

—Y también lord Wolvercote —dijo Jacques, e hizo un gesto entornando los ojos y enseñando los dientes para indicar que se resistía a seguir dando malas noticias.

—Él dice…, en fin…, dice que…

—¿Qué dice?

El mensajero suspiró.

—Se dice que la señora Adelia ha hechizado a la señorita Emma para que rechace a su legítimo futuro esposo.

Gyltha dio un paso adelante.

—De mi parte, puedes decirle a ese cabrón estúpido y sin dios… —comenzó a decir. De pronto se detuvo, al sentir que una mano se apoyaba en su hombro.

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