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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (28 page)

El mundo, en ese momento, no se extendía más allá de la tabla de la mesa.

Para seguir hablando, Mansur eligió como tema
Kitab Alf Layla wa-Layla
, conocido también como
El libro de las mil y una noches
. Así fue como, en la cocina de un convento de Oxfordshire, se oyó la voz aguda de un castrado que relataba en árabe los cuentos de Sherezade, la mujer persa que los había inventado tres siglos antes para demorar su propia ejecución, dispuesta por su esposo, el sultán. Adelia los había escuchado cuando era niña y le habían fascinado. En aquel momento no les prestaba más atención que al crepitar del fuego.

Si Rowley hubiera sobrevivido al frío y hubiera entrado en aquel momento en la cocina, Adelia no lo habría mirado, y si lo hubiera visto, no lo habría reconocido. Incluso si alguien hubiera mencionado el nombre de su hija, no habría sabido de quién se hablaba. Solo existía el paciente, y ni siquiera él, apenas su brazo. Separó las capas de piel.

—Sutura.

Mansur dejó caer una aguja enhebrada en la mano que ella le tendía y comenzó a secar la sangre con un paño.

Arterias, venas. Debía aserrar el hueso o quebrarlo. Adelia no pensaba cómo sería la vida del paciente sin su brazo, su mente trabajaba a la velocidad que la operación requería.

Algo pesado cayó ruidosamente en el cubo de la basura.

Más puntos de sutura, ungüento, pelusa de lino para cicatrizar, vendas.

Adelia se secó la frente con el antebrazo. El alcance de su visión se fue ampliando lentamente, hasta abarcar las vigas, las ollas y el fuego encendido.

Alguien estaba fastidiándola.

—¿Qué dice el moreno? ¿El muchacho estará bien?

—No lo sé.

—De cualquier manera, fue excelente —dijo Cross estrechando afectuosamente la mano de Mansur—. Decidle que es una maravilla.

—Sois una maravilla —dijo Adelia en árabe.

—Lo sé.

—¿Cómo están vuestras manos? ¿Podéis llevarlo de regreso a la enfermería?

—Sí.

—En ese caso debemos arroparlo y trasladarlo rápidamente, antes de que el somnífero pierda su efecto. Cuidado con su hombro. Decidle a la hermana Jennet que probablemente vomite cuando despierte. Estaré allí en un minuto.

—El muchacho vivirá, ¿verdad?

Adelia miró a Cross. Después de una operación, siempre estaba malhumorada. Como un atleta después de la carrera, necesitaba tiempo para recuperarse, un tiempo que el mercenario no le concedía.

—El doctor no lo sabe —respondió, dejando de lado la consideración que los médicos debían dispensar a los pacientes y sus allegados. Al fin y al cabo, Cross no había sido más amable con ella mientras viajaban en el bote—. Vuestro amigo es joven, eso cuenta a su favor. Pero la infección de la herida no fue tratada a tiempo —explicó lacónicamente—. Ahora, dejadme en paz.

Cross caminó torpemente hacia Mansur, que ya había cargado al muchacho. Ella se sentó junto al fuego y comenzó a pensar. Afortunadamente, la enfermera disponía de corteza de sauce en abundancia. El muchacho la necesitaría para aliviar el dolor, si sobrevivía.

Le preocupaba el olor putrefacto que salía del cubo. En aquella cocina se preparaba la comida que todos ellos consumían. Detrás de un armario asomó una rata; sus bigotes apuntaron en dirección al cubo. Adelia se acercó a la pila de leña y le arrojó un tronco.

¿Qué haría con el miembro amputado? En Salerno, otras personas se habrían hecho cargo de él. Siempre había sospechado que lo mezclaban entre los desechos con que alimentaban a los cerdos. Era uno de los motivos de su reticencia a comer la carne de ese animal. La médica se envolvió en su capa y, cargando el cubo, se dirigió al callejón para encontrar un lugar donde arrojar su contenido. Al salir del calor de la cocina, la sorprendió el frío. Era una noche muy oscura.

Un poco más adelante alguien comenzó a gritar.

—No puedo atenderos —dijo Adelia, en voz alta. Sin embargo, trabajosamente fue hacia el lugar de donde provenía la voz, con la esperanza de que alguien llegara antes que ella.

La luz de un farol que se balanceaba surgió en medio de la oscuridad. Se dirigía a la voz que seguía clamando.

—¿Quién anda por allí? Oh, sois vos, señora —dijo Jacques, el mensajero.

—Sí, ¿qué sucede?

—No lo sé.

Ambos corrieron. Otras personas se unieron a ellos en el trayecto. Los faroles permitían vislumbrar rostros alarmados y pies con pantuflas. Dejaron atrás la lavandería, la herrería, los establos. Adelia recordó aquel recorrido y se horrorizó al comprender de dónde provenían los gritos.

Las puertas del establo estaban abiertas. La gente formaba grupos cerca de ellas. Allí estaba la muchacha que ordeñaba las vacas, presa de un ataque de nervios. Algunas personas trataban de calmarla. Otras —eran mayoría— permanecían inmóviles y boquiabiertas, con los faroles en alto, alumbrando la oscilante figura de Bertha. La correa que le rodeaba el cuello pendía de un gancho sujeto a una viga. Los pies desnudos apuntaban hacia abajo, donde, entre la paja que cubría el suelo, se veía un banco caído hacia un lado.

Las monjas lamentaron la muerte de la joven. Se preguntaban qué la habría llevado a cometer un pecado tan grave como el suicidio. ¿No sabía acaso que el dueño de su vida era Dios y que, en consecuencia, había atentado contra su autoridad y había transgredido las prescripciones de la Iglesia y las Sagradas Escrituras?

«No. Bertha no lo sabía. Nadie se lo había enseñado», pensó Adelia enfurecida.

Las monjas lo atribuyeron al sentimiento de culpa. Bertha había servido a Rosamunda setas venenosas, los remordimientos la habían abrumado.

Ellas, no obstante, eran mujeres buenas y caritativas y aunque no podían enterrar a Bertha en tierra sagrada, llevaron el cuerpo a su propia capilla para hacer vigilia en torno a él hasta el momento del entierro, rezando por su alma durante el trayecto. La muchedumbre que se había reunido frente al establo las siguió.

Bertha nunca había provocado un alboroto semejante. Al fin y al cabo, en una comunidad tan pequeña la muerte siempre era un acontecimiento importante. Y el suicidio, algo fuera de lo común, merecía especial atención.

Indignada, Adelia seguía a la procesión por los callejones a oscuras. Pensaba que durante su corta vida a Bertha todo le había sido negado, y después de su muerte también se le negaba el derecho a una cristiana sepultura.

Jacques caminaba junto a ella meneando la cabeza.

—Es horrible, señora. Supongo que la pobre criatura se ahorcó porque se sentía responsable de la muerte de lady Rosamunda.

—Sin embargo, ella no se sentía responsable. Lo sabéis porque estabais conmigo mientras ella repetía: «No es mi culpa». —Bertha había sido clara al respecto.

—En ese caso, podría deberse a que la señora Dakers le causaba un terror mortal y no se animaba a enfrentarse a ella.

Era verdad que Bertha temía a Dakers. En consecuencia, el veredicto sería que el remordimiento que le causaba la muerte de su ama había sido intolerable, o bien que, aterrorizada por la manera en que Dakers podía vengar esa muerte, había preferido acabar con su vida.

—Es absurdo —dijo Adelia.

—Es un pecado —afirmó Jacques—. De todos modos, que Dios se apiade de su alma.

No obstante, para Adelia, en la escena de Bertha colgando del gancho había algo incoherente.

Estaban cerca de la capilla. Los laicos que acompañaban el cuerpo se detuvieron. Aquel era el territorio de las monjas y ellos debían permanecer fuera. Pero, aun cuando hubiera debido seguir, Adelia ya no habría podido tolerar la tenebrosa conversación de Jacques, las reconvenciones de los hombres y mujeres que los acompañaban, las oraciones de las monjas.

—¿Dónde está la residencia de huéspedes?

Jacques le señaló el camino.

—Os deseo que descanséis, señora. Lo necesitáis.

—Sí —respondió Adelia.

A pesar de que se sentía muy cansada, la causa de su abatimiento no era la fatiga, sino el absurdo, que golpeaba su mente esperando que una puerta se abriera.

El mensajero iluminó los peldaños para que Adelia pudiera subir y luego se marchó murmurando y moviendo la cabeza.

• • •

Gyltha había oído los gritos desde su habitación y se había asomado a la ventana tratando de descubrir el motivo.

—Una desgracia. Dicen que la pena hizo que se matara, pobrecita.

—O tal vez temía que la señora Dakers la convirtiera en ratón y la entregara al gato. Lo sé.

Alarmada, Gyltha desvió la mirada de la labor que tenía en las manos.

—Oh. ¿Qué pasa?

—Es absurdo —dijo Adelia, acariciando las orejas de Guardián. Luego lo apartó de su lado.

Gyltha entrecerró los ojos y cambió de tema.

—¿Cómo está el flamenco?

—No creo que sobreviva —respondió la médica, mientras se dirigía a la cama compartida para acariciar el cabello de su hija.

—Has hecho lo que has podido por él.

Gyltha no se entendía con los mercenarios. Durante la guerra entre Esteban y Matilda se los veía en todas partes y se habían convertido en personajes unánimemente odiados. Aunque no fueran oriundos de Flandes —la mayoría provenía de allí—, la palabra «flamenco» se había convertido en sinónimo de violación, saqueo y crueldad.

—A favor del rey puedo decir que se deshizo de todos esos cabrones. Y ahora Leonor los trae hasta aquí otra vez.

—Hmm…

Gyltha levantó las cejas. Había preparado leche templada con aguardiente y un aroma delicioso impregnaba la habitación. Le alcanzó una taza a Adelia.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó, señalando las marcas de la vela que permitían conocer la hora—. Ya deberías estar en la cama. Pronto amanecerá. Las monjas rezarán maitines.

—Todo es absurdo, Gyltha.

El ama de llaves suspiró. Conocía esos síntomas.

—Eso puede esperar hasta mañana.

—No —replicó Adelia. A continuación se levantó de la cama y volvió a ponerse la capa—. Tengo que hacer una medición. ¿Tenemos alguna cuerda?

Gyltha le entregó una cuerda que habían utilizado para amarrar el equipaje.

—Quiero que luego me la devuelvas. Es una buena cuerda —advirtió—. ¿Adónde vas?

—Olvidé mi bolsa con el instrumental en la cocina. Será mejor que la recupere.

—Quédate dónde estás —dijo bruscamente Gyltha—. No irás a ningún lugar si ese árabe no te acompaña.

Adelia ya se había marchado, llevando consigo el farol y la cuerda. No fue hacia la cocina, sino hacia la capilla de las monjas. Comenzaba a amanecer.

El cuerpo de Bertha yacía en la pequeña nave, sobre un catafalco. La sábana que la cubría concentraba en su oblonga blancura la débil luz que entraba por las altas ventanas. El resto del espacio quedaba sumido en una polvorienta neblina.

Adelia avanzó por la nave. Las ramas esparcidas en el suelo crujían bajo sus pies y alteraban la quietud del lugar. La monja arrodillada al pie del catafalco volvió la cabeza para ver quién había entrado. La médica la ignoró. Dejó el farol en el suelo y levantó la sábana.

El rostro de Bertha tenía un tinte azulado. La punta de la lengua asomaba por un lado de la boca. Junto con su diminuta nariz, le daba el aspecto insolente de una ninfa.

La monja —Adelia no la conocía— susurraba oraciones con preocupación, mientras ella sostenía el farol en alto y con la otra mano levantaba los párpados de Bertha. Tal como había previsto, en la parte blanca de los ojos se veían motas de sangre. La médica se arrodilló y acercó el farol al cuello de la víctima. Observó las marcas que habían dejado los bordes de la correa y advirtió que había otras marcas, surcos más profundos que seguían hacia la garganta. Y debajo de los hematomas producidos por la correa, una línea horizontal con minúsculas muescas circulares rodeaba el cuello.

La monja se había puesto de pie y trataba de apartar a Adelia.

—¿Qué hacéis? Estáis molestando a la muerta.

Adelia no le prestó atención; apenas la oyó. Cubrió nuevamente el rostro de Bertha con la sábana y fue hacia el otro extremo del catafalco para levantar la falda, dejando a la vista la parte inferior del cuerpo.

La monja salió presurosa de la capilla.

En la vagina no se advertían signos de violencia y a simple vista tampoco había rastros de semen.

La médica acomodó la sábana.

Maldición. Había una manera de saberlo. Gordinus, su antiguo tutor, se lo había demostrado, abriendo la garganta de los prisioneros y comparando el hueso hioides de los que habían sido ahorcados y los que habían sido ejecutados con garrote, un método heredado de los romanos que se utilizaba en el distrito de Pavía.

«¿Lo veis, querida? Cuando se aplica el garrote, el hueso no suele romperse; en cambio, casi siempre está roto en los ahorcados. Por lo tanto, si sospechamos de una muerte por asfixia, podemos distinguir si fue causada por la propia víctima o fue resultado del ataque de otra persona. En el caso de los suicidas que se ahorcan, casi nunca hay sangrado en los músculos del cuello, de modo que, si encontramos sangre en el cuerpo de la persona que supuestamente se ha suicidado, tenemos motivos para sospechar que estamos frente a un caso de asesinato».

Si Adelia hubiera podido hacer una disección, habría estado en condiciones de averiguarlo, pero en este caso tendría que confiar en las mediciones.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó una voz grave. La quietud de la capilla se desvaneció; las motas de polvo parecieron disiparse y la luz brilló con más intensidad.

La monja parloteaba:

—¿Lo veis, señoría? Esta mujer…

—La veo —dijo el dueño de aquella voz. Luego se dirigió a Adelia, que había extendido su cuerda desde la coronilla hasta los pies desnudos de Bertha—. Señora, ¿habéis perdido el juicio? No hay motivo para deshonrar a una persona muerta, aun cuando haya muerto de esta manera.

—Hmm…

Después de hacer un nudo en la cuerda, Adelia la enrolló alrededor de su mano y fue distraídamente hacia la puerta.

Un hombre espléndido, de porte descomunal, le cerró el paso.

—Señora, os he preguntado por qué importunáis a la pobre criatura que yace en este lugar —dijo el abad. El acento de West Country había dado lugar a la marcada pronunciación de las vocales que caracterizaba a las personas instruidas.

Adelia siguió su camino, pensando que tal vez la correa y su cadena aún estaban en el establo.

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