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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (5 page)

Gyltha se movió para colocarse entre el sacerdote y la cesta. Él no comprendió que estaba en peligro. En cambio, miró su pizarra una vez más y, poco habituado a tratar con mujeres, se dirigió a Mansur.

—Aquí dice que sois una especie de médico.

De nuevo, no hubo respuesta. Salvo por el sacerdote, la habitación estaba muy silenciosa.

—Estas son vuestras instrucciones: descubrir a la persona que, tres días atrás… —comenzó, y confirmó la fecha—, sí, era la celebración de santa Leocadia…, tres días atrás atentó contra la vida de Rosamunda Clifford, en Wormhold Tower, cerca de Oxford. Necesitaréis la ayuda de las monjas de Godstow en esta empresa —comentó golpeteando la pizarra con un dedo huesudo—. Debo señalaros que, si las monjas antes mencionadas os ofrecieran alojamiento en el convento, vuestra paga se reducirá en la proporción correspondiente —aclaró y, después de mirarlos, volvió al tema central—. Cualquier dato debe ser enviado a Su Ilustrísima tan pronto como sea obtenido. A tal fin, dispondréis de un mensajero y no le diréis a ninguna otra persona cuáles han sido vuestros descubrimientos, los cuales deberéis lograr con discreción.

El sacerdote repasó su libreta de pizarra en busca de más detalles, no los encontró y la cerró ruidosamente.

—Los caballos y el transporte estarán en la puerta en una hora. Entretanto se preparará la comida, que será ofrecida sin cargo —explicó, frunciendo la nariz al mencionar esa muestra de generosidad.

¿Eso era todo? No, había algo más.

—Supongo que el bebé será un estorbo para la investigación, por lo cual he encargado a una niñera que cuide de él en vuestra ausencia. —Parecía orgulloso de haber reparado en ello—. Estoy al tanto de que el precio habitual es un penique por día, que será descontado… Oh, oh, bajadme.

La mano de Mansur aferraba la parte posterior del alba del sacerdote, que pendía a cierta distancia del suelo con el aspecto de un gato desconcertado.

«Es muy joven. Pero no habrá cambiado cuando tenga cuarenta años. Sentiría pena por él si no me hubiera asustado: iba a llevarse a mi bebé sin ninguna consideración», pensó Adelia.

Entretanto, Gyltha hablaba con el gato, que trataba de liberarse:

—No entiendes, muchacho —dijo, inclinándose para que sus rostros estuvieran cerca—, vinimos a ver al obispo Rowley.

—No, eso es imposible. Su Ilustrísima parte mañana hacia Normandía y antes tiene muchas cosas que atender. —El pequeño sacerdote logró hablar con aplomo—. Yo me ocupo de sus asuntos…

La puerta se abrió y a la luz de las velas entró una procesión, flanqueando a una figura que parecía extraída de un manuscrito ilustrado, majestuosamente vestida de púrpura y dorado.

«Gyltha tiene razón, la mitra no es apropiada para él —pensó Adelia en cuanto lo vio. Después observó la mandíbula caída, los ojos apagados. Aquel hombre era muy distinto del que recordaba, y se dijo—: Nos hemos equivocado, sí lo es».

Su Ilustrísima evaluó la situación.

—Soltadlo, Mansur —dijo en árabe.

Mansur abrió su mano.

Los dos pajes que llevaban la cola de la túnica obispal se asomaron hacia los costados para mirar atentamente al extraño personaje que había dejado en el suelo al padre Paton. Un funcionario de cabello cano comenzó a golpear las baldosas con su bastón de mando.

Solo el obispo permaneció inmóvil.

—Bien, Steward —dijo—. Buenas noches, señora Adelia. Buenas noches, Gyltha, se os ve bien.

—También a ti, chico.

—¿Cómo está Ulf?

—En la escuela. El prior dice que lo está haciendo muy bien.

El administrador parpadeó. Aquello era lesa majestad. Luego miró a su obispo, que se dirigió al árabe.

—Doctor Mansur,
as-salaam alaikum
.


Wa alaikum as-salaam
.

Eso fue peor.

—Ilustrísima…

—La cena debe servirse tan pronto como sea posible, Steward, tenemos poco tiempo.

«Tenemos —pensó Adelia—. El “nosotros” típico de los obispos».

—Vuestras vestiduras, Ilustrísima… ¿Busco a vuestro sirviente? —preguntó Steward.

—Paton me desvestirá —replicó el obispo, mientras olfateaba el rastro de un olor. Al descubrir su origen, agregó—: Traed también un hueso para el perro.

—Sí, Ilustrísima.

Con desdén, el administrador expulsó de la habitación a los demás sirvientes.

El obispo fue hacia la cama. Su secretario lo siguió, explicándole qué había hecho él y qué habían hecho ellos.

—No logro comprender el motivo de su hostilidad, Ilustrísima. Sencillamente dispuse lo necesario fundándome en los datos que llegaron desde Oxford.

—Aparentemente sufrieron algún trastorno durante el viaje —señaló el obispo Rowley.

—Sin embargo, hice todo lo posible por ajustarme a lo que decía la carta, Ilustrísima. No puedo comprender…

La retahíla de palabras de aquel hombre injustamente culpado llegaba a oídos de los demás, a través de la puerta abierta, mientras el padre Paton quitaba a su amo la sotana, la dalmática, el alba, el palio, los guantes y la mitra —una capa tras otra de ornamentos en los que habían trabajado muchas costureras durante varios años—, y luego las levantaba y las plegaba con sumo cuidado. El procedimiento llevaba su tiempo.

—¿Rosamunda Clifford? —preguntó Mansur a Gyltha.

—Tú, pagano, sabes quién es. La Bella Rosamunda, como cantan por allí, la preferida del rey. Hay muchas canciones sobre ella.

Claro, esa Rosamunda. Adelia recordó a los juglares que, a cambio de algunas monedas, entonaban en el mercado sus canciones: algunas, románticas; la mayoría de ellas, subidas de tono.

«Si me ha arrastrado hasta aquí para involucrarme en los asuntos de una mujer de vida ligera…», pensó. Luego recordó que también ella podía ser incluida en esa categoría.

—Y estuvo a punto de ser asesinada, ¿no es así? —dijo alegremente Gyltha—. Tal vez la reina Leonor lo hizo, trató de apartarla de su camino. Está celosa de Rosamunda.

—Eso dicen también las canciones, ¿verdad? —preguntó Adelia.

—Eso dicen, pero —reflexionó Gyltha— ahora que lo pienso, no pudo haber sido la reina. Hace poco oí que el rey la mandó a la cárcel.

Los poderosos —y sus actividades— constituían un mundo diferente, vivían en un país diferente. Cuando los relatos sobre lo que hacían llegaban a los pantanos, ya habían adquirido el matiz fantástico y lejano del mito, no tenían relación con personas reales, y eran insignificantes al compararlos con la inundación provocada por un río que se salía de su cauce, vacas que morían a causa de alguna peste o, en el caso de Adelia, el nacimiento de un niño.

En alguna época había sido distinto. Durante la guerra de Esteban y Matilda las noticias que iban y venían eran vitales para saber por anticipado —con la esperanza de escapar— qué ejército del rey, la reina o alguno de sus vasallos podía llegar a hollar los cultivos. Y, dado que buena parte de la destrucción había tenido lugar en los pantanos, Gyltha había estado al tanto de todo lo concerniente a la política.

Pero de aquel terrible periodo había surgido —como un rey de cuento de hadas— un gobernante Plantagenet que había instaurado la paz y la ley y había llevado prosperidad a Inglaterra. Las guerras —si las había— se llevaban a cabo en el extranjero, bendita sea la Madre de Dios.

La esposa que Enrique había llevado consigo al trono también había surgido de un cuento de hadas especialmente colorido. No se trataba de una tímida princesa virgen. Leonor era la heredera más importante de Europa, una personalidad brillante que había gobernado por sí misma el Ducado de Aquitania antes de casarse con el sumiso y devoto rey Luis de Francia. Un hombre aburrido, tanto que el matrimonio había terminado en divorcio. En aquel momento, Enrique Plantagenet —un joven de diecinueve años— había entrado en escena para cortejar a la bella Leonor —que tenía entonces treinta— y casarse con ella, con lo cual se había apoderado de sus vastos feudos y se había convertido en gobernante de una parte del territorio de Francia más grande que aquella que pertenecía al ofendido rey Luis.

Las historias sobre Leonor eran innumerables y escandalosas: había marchado con Luis a la Cruzada, con una compañía de amazonas que cabalgaban con los senos desnudos. Había sido amante de su tío Raymond, príncipe de Antioquía. Había hecho muchas cosas… Pero si sus nuevos súbditos ingleses esperaban entretenerse con anécdotas indecorosas, se decepcionaron. A lo largo de una década, Leonor desapareció silenciosamente del primer plano y cumplió sus deberes de reina y esposa, dándole a Enrique cinco hijos y tres hijas.

Tal como se esperaba de un rey saludable, Enrique tuvo otros hijos con otras mujeres. ¿Existía acaso algún gobernante que no lo hiciera? Leonor, aparentemente, los había tomado con naturalidad, e incluso había educado al joven Geoffrey —uno de los hijos que su esposo había tenido con una prostituta— junto con los hijos legítimos, en la corte del rey.

Por lo tanto, fue un matrimonio feliz… a la manera en que suele serlo un matrimonio.

Hasta que…

¿Qué había causado la fractura? ¿La llegada de la joven y hermosa Rosamunda, la «favorita» entre las mujeres de Enrique? Sin duda su relación con ella se había convertido en una leyenda, había inspirado una canción. Él la adoraba, la llamaba
Rosa mundi
, la Rosa del Mundo, la había ocultado en una torre cercana a su coto de caza en Woodstock, en medio de un laberinto, para que ningún otro hombre pudiera encontrar el camino hacia ella.

La pobre Leonor tenía más de cincuenta años, ya no podía concebir más hijos. ¿Los celos producto de la menopausia habían sido la causa de su furia? Porque, sin duda había sentido rabia suficiente para incitar a su hijo mayor, el joven Enrique, a rebelarse contra su padre. Más de una reina había muerto por mucho menos. En realidad, era asombroso que su esposo no hubiera ordenado su ejecución en lugar de condenarla a un incómodo encierro.

En fin, si bien era agradable especular acerca de estos asuntos, habían sucedido mucho tiempo antes. Los pecados que habían motivado el encarcelamiento de la reina Leonor habían tenido lugar en Aquitania o en Anjou, o en Vexin, uno de aquellos países extranjeros que también gobernaba la casa real de los Plantagenet. La mayoría de los ingleses no podía asegurar de qué manera la reina había ofendido a su esposo. Gyltha, ciertamente, no lo sabía. No le importaba demasiado. Tampoco a Adelia.

Súbitamente se oyó un grito desde la alcoba.

—¿Está aquí? ¿Ella lo ha traído aquí?

Ya despojado de su túnica, el obispo tenía un aspecto más joven y delgado. Se detuvo en el arco de la puerta, miró a su alrededor y luego, a grandes zancadas, fue hacia la cesta que estaba sobre la mesa.

—¡Dios, Dios mío! —exclamó.

«Atreveos. Atreveos a preguntar quién es el padre», pensó Adelia.

Pero el obispo miraba hacia abajo con el mismo asombro con que la hija del faraón había mirado a Moisés entre los juncos.

—¿Es él? Por Dios, es igual a mí.

—Ella —dijo Gyltha—. Ella es igual a vos.

Adelia advirtió que, como sucedía habitualmente con los chismes de la Iglesia, le habían dicho sin demora que ella había dado a luz a su hijo, pero no habían mencionado su sexo.

—Una hija. —Rowley la sacó de la cesta y la sostuvo en alto. La niña se despertó parpadeando y emitió un grito de alegría—. Cualquier tonto puede tener un hijo —afirmó—, pero se necesita un hombre para concebir una hija.

He aquí por qué Adelia lo había amado.

—¿Quién es la niñita de su papá? La que tiene los ojos como el aciano. Así son, sí, como los de su papá. Y los dedos del pie muy pequeñitos. Yum, yum, yum. ¿Le gusta esto? Claro que sí.

Adelia nada podía hacer, pero no pasaba por alto que el padre Paton observaba la escena. Habría querido decirle a Rowley que estaba dando rienda suelta a sus emociones: ese deleite no era propio de un obispo. No obstante, era razonable suponer que un secretario tenía acceso a todos los secretos de su amo y, de todos modos, ya era demasiado tarde.

El obispo levantó la vista.

—¿Será calva? ¿La pelusa que tiene en la cabeza crecerá? ¿Cómo se llama?

—Allie —dijo Gyltha.

—Un nombre árabe.

—¿Por qué no? —preguntó Adelia a la defensiva, pero lista para atacar—. Los árabes enseñaron astronomía a todo el mundo. Es un hermoso nombre, significa «La Radiante».

—No estoy diciendo que no sea hermoso. Es solo que yo la habría llamado Ariadna.

—Pero no estabais cuando nació —dijo Adelia con dolorida crueldad.

Ariadna, así la llamaba él en la intimidad.

Se habían conocido en el mismo camino, en el mismo momento en que ella conoció al prior Geoffrey. Aunque entonces no lo sabían, perseguían el mismo objetivo. Rowley Picot era, en apariencia, uno de los recaudadores de impuestos de Enrique. Pero secretamente cumplía un encargo del rey: descubrir a la bestia que estaba matando a los niños de Cambridgeshire y, por lo tanto, perjudicando las rentas de la corona. Más allá de su voluntad, ambos se encontraron siguiendo las mismas pistas. Como Ariadna, ella lo había conducido a la guarida de la bestia. Como Teseo, él la había rescatado.

Y luego, como Teseo mismo, la había abandonado.

Adelia sabía que era injusta. Sir Rowley le había pedido, le había rogado que se casara con él, pero por aquella época el rey, a modo de premio, lo había designado para ocupar un cargo que necesitaba de una esposa dedicada a él, sus hijos, sus propiedades: la convencional señora de la casa en lugar de una mujer que no quería ni podía abandonar sus deberes para con los vivos y los muertos.

Pero no podía perdonar que Rowley hubiera hecho lo que ella le pidió: que la abandonara, se alejara, la olvidara, aceptara el próspero obispado que el rey le ofrecía.

«Merece el castigo divino. Al menos, habría podido escribirme», se dijo.

—Bien, ya la habéis visto. Ahora nos marchamos.

—¿Nos marchamos? —preguntó Gyltha—. ¿No vamos a cenar?

—No. —Desde el primer momento, Adelia había buscado la oportunidad de atacar, y la había encontrado—. Si alguien ha tratado de dañar a la tal Rosamunda Clifford, lo siento, pero no es asunto mío.

Dicho lo cual, atravesó la habitación para recuperar a su bebé. Al hacerlo se acercó a Rowley lo suficiente para percibir que de él emanaba olor a incienso —había celebrado misa— y que estaba impregnando a su hija. Los ojos de ese hombre ya no eran los de Rowley, sino los de un obispo: muy cansados por haber viajado desde Oxford, y muy serios.

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