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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (35 page)

El rostro de Mansur se mantuvo inexpresivo.

—Querida, ¿el doctor no comprende lo que digo? —preguntó la reina a Adelia.

—Me temo que no, Majestad. Lo traduciré para él.

Mansur comprendía sin dificultad el francés normando que se hablaba allí, pero tanto para él como para Adelia había sido conveniente —y probablemente lo sería también en aquella ocasión— fingir que solo dominaba el árabe. Había oído decir cosas asombrosas a quienes creían que no era capaz de entenderlos. Y si el asesino de Bertha era uno de los allí presentes…

¿Qué deseaban de él? Le dispensaban honores que no correspondían a un hombre perteneciente a la raza contra la cual la reina había combatido en las Cruzadas.

Leonor le pidió que felicitara a Mansur por su destreza como médico, gracias a la cual había salvado la vida de «uno de los queridos mercenarios de Schwyz». Y destacó que la hermana Jennet no había ahorrado elogios con respecto a él.

De eso se trataba. Siempre era conveniente contar con un buen médico. El desprecio que los cristianos sentían por los árabes y los judíos no se aplicaba a los médicos, que gozaban de la mejor reputación debido a que sabían curar a las personas de su propia comunidad. En opinión de Adelia, con la ayuda de las estrictas normas alimentarias que imponían sus religiones.

En aquella habitación Adelia era meramente una intérprete. O tal vez no: una nueva historia se estaba escribiendo, y ella había sido testigo del coraje de Leonor.

La reina apoyó una mano en su hombro para invitarla a dar un paso adelante. Luego relató al grupo reunido en la habitación que en aquella alcoba de Wormhold Tower, donde se albergaba un cadáver en descomposición, había aparecido un demonio empuñando una espada. Leonor, sin perder la calma, había tendido su mano hacia la figura demoníaca y le había dicho:

—Sois un demonio Plantagenet, vuestra raza desciende del Maligno. En nombre de Nuestro Salvador, regresad con vuestro amo.

Y he aquí que el demonio había dejado caer la espada y se había deslizado furtivamente hacia el lugar de donde había venido.

Adelia se preguntó cuál había sido su participación en aquel episodio.

—Y esta personita que está aquí, mi señora
Athalia
, tomó entonces la espada que el demonio había soltado, aunque estaba todavía muy caliente y olía a azufre, y la arrojó por la ventana.

Adelia se alegró de haber sido útil a la reina, aunque no pudo evitar preguntarse si Leonor creía en su historia absurda. Se dijo que no y que tal vez el ataque de Dakers la había asustado y, en consecuencia, la había avergonzado, por lo cual debía presentar una versión más ventajosa al mundo. O que probablemente lo hacía para entretenerse. Esa clase de gente siempre estaba aburrida.

Después de haber soltado las debidas exclamaciones de sorpresa y admiración a lo largo del relato, los cortesanos coronaron el final con un aplauso. Montignard, en cambio, lanzó una mirada insolente a Adelia y exclamó:

—Pero fui yo quien cuidó de vos después, mi señora, ¿no es así?

Sin embargo, su relato fue eclipsado por el abad de Eynsham que, apoyado en uno de los postes de la cama, lo aplaudió con lentitud.

Leonor se dirigió bruscamente a Montignard.

—En realidad sois vos el responsable de que abandonáramos a esta criatura. Os habíamos encargado que cuidarais a nuestra valiente señora Adelia.

El abad miró a Adelia desde la punta de las botas salpicadas de nieve hasta el sombrero con orejeras que le cubría la cabeza y volvió a bajar la vista hasta que los ojos de ambos se encontraron.

—Mi señora, creí haber cumplido con el encargo —replicó Montignard.

La reina seguía hablando. Adelia no podía oírla a causa del asombro. Aquel hombre, que había intentado perjudicarla, la miraba como un espadachín cuando saluda a otro. De algún modo que aún no lograba comprender, ella, Vesuvia Adelia Rachel Ortese Aguilar, que en aquel lugar era tan solo la amante del obispo de Saint Albans y la persona que servicialmente había recogido la espada del demonio, era importante para el señor abad de Eynsham. Eso le había dicho su mirada.

La reina mostraba las palmas de las manos, a modo de interrogación, y sonreía. Los cortesanos soltaron una carcajada.

—La pobre criatura está abrumada —comentó uno de ellos.

—Perdón, Majestad, no comprendo —dijo Adelia.

—He dicho, querida, que debéis vivir aquí, con nosotros. No podemos permitir que nuestra buena compañera se hospede en cualquier lugar. Os mudaréis aquí, junto a mis damas de honor, sin duda hay espacio suficiente y os divertiréis con nosotros. Debéis estar muy aburrida allí fuera.

«Vos lo estáis», pensó nuevamente Adelia. Tal vez Leonor sentía íntimamente que estaba en deuda con ella porque le había salvado la vida. Pero, más importante aún, necesitaba una nueva mascota con la cual jugar.

El hastío era perceptible en los chillidos que llegaban desde la habitación contigua, donde las damas de honor peleaban por asuntos menores, y en las carcajadas frívolas dirigidas a su persona. Ya no tenían de quién burlarse y necesitaban que alguien les proporcionara nuevo entretenimiento.

Al fin y al cabo, era lo que hacían una reina y su séquito. Abandonaban un castillo en cuanto comenzaba a apestar, y se instalaban en otro, para cazar, recibir visitas y divertirse. Un ejército de cocineras, planchadoras, lavanderas y sirvientes de todo tipo —muchos de ellos habían quedado atrás cuando Leonor emprendió aquella guerra y muchos más habían sido víctimas de la nieve— los mantenía limpios y alimentados. Sin esos recursos, no sabían sobrevivir.

Uno de los cortesanos acercaba exageradamente la nariz a Guardián, sin reparar en que sus propios calzones no olían mucho mejor.

«¿Mudarme aquí, con esta gente? Dios me libre», pensó Adelia. No aceptaría la invitación a sumarse a aquella muchedumbre infernal, aunque proviniera de una reina.

Por otra parte, si alguno de los integrantes del séquito era el asesino de Bertha, sería más fácil descubrirlo mezclándose entre ellos. No deseaba mudarse, pero si podía entrar en los aposentos reales durante el día…

Adelia hizo una reverencia.

—Majestad, sois la bondad en persona. Si mi bebé no os impidiera dormir durante la noche…

—¿Un hijo? ¿Por qué no lo dijisteis? —preguntó la reina, intrigada—. ¿Es un niño?

—Una niña. Le están saliendo los dientes y se desvela.

—¿Le están saliendo los dientes? —chilló Montignard.

—Según entiendo, eso es sinónimo de llanto —opinó Eynsham.

—A estos dos señores no les agradan los niños —dijo Leonor a Adelia.

—A mí me agradan, mi dulce señora —replicó el abad—. Por supuesto que sí. Asados a la parrilla, con un poco de perejil, me parecen deliciosos.

Adelia insistió.

—Además, debo ayudar a mi amo, el doctor Mansur, cuando por las noches lo requieren en la enfermería, lo cual sucede a menudo. Yo me encargo de los medicamentos.

—Eso es sinónimo de cacharros que huelen mal y hacen ruido.

Montignard unió las palmas de las manos en actitud suplicante.

—Señora, no tendréis descanso. Si no fuera suficiente con esa campana que marca las horas y las monjas que rezan, tendremos también llantos de bebé y solo Dios sabe qué otra travesura. Os sentiréis agotada.

«Bendito sea este cerdo», pensó Adelia.

Leonor sonrió.

—Sois un hedonista —dijo. Luego caviló un instante—. Necesito dormir, pero me niego a no recompensar a esta joven.

—Oh, permitid que venga y se marche cuando sea necesario —aconsejó Eynsham—. Aunque no con esa ropa.

—Por supuesto. La vestiremos.

La reina había encontrado una nueva distracción, un pasatiempo. Y Adelia había obtenido su pasaporte, aunque tuvo que pagar por él. Fue conducida a la sala de las damas de honor. La puerta no se cerró por completo, de modo que los hombres pudieron asomar la cabeza y hacer a coro sus comentarios, que se sumaron a las demás humillaciones que se vio obligada a tolerar. Le quitaron el blusón para observar cómo combinaban con su piel y su cabello distintos géneros. Todos resultaban inapropiados. Se oyeron comentarios de todo tipo: «Malva no, querida, no casa bien con ese color de piel tan cadavérico». «¿Dónde consiguió un lino tan fino y blanco para el blusón?». «¿Por qué es rubia, acaso es sajona?». «No, los sajones tienen ojos azules, tal vez sea eslava».

Ni siquiera le habían preguntado si quería un vestido nuevo. En realidad, no lo deseaba. Sus propias prendas le permitían pasar desapercibida. Adelia era una observadora, no le gustaba ser observada. Solo deseaba causar alguna impresión en sus pacientes, y no precisamente por sus encantos femeninos. En realidad… había deseado impresionar a Rowley, pero lo había hecho completamente despojada de ropa.

Nadie consultó a las pobres costureras de la reina. El trabajo necesario para transformar el género elegido en un vestido muy ajustado en la parte de arriba, con una falda muy amplia, con mangas estrechas hasta el codo que luego se ensanchaban y caían casi hasta el suelo sería oneroso, en especial teniendo en cuenta que Leonor deseaba que llevara una filigrana bordada en el cuello y los extremos de las mangas y que debía estar terminado para el festejo de la Navidad.

Adelia admiró a esas costureras imprevistamente alistadas para la guerra, y se maravilló al pensar en los transportes que, en lugar de equipamiento militar, contenían cajas llenas de brocados de colores deslumbrantes, seda, lino y satén.

Por fin Leonor se decidió por un terciopelo de color azul muy oscuro que, según sus palabras, tenía el esplendor de las uvas de Aquitania.

Cuando la reina se proponía algo, no escatimaba esfuerzos: Adelia tendría una diadema de oro, una faja labrada, zapatillas bordadas y un manto con capucha de finísima lana.

—Es lo que os merecéis, querida. Era un demonio repulsivo —dijo Leonor, mientras le daba una palmada en la cabeza. Luego se dirigió a Eynsham—. Ahora estamos a salvo, ¿no es así, abad? Dijisteis que os habíais encargado de él.

Dakers. ¿Qué había sido de ella?

—No podía arriesgarme a que rondara por aquí y atacara otra vez a mi señora —dijo el abad con tono jovial—. La descubrí oculta entre los libros del convento y dudo de que sepa leer. Habrían debido ahorcarla inmediatamente, pero las bondadosas monjas se opusieron, de modo que
pendent opera interrupta
, ordené que la encerraran en la cárcel del convento. La llevaremos con nosotros cuando nos marchemos y entonces la colgaremos —aseguró, guiñando el ojo— si antes no ha muerto por congelación.

Se oyeron risas de agradecimiento, entre las cuales se incluyó la de Leonor. No obstante, la reina protestó.

—No, señor, la mujer está poseída. No podemos ejecutar a una demente.

—Poseída por el demonio de su ama. Es mejor que muera, mi señora, así como ha muerto Rosamunda.

La noche fue larga. Nadie podía retirarse sin autorización de la reina y Leonor era infatigable. Había juegos de mesa, «el zorro y el ganso», dados, damas. A todos los presentes se les pidió que cantaran, incluso a Adelia, cuya voz fue motivo de risas.

Cuando llegó el turno de Mansur, Leonor lo escuchó con embeleso y curiosidad.

—Hermosa voz. ¿Es un castrato?

Adelia, sentada en un banco a los pies de la reina, admitió que, en efecto, así era.

—Qué interesante. Los he oído en Tierra Santa, pero nunca en Inglaterra. Según creo, pueden brindar placer a una mujer, pero no pueden engendrar hijos. ¿Es verdad?

—No lo sé, Majestad —respondió Adelia. Leonor estaba en lo cierto, pero ella no se sentía en condiciones de conversar de ese tema con la reina.

La habitación se tornó calurosa. Siguieron los juegos y las canciones. Adelia comenzó a cabecear. La gente entraba y salía, y cada vez que la puerta se abría, la corriente de aire la despertaba abruptamente. Creyó que Jacques se había marchado, pero de pronto lo vio: regresaba de la cocina trayendo más comida. Montignard y Mansur salieron con destino desconocido y regresaron. También salió el abad, que reapareció con un cordel, para que Leonor pudiera hacer juegos de manos con él.

Allí estaba otra vez el gordo fraile, en esta oportunidad en compañía de Mansur. Ambos estaban sentados a una mesa, con la cabeza inclinada sobre un tablero de ajedrez. Un cortesano trajo nieve para enfriar el vino. Otro joven, el que había arrojado bolas de nieve a las monjas, cantaba y tocaba el laúd.

Adelia hizo un esfuerzo por ponerse de pie. Fue hacia la mesa de ajedrez y observó el tablero.

—Estáis perdiendo —dijo en árabe.

—Él es mejor jugador, que Alá lo maldiga —respondió Mansur sin mirarla.

—Decid algo más.

—¿Qué queréis que diga? —gruñó el árabe—. Estoy cansado de esta gente. ¿Cuándo nos marchamos?

Adelia se dirigió a Eynsham.

—Mi señor Mansur me pide que os pregunte qué podéis decirle acerca de la muerte de Rosamunda Clifford.

El abad levantó la cabeza y la miró. Otra vez se estableció entre ellos un vínculo intenso.

—¿Y por qué motivo el señor Mansur hace esa pregunta?

—Es un médico, le interesan los casos de envenenamiento.

Leonor, que había oído el nombre de Rosamunda, gritó desde el otro lado de la habitación:

—¿Qué ocurre? ¿De qué habláis?

El abad se transformó de inmediato en otro hombre, afable, sencillo y sociable.

—El buen doctor quiere saber algo más sobre la muerte de esa perra de Rosamunda. ¿No estaba acaso con vos cuando lo supimos, querida? Nos lo dijeron en cuanto pusimos pie en tierra, después de viajar desde Normandía. ¿No es verdad que caí de rodillas y di las gracias al Gran Vengador de todos los pecados?

Leonor tendió sus manos hacia él.

—Lo hicisteis, abad.

—Habíais conocido a Rosamunda antes de su muerte —dijo Adelia—, eso dijisteis cuando nos encontrábamos en Wormhold.

—¿Si conocía a Rosamunda? Oh, sí, la conocía. ¿Podía permitir la inmoralidad desenfrenada en mi propio condado? Mi padre se habría avergonzado. ¿Cuántos días pasé en la cueva de esa Jezabel, como Daniel, exhortándola a que dejara de fornicar?

El abad interpretaba su papel para la reina, pero miraba fijamente a Adelia.

Las canciones y los juegos cesaron solo cuando la propia Leonor se cansó.

—A dormir, señores. Id a dormir.

• • •

Mientras acompañaba a Adelia a la residencia de huéspedes, Mansur estaba callado, disgustado porque había perdido la partida de ajedrez, un juego en el que era especialmente diestro.

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