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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (38 page)

—Y se deshizo de ellos una vez que hicieron su tarea. Es posible, señora.

Al cabo de esa conversación Adelia tenía la seguridad de que la teoría coincidía con la realidad. Dos hombres habían conspirado para terminar con la vida de un joven. La maldad estaba presente en las oficinas de los abogados y en las fincas donde los hombres que sabían aprovecharla compartían una jarra de vino. Gracias a la codicia, la bondad o la decencia eran bienes que podían negociarse. La inocencia estaba indefensa ante todo aquello. Adelia estaba indefensa. La maldad le murmuraba palabras silenciosas desde el tejado que tenía delante.

—Pero ¿cómo demostrarlo? —preguntó Jacques.

—Los intrigantes desconfían unos de otros. Creo que es posible, pero necesitaré vuestra ayuda.

Adelia se despidió del mensajero y regresó presurosa a la residencia de huéspedes, preocupada por Allie.

—Mírala, está reluciente como una moneda de oro —dijo Gyltha.

Sin embargo, Adelia advirtió que Gyltha también tenía miedo. Le había pedido a Mansur que estuviera junto a ellas día y noche.

—Si alguien está molesto puede entrar y…, bueno, ya sabes —explicó Gyltha—. Haz lo que tengas que hacer. Mansur está alerta.

También el asesino.

• • •

Adelia debía hablar con el padre Paton. En esta ocasión decidió actuar con cuidado, esperó hasta que anocheciera, trató de descubrir posibles espías, se deslizó en las sombras hasta llegar al estrecho sendero que conducía a la escalera del calefactorio.

El sacerdote se encontraba a solas —era el momento de la oración vespertina— y no le agradó que lo interrumpieran.

Adelia le contó todo lo que sabía, comenzando por el descubrimiento del cuerpo de Talbot en el puente —el padre Paton tal vez lo había pasado por alto, dado que había permanecido dentro del carro, al amparo del frío—, prosiguió con el relato de los hechos que había presenciado en Wormhold y concluyó con los acontecimientos relacionados con la muerte de Bertha, ya de regreso en Godstow. Pronunció el nombre del sospechoso, dijo que había atentado contra Allie y la señora Dakers.

El padre Paton no quería escucharla. Inquieto y ansioso, miraba los documentos que tenía delante. En el relato de Adelia abundaban los pecados capitales, que él prefería considerar en abstracto.

—¿Estáis segura? No es posible. ¿Cómo os atrevéis a hacer esas suposiciones? —repitió el sacerdote una y otra vez.

Adelia insistió, hasta lograr que sus razonamientos lo dejaran tan inerme como una mariposa clavada con un alfiler. El padre Paton no le resultaba simpático —y sabía que él no sentía la menor simpatía por ella—, pero lo necesitaba porque no estaba involucrado en la batalla y porque su mente, al igual que sus libros de contabilidad, llevaba un completo registro de todo.

—Debéis mantener todo esto en absoluto secreto. Solo podéis hablar del asunto con el rey —dijo Adelia.

Ese hombrecito insensible le serviría como depósito de información en caso de que ella muriera. Él podría transmitirla a Enrique Plantagenet.

—Cuando el rey llegue, sabrá lo que se debe hacer.

—Pero yo no.

—Sí, lo sabéis —replicó Adelia y le dijo qué debía buscar.

—Esto es descarado —dijo, sorprendido—. De cualquier manera dudo de que, si existiera, sirviera como prueba.

Adelia también lo dudaba, pero era la única arma con que contaba su arsenal.

—El rey vendrá —dijo, fingiendo un entusiasmo que no sentía— y, no lo dudéis, finalmente se impondrá.

Era su única certeza. Leonor era extraordinaria, pero se había enfrentado a un hombre que se erguía sobre su reino como un coloso. Ella no podía vencer. El padre Paton estaba de acuerdo.

—Sí, una reina es solo una mujer, incapaz de llevar a nadie a la victoria, mucho menos a sí misma. Todo lo que obtendrá es el castigo divino por haberse rebelado contra su legítimo señor —afirmó. Luego se dirigió a Adelia—. También vos, señora, sois simplemente una mujer, pecadora e impertinente. Aun cuando tuvierais razón, no deberíais poner en duda a vuestros superiores.

Ella trató de dominarse y le ofreció un estímulo:

—Cuando el rey llegue, deseará saber quién mató a Rosamunda. El hombre que pueda decírselo obtendrá un ascenso.

El padre Paton frunció los labios, mientras su mente registraba en un imaginario balance la posibilidad de ser promovido a abad e incluso a obispo y, por otra parte, el riesgo y la lesa majestad que implicaba aquello que Adelia le pedía.

—Supongo que serviré a Dios, es decir, a la verdad —dijo lentamente.

—Así será —replicó Adelia, y se marchó, para permitirle que pusiera manos a la obra.

• • •

Llegó la Navidad.

La gente colmó la iglesia durante la Misa de Gallo. El calor que emanaba de los cuerpos creó una atmósfera opresiva y el olor a humanidad estuvo a punto de derrotar al aroma de las guirnaldas de hiedra y acebo.

Adelia estaba sofocada bajo su capa de piel de castor, pero no se la quitó porque llevaba el vestido que las costureras de Leonor habían terminado justo a tiempo. Sabía que se veía bien con él y sentía que ese traje, con todos los ornamentos que la reina le había agregado, llamaría la atención.

—Debes mostrarte. No tienes mal aspecto —declaró Gyltha. Lo cual, tratándose de ella, era un elogio.

Pero el impulso de ocultarse del asesino fue más fuerte. Tal vez se quitara la capa en la fiesta que seguiría a la misa.

Los asientos del coro, reservados una vez más a las monjas, ofrecían un marco blanco y negro al altar adornado y engalanado con el resplandor de las velas y a los trajes coloridos del abad y dos sacerdotes que avanzaban cantando las letanías como brillantes piezas de ajedrez. El efecto era indudablemente mágico.

Entre las personas que formaban fila para tomar la comunión se contaban homicidas, miembros de facciones hostiles; toda una gama de miserias y desgracias humanas. No obstante, mientras avanzaban en silencio, todas ellas eran presa del mismo asombro. Al llegar a la barandilla, el molinero se arrodilló junto a uno de los hombres que lo había golpeado. Adelia recibió la hostia de manos del abad Eynsham, que se posaron un instante en la cabeza de Allie para darle la bendición. Un mercenario de Wolvercote entregó el cáliz a uno de los hombres de Schwyz, y luego ambos regresaron a sus lugares, con gesto pensativo y noble.

En el establo donde María daba a luz, a unas yardas de allí, los jadeos iban en aumento. Los pasos presurosos de los pastores se oían cada vez más cerca. Los ángeles cantaban sobre el techo de la iglesia cubierto de nieve, iluminado por las estrellas.

Cuando el abad levantó los brazos y declaró con voz grave: «El Niño ha nacido», las congratulaciones impidieron oír su exhortación: «Id en paz». Varias mujeres gritaron a la invisible pero presente María sus consejos para amamantar y la instaron a no descuidarse y abrigar al bebé de inmediato.

Belén estaba allí, en ese momento.

• • •

Adelia se dirigía al enorme granero. Jacques se abrió paso entre la multitud para tocarle el hombro.

—Señora, la reina os envía sus saludos. Se sentiría decepcionada si no lucierais lo que os ha regalado.

Adelia se quitó con cierta reticencia la capa con capucha, dejando a la vista el vestido y el tocado. Se sintió desnuda. Walt, que iba a su lado, la miró fijamente.

—Mirad quién era esta desconocida —dijo.

Ella supuso que era un cumplido. Y en efecto, recibió una infinidad de miradas asombradas, la mayoría de ellas, amistosas. Porque, sin darse cuenta, Leonor le había hecho otro regalo: al mostrarle su simpatía había borrado el estigma de la brujería.

Leonor y su corte habían organizado el entretenimiento. Sin embargo, los ingleses se apropiaron del festejo de una manera avasalladora.

Los brindis y las carcajadas ahogaban los encantadores villancicos de Aquitania, mientras el tronco de Navidad ardiendo —que un buey había arrastrado en un arnés— era colocado en la chimenea, situada en el centro del gran cuadrilátero formado por las mesas. En la galería —en realidad era el pajar— un juglar trataba de entretener con su canto a los comensales, pero, dado que toda la población del convento y la mayor parte de los habitantes de la villa habían sido invitados y el ruido impedía que lo oyeran, desistió y bajó a comer con los demás.

La cena fue digna de vikingos. Carne y más carne. La cámara de hielo había cedido sus mejores reservas.

El cocinero de Leonor se había esmerado, pero sus ensaladas invernales y sus potajes, sus hermosos pasteles decorados con forma de castillos y sus delicadas jaleas aromatizadas con esencias de flores pasaron inadvertidos mientras la manteca de cerdo y la carne sanguinolenta chorreaban sobre ellos. Desalentado, el virtuoso cocinero se había sentado con la mirada perdida en el horizonte, mientras su aprendiz se llevaba a la boca reconfortantes trozos de cerdo asado.

Tampoco se ofrecieron sucesivos platos. Los sirvientes del convento habían satisfecho las exigencias de los numerosos huéspedes de Godstow durante mucho tiempo y el Adviento les había exigido aún más esfuerzo. Habían pasado los días previos junto a los fogones de la cocina y ocupados en decorar el granero para que pareciera un claro del bosque. No estaban dispuestos a perderse el festejo atendiendo a aquellos por quienes habían sudado, de modo que, en cuanto apilaron en la mesa todo lo que habían preparado —entremeses, confituras, platos elaborados, productos naturales, panes y postres—, se sentaron en los bancos próximos a la puerta del granero para disfrutarlo.

Fue una buena decisión. Había abundante comida para trinchar, los platos iban y venían a lo largo de las mesas, los pedidos —«Un poco de ese relleno para mi señora», «Un trozo de ganso, por favor», «Pasadme el puré de nabo» y otros por el estilo— resonaban por doquier. La camaradería gastronómica cundió entre nobles y plebeyos. Sin embargo, no se extendió a los perros, que esperaban debajo de las mesas que alguien arrojara las sobras y se disputaban las que caían cerca de ellos.

Guardián permaneció junto a las rodillas de Adelia, que lo alimentó como a un rey. Su ama no comía mucho y, para no ofender a Mansur, que, sentado a su lado, llenaba constantemente su bandeja, deslizaba furtivamente trozos de carne en dirección a su perro.

Todo indicaba que Leonor aceptaba de buen grado aquella situación. La reina dio muestras de buen humor y se puso la monstruosa corona de hiedra y laurel que le había entregado la esposa del herrero. Estropeó así su sencillo tocado y adquirió el aspecto de una diosa de la fertilidad, lo cual acentuó el carácter pagano que poco a poco prevalecía en el festejo.

Además del cocinero real, la única persona que no participaba de la algarabía era Emma. Permanecía inmóvil e indiferente junto a su esposo, que la ignoraba. Adelia trató de atraer su atención, pero la muchacha tenía la mirada perdida.

¿Cómo afrontaban la situación el señor y la señora Bloat? ¿Condenaban el secuestro de su hija? No. Habían decidido pasarlo por alto. Se habían ubicado en una de las mesas, frente al secuestrador. Sin embargo, Wolvercote desairaba la mayoría de sus intentos de entablar conversación. El señor Bloat se atrevió incluso a ponerse de pie y proponer un brindis por la feliz pareja, pero en cuanto lo hizo, el ruido que se oía en el granero aumentó de volumen de manera alarmante. Emma pareció cobrar vida y dirigió a su padre una mirada implacable: el señor Bloat enmudeció y volvió a tomar asiento.

Adelia se había asegurado de que no habría más secuestros: llevaba a Allie sujeta a su cadera con un cabestrillo, y a su izquierda se encontraba Mansur. Decidió entonces dirigir su atención al hombre que estaba sentado a su derecha. Se había esforzado por conseguir un lugar junto a él.

Hasta ese momento el señor Warin había evitado conversar con otras personas. El hecho de que se viera obligado a preguntar amablemente quién era ella y que no reaccionara negativamente cuando le dijo su nombre dejaba en evidencia que se había mantenido alejado de los chismes del convento. Tenía el hábito de humedecerse nerviosamente los labios y no se percibía en él ese leve aire de superioridad propio de la mayoría de los abogados. Era una persona intachable que había suavizado, aunque sin tratar de eliminarlo, su marcado acento de Gloucestershire. Adelia tuvo la impresión de que había obtenido su título con gran esfuerzo, intelectual y económico, y que se limitaba —
consilio et auxilio
— a asesorar sobre asuntos tales como testamentos, apropiación de tierras, disputas sobre límites territoriales, contratos de servicio; todas las minucias cotidianas contempladas en las leyes que, no obstante, eran de suma importancia para las partes involucradas.

Ella le expresó sus condolencias por la muerte de su joven primo. El señor Warin se humedeció los labios y sus ojos miopes derramaron lágrimas que parecieron verdaderas. Dijo que el asesinato lo había privado de su familia, dado que por el momento no tenía esposa.

—Señora, no sabéis cuánto os envidio esta preciosa niñita. Me encantaría tener hijos.

Adelia había fundado su explicación del asesinato de Talbot de Kidlington en la culpabilidad del abogado. No debía olvidar que alguien había transmitido la información que llevó a los asesinos a esperar al joven en el puente, y ese hombrecito —que había dicho de Talbot: «Éramos más que primos. Después de la muerte de sus padres, él fue un hermano menor para mí. Me ocupé de todos sus asuntos»— parecía el más indicado para hacerlo. Si bien era modesto, la calidad de su traje no era la habitual en un abogado de su categoría, y el gran anillo de sello que lucía en el dedo era de oro. El señor Warin había prosperado. Sus gustos también lo sugerían. No bebía cerveza o hidromiel. En cambio, con frecuencia alargaba su mano hacia la jarra de vino que hacía su ronda por la mesa.

Adelia lo azuzó.

—¿Vuestro primo os había confiado su intención de huir con la señorita Bloat?

—No, por supuesto —replicó el señor Warin con brusquedad—. Era una idea descabellada. De haberlo sabido, lo habría disuadido. Lord Wolvercote es un hombre importante, no habría permitido que un miembro de mi familia lo humillara.

El señor Warin mentía. Emma había dicho que él formaba parte del plan.

—¿Ya conocíais a Wolvercote?

—No —respondió el señor Warin, humedeciendo sus labios—. Nos vimos por primera vez en la iglesia, la otra noche.

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