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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (32 page)

—¡No permitas que vea los cuerpos!

—Deja que se acostumbre —dijo Gyltha—. Verá muchos ahorcados cuando crezca. Mi padre me llevó a ver el primero cuando tenía tres años. Fue divertido, para los dos.

—No quiero que sea divertido para ella.

No era sencillo levantar los cuerpos. El hielo les había agregado peso y había pegado a la balaustrada la cuerda que los sujetaba.

Walt se acercó a Adelia.

—La priora dice que no podemos ayudar. Tal parece que deben hacerlo por sí mismas.

La priora Havis meditó unos instantes y luego impartió órdenes.

Mientras una de las monjas utilizaba el cuchillo de Fitchet para raspar el hielo de las cuerdas, la más alta de ellas —la encargada de la despensa— se inclinó, extendió el brazo y logró aferrar el cabello de uno de los hombres ahorcados. Al incorporarse, aflojó un poco la cuerda.

Una gaviota que estaba picoteando los ojos del hombre se alejó chillando hacia el límpido cielo. Allie la observó mientras remontaba el vuelo.

—A tirar, hermanas —dijo la priora—, por la gracia de la Virgen María.

Una hilera de traseros negros se inclinó sobre la balaustrada. Mientras tiraban, el vapor de su aliento se asemejaba a bocanadas de humo.

—¿Qué demonios estáis haciendo, señoras?

Lord Wolvercote estaba en el puente. Las monjas no le habían prestado más atención que a la gaviota. Él se adelantó, empuñando la espada. Fitchet, Walt y otros hombres se arremangaron. Wolvercote miró a su alrededor. Al ver que el centinela, impotente, se encogía de hombros, comprendió que no obtendría ayuda para luchar contra ese batallón de religiosas. Ellas lo superaban en número. En consecuencia, decidió gritar:

—Dejadlos allí. Este es mi territorio, esta mitad del puente me pertenece y los villanos permanecerán allí mientras yo lo considere conveniente.

—Señoría, como bien sabéis, el puente es nuestro y de ellas —dijo Fitchet, en voz alta. Sin embargo, en su tono se percibía que estaba cansado de repetir lo mismo—. Y la madre abadesa no desea que lo decoren con cadáveres.

Las monjas habían levantado uno de los cuerpos. Estaba totalmente rígido y debieron alzarlo en sentido vertical por encima de la balaustrada. La cabeza inclinada parecía mirar inquisitivamente hacia el hombre que había dictado la sentencia de muerte. Las mujeres lo depositaron en el carro y regresaron a la balaustrada para recoger al otro ahorcado.

La familia del molinero se había asomado a las ventanas para observar a los hombres que discutían. Los rostros alineados en los alféizares miraban las ráfagas de aliento, dignas de un dragón, que salían de sus bocas.

—Imbécil, ¿no veis que se trataba de dos bribones? —insistía lord Wolvercote—. Eran ladrones y tenían en su poder objetos robados. Tengo el derecho de aplicar un castigo ejemplar. Dejadlos donde están.

Lord Wolvercote era un hombre alto, de piel morena, de alrededor de treinta años, y habría sido apuesto si en su rostro no se hubiera dibujado esa expresión despectiva que, en aquella ocasión, la furia había acentuado. Adelia recordó que Emma se había referido con euforia a los poemas de su futuro esposo. Sin embargo, en ese rostro no encontraba poesía, solo estupidez. Para convertir a los ladrones en un ejemplo, los había dejado en el puente durante dos días. La ausencia de tráfico en el río dejaba en evidencia que nadie los había visto, por lo cual el castigo ejemplar no había tenido efecto alguno. Un hombre más sensible habría dado su consentimiento ante lo inevitable y, después de hacer una reverencia, se habría retirado.

Wolvercote no podía hacerlo. Consideraba que las monjas atentaban contra su autoridad y eso lo atemorizaba: debía ser el jefe supremo; de lo contrario, no sería nada.

Adelia recordó que Rowley se había referido alguna vez al derecho de los señores feudales a imponer la pena de muerte a un ladrón si lo descubrían dentro de su propiedad, una costumbre inglesa que había adquirido fuerza de ley. Y había dicho que el rey la detestaba, porque cualquier cabrón podía ahorcar a quien le diera la gana. Ella había preguntado por qué no les quitaba ese derecho, pero aparentemente era difícil privarlos, sin provocar rebeliones, de una potestad que poseían desde hacía mucho tiempo. Rowley opinaba que era conveniente esperar el momento oportuno.

Las monjas ya habían rescatado el segundo cadáver. Ambos habían sido cubiertos con un saco. Las monjas comenzaban a empujar el carro cargado por el puente, de regreso al convento. Sus pies resbalaban en el hielo.

—Mira, tesoro —le dijo Gyltha a Allie—. Es divertido, ¿verdad?

La priora Havis se detuvo al pasar frente a Wolvercote.

—¿Cómo se llamaban? —preguntó, con una voz más fría que los cadáveres.

—¿Para qué queréis saberlo?

—Para inscribir los nombres en su tumba.

—Por Dios, no tenían nombre. Si no lo hubiera impedido, habrían robado el cáliz de vuestro propio altar. Eran ladrones.

—También lo eran los dos hombres crucificados junto a Nuestro Señor. Y no recuerdo que él los hubiera privado de su misericordia —dijo la priora, antes de dar media vuelta para hablar con sus hermanas.

Él no podía tolerarlo y gritó a sus espaldas.

—Sois una vieja entrometida, Havis. No me sorprende, no habéis tenido un solo hombre.

Ella no lo miró.

—Oh, Dios, van a sepultarlos —dijo Adelia. De pronto vio a Jacques junto a ella.

—Es lo que suele hacerse con los muertos —opinó el mensajero, sonriendo.

—Sí, pero aun no he mirado sus botas. Y tú —ordenó, dirigiéndose a Gyltha—, lleva a la niña a casa. —Luego corrió tras las monjas y se detuvo frente al carro para impedir que siguiera su camino—. ¿Puedo demorarlas solo un minuto?

Adelia se arrodilló en la nieve para que sus ojos estuvieran al nivel de las piernas de los cadáveres. Les quitó el saco que los cubría y de inmediato recordó el puente, tal como lo había visto por primera vez, por la noche, cuando los horribles bultos y las huellas en la nieve le habían relatado la secuencia de los acontecimientos con tanta claridad como si los dos asesinos hubieran confesado su crimen.

Oyó su propia voz, cuando decía a Rowley: «¿Lo veis? Uno de ellos usaba zapatos con clavos y el otro llevaba trabas en las suelas, tal vez fueran barras atadas con tiras de tela. Llegaron hasta aquí a caballo y llevaron a los animales hacia los árboles… Comieron mientras esperaban…».

Vio un par de zapatos con clavos. El otro cadáver había perdido el calzado del pie derecho, pero el izquierdo conservaba el zueco, sujeto por apretadas bandas de cuero que pasaban por debajo de la suela y se cruzaban en la pierna, donde las sujetaba una liga. Tras mirar, colocó el saco cuidadosamente en su lugar y se puso de pie.

—Gracias.

Desconcertadas, las monjas empujaron otra vez el carro y siguieron adelante. Havis miró a Adelia.

—¿Eran ellos?

—Sí.

Walt las había oído.

—¿Estos son los cabrones que mataron a ese pobre caballo?

Adelia le sonrió.

—Y al viajero. Eso creo. —Al girar advirtió que Wolvercote se había acercado para descubrir qué sucedía. La gente de la abadía permaneció expectante.

—¿Sabéis de dónde venían? —preguntó Adelia.

—¿Qué importancia tiene? Los encontré robando en mi casa. Aún tenían un jarro de plata, mi jarro de plata, y eso es todo lo que necesito saber —replicó, y de inmediato preguntó al vigía—: ¿Quién es esta mujer? ¿Qué hace aquí?

—Llegó con el obispo —dijo escuetamente Fitchet.

—Ella está con el doctor moreno. Puede explicar cosas. Mira y sabe qué ocurrió —intervino Walt.

Sus palabras no fueron las más adecuadas. Adelia se agazapó, esperando lo inevitable.

Wolvercote la observó.

—Eso significa que es una bruja.

La palabra quedó flotando en el aire y, como una gota de tinta que cae en agua transparente, lo salpicó de puntos negros que se diluyeron y finalmente lo tiñeron de gris.

La gente del pueblo no olvidaría que, así como se había sugerido que Havis era una virgen resentida, Adelia había recibido la calificación de bruja. Las mujeres, que en principio parecían confundidas, fueron víctimas de la indignación. La acusación era inapelable y modificó la expresión de todos cuantos la oyeron. Incluso Walt y Jacques volvieron a dudar.

Adelia se culpaba por su negligencia. «Dios, qué estúpida. ¿Por qué no pude esperar?». Habría podido encontrar otra oportunidad para mirar los zapatos de los muertos antes de que fueran enterrados. Pero no, tenía que asegurarse en ese mismo momento.

—Maldición —dijo. Al mirar atrás vio que lord Wolvercote se había marchado. Todos los demás la observaban y podía oír sus murmullos. El daño estaba hecho.

Jacques fue hacia ella a grandes zancadas.

—Yo no creo que seáis una bruja, señora —dijo, jadeante—, pero deberíais permanecer en vuestra habitación. Si no os ven, lo olvidarán. Como dice san Mateo: «A cada día le basta su propio mal».

Pero el día aún no había terminado. Cuando cruzaban el portal del convento, un hombre gordo y agitado salió de la puerta de la iglesia.

—Vos —gritó, en dirección a Jacques—, traed a la enfermera.

El mensajero salió a toda prisa. El hombre gordo dio media vuelta y regresó velozmente a la iglesia.

Adelia se tambaleaba. «A cada día le basta…». El mal había sido suficiente y ella se había procurado una parte a sí misma. Lo que ocurría allí dentro no era de su incumbencia.

Pero los sonidos que llegaban hasta sus oídos eran gritos de dolor. Decidió entrar.

La luz del sol apenas alumbraba la amplia iglesia. Durante el día las velas estaban apagadas. Desde las altas y estrechas ventanas del templo llegaban gélidos rayos de sol hacia el sombrío interior, salpicaban alguna columna y dibujaban delgadas listas que atravesaban el espacio de la nave, eludiendo el centro, donde se desarrollaba la angustiosa escena.

Adelia no logró comprender lo que sucedía hasta que sus ojos se habituaron a la penumbra. Lentamente los objetos adquirían forma: distinguió un catafalco y dos siluetas corpulentas, un hombre y una mujer, que trataban de arrancar algo de allí.

Por fin pudo ver que ese algo era la joven oblata Emma. Estaba muy quieta, pero sus manos se aferraban a la cabecera del catafalco de modo tal que no era posible separarla del cuerpo que yacía debajo de ella.

—Dejadlo, niña. Levantaos, esto es vergonzoso. Maldición, ¿qué le sucede? —dijo el hombre gordo.

La mujer era más amable, aunque estaba igualmente perturbada.

—Por favor, mi tesoro, estáis disgustando a vuestro padre. ¿Qué importancia tiene esta muerte para vos? Levantaos ya mismo.

El hombre gordo miró a su alrededor, desesperado, y vio a Adelia, de pie en el vano de la puerta, iluminada por un rayo de sol que llegaba desde del exterior.

—Venid a echarnos una mano. Nuestra hija se ha desmayado.

Adelia se acercó: Emma no se había desmayado. Sus ojos abiertos miraban fijamente hacia delante y los nudillos de sus manos parecían pequeños guijarros blancos adheridos a la madera negra del catafalco. Se acercó aún más para mirar el interior.

Las monjas habían cubierto los ojos con monedas, pero aquel era el rostro del joven muerto en el puente, que ella y Rowley habían llevado a la cámara de hielo. Allí estaba el señor Talbot de Kidlington. Tan solo unos minutos antes ella había examinado el calzado de sus asesinos.

El hombre gordo hablaba de manera intimidatoria, aunque sus palabras no se dirigían a Adelia.

—Qué buen convento es este, que deja a los muertos en cualquier lugar. No me sorprende que nuestra hija se haya alterado. ¿Para esto pagamos nuestro diezmo?

La enfermera había entrado en la iglesia en compañía de Jacques. En la nave resonaron las exclamaciones y las exhortaciones.

—Vamos, niña, esto de nada servirá —dijo la hermana Jennet con tono jovial. Su voz se mezclaba con los bramidos del padre, que estaba enfurecido y buscaba a alguien a quien culpar, y con las palabras angustiosas de la madre, que hacían un débil contrapunto. Adelia tocó suavemente la mano con que Emma se aferraba al catafalco. La joven levantó la cabeza. Era imposible explicar lo que expresaban sus ojos atormentados.

—¿Habéis visto lo que hicieron con él?

El padre de Emma y la hermana Jennet se habían alejado y discutían abiertamente. La madre dejó de prestar atención a su hija y fue hacia ellos.

—Os ruego que conservéis la calma, señor Bloat. ¿En qué otro lugar deberíamos depositar el cuerpo? —dijo la enfermera. No aclaró que en Godstow ya escaseaban lugares donde colocar cadáveres.

—En un lugar donde las personas no se topen con él. ¿Para qué pagamos los diezmos?

—Calma, calma —intervino la señora Bloat—. Tan solo estábamos paseando… Nuestra hija nos había llevado a recorrer el lugar.

Emma miró fijamente a Adelia, como si observara un pozo sin fondo.

—Oh, Dios, ¿comprendéis lo que han hecho?

—Sí, comprendo.

Adelia se preguntaba cómo había podido estar tan ciega, cómo no lo había comprendido antes. Allí estaba el motivo por el cual Talbot de Kidlington había sido asesinado.

Capítulo 10

¿A
dónde pensabais fugaros?

—A Gales.

La joven se sentó en un banco situado en un ángulo de la habitación que ocupaban Gyltha y Adelia. Se había quitado el tocado y su largo cabello rubio, casi blanco, se mecía sobre su cara mientras ella se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

Allie, inquieta al ver esas manifestaciones de dolor, había comenzado a llorar. Su madre trataba de tranquilizarla meciéndola en sus brazos. Guardián, dando una sorprendente muestra de piedad, yacía a los pies de Emma, con la cabeza apoyada en sus zapatos.

Ella había luchado, en el sentido estricto de la palabra, por permanecer allí. Cuando por fin lograron arrancarla del catafalco, había tendido sus brazos hacia Adelia.

—Me iré con ella. Me entiende, ella sabe.

—Maldición, sabe más que yo —había dicho el señor Bloat. Adelia se había apiadado de él hasta el momento en que trató de arrastrar a su hija fuera de la iglesia, cubriéndole la boca con la mano para evitar que el ruido continuara llamando la atención de la gente.

Emma se resistió con la misma firmeza, retorciéndose y gritando para librarse de él.

Por fin la hermana Jennet había aconsejado al señor Bloat que diera su consentimiento para que la joven se marchara con Adelia.

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