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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (8 page)

No obstante, Adelia pensó que en aquella época era más joven.

—No te preocupes por Rowley; él no parece preocupado por ninguno de… —El carruaje se sacudió. Con la mano derecha Adelia se aferró a la estructura y con la izquierda sostuvo a su bebé para evitar que la sacudida las arrojara de un lado a otro. El farol dio un giro de ciento ochenta grados. Gyltha saltó para apagar la vela y evitar que se prendiera la capota—… nosotros —terminó su frase Adelia.

En la oscuridad, oyeron al padre Paton: desde un rincón rezaba pidiendo que lo rescataran de allí. Entretanto, fuera, sonoras maldiciones en árabe llovían sobre los caballos que se negaban a tirar del carruaje. La plegaria o los exabruptos dieron resultado. Después de otra sacudida chirriante, el coche siguió su camino.

—Rowley recuerda la guerra entre Matilda y Esteban —dijo Gyltha, continuando con la conversación—. Es un jovenzuelo comparado conmigo, pero nació en la época de la guerra y sus padres seguramente la vivieron, igual que yo. El rey Esteban murió tranquilamente en su cama. Y la reina Matilda todavía está saludable. Pero la guerra… no fue así para nosotros, los plebeyos. Moríamos sin parar. Era como…, como si nos hubieran lanzado al aire y estuviéramos allí suspendidos, sin tener a qué agarrarnos. No había leyes, nada. A mi padre un día lo arrancaron de sus tierras para construir el castillo de Hugh Bigod. Nunca regresó. Pasaron tres años hasta que supimos que una piedra lo había aplastado al caer. Casi morimos de hambre sin él.

Adelia oyó un profundo suspiro, que más parecía un infinito lamento. Pensó cuánto decían las frases simples de Gyltha.

—Perdimos a nuestra Em. Era mayor que yo, tenía casi once años. Llegaron unos mercenarios y mamá salió a toda prisa con mis hermanos y conmigo, para ocultarnos en el pantano, pero atraparon a Em. Gritaba mientras se alejaban al galope con ella, todavía puedo oírla. Nunca supimos qué sucedió. Em tampoco regresó.

Adelia ya la había oído hablar sobre la guerra que había durado trece años, pero solo en términos generales, nunca de esa manera. Esa mujer, ya anciana, que había sido testigo de aquel caos, evocaba fantasmas que aún le causaban dolor. El feudalismo era cruel con aquellos que ocupaban el lugar más bajo en la escala social, pero al menos les brindaba protección. Adelia, que había crecido rodeada de protección y privilegios, supo entonces qué ocurría cuando el orden se desintegra y la civilización desaparece junto con él.

—Rogar a Dios tampoco servía. Él no escuchaba.

Gyltha dijo que los hombres habían dado rienda suelta a sus más bajos instintos. Los muchachos de los pueblos, razonablemente decentes cuando estaban bajo control, vieron que ese control desaparecía y se transformaron en ladrones y violadores.

—Pueden decir muchas cosas de Enrique Plantagenet, pero cuando él se convirtió en rey, todo aquello terminó, tú misma puedes verlo. Terminó, volvimos a pisar tierra firme. Los cultivos crecieron como antes, el sol volvió a salir por la mañana y a ponerse por la noche, como debe ser.

—Entiendo —dijo Adelia.

—Pero no puedes saber lo que era aquello verdaderamente —respondió Gyltha—. Rowley sí puede. Su padre y su madre eran plebeyos y vivieron lo mismo que yo. Él moverá montañas para que no suceda otra vez. Para que mi Ulf, bendito sea, pueda ir a la escuela con la barriga llena, y para que nadie lo destripe. ¿Viajar un poco? ¿Unos copos de nieve? ¿Qué es eso en comparación con lo que pasamos?

—He estado pensando solo en mí, ¿verdad? —dijo Adelia.

—Y en la niña —agregó Gylta, acercándose para darle una palmadita—. Y diría que muy poco en el obispo. Yo lo seguiré a donde vaya y me sentiré feliz de poder ayudarlo.

Gyltha elevaba su empresa a un nivel que avergonzaba a Adelia y la enfrentaba con su propio resentimiento. Aun así, ella no podía dar crédito al razonamiento que los había llevado a hacer lo que estaban haciendo. No obstante, si el obispo —que sí podía— estaba en lo cierto y de ese modo ellos lograban evitar la guerra civil, también ella debía sentirse feliz de dar lo mejor de sí.

«Y me siento feliz —pensó, haciendo un mohín—. Ulf está a salvo, en la escuela. Gyltha, Mansur y mi hija están conmigo. Me alegra que el obispo Rowley sea feliz con un Dios que lo ha librado de la lujuria. ¿En qué otro lugar debería estar?».

Adelia cerró los ojos y se dispuso a afrontar su destino pacientemente.

La despertó otra gran sacudida. Se habían detenido. Levantaron la capota, que dejó entrar una horrible ráfaga de viento, y pudieron ver un rostro azul con una barba de hielo. Reconoció al mensajero, lo habían alcanzado.

—¿Hemos llegado?

—Casi, señora —dijo Jacques, que parecía emocionado—. Su Ilustrísima pregunta si puede venir a ver una cosa.

La nevada había cesado. La luna brillaba en un cielo lleno de estrellas, sobre un paisaje igualmente bello. El obispo y el resto de su séquito estaban de pie junto a Mansur, al borde de un puente de piedra angosto y giboso. Sus parapetos se delineaban perfectamente en medio de la nieve. A la izquierda, el ruido de agua, oculta por la pendiente, indicaba la cercanía de un dique o un canal que hacía funcionar una noria. A la derecha se veían destellos en la superficie lisa de un río. Los árboles parecían centinelas blancos.

Cuando Adelia se acercó, Rowley le señaló algo que estaba detrás. Ella miró hacia allí y vio algunas casas.

—Es la aldea de Wolvercote —dijo el obispo. Luego hizo que diera media vuelta y la invitó a mirar al otro lado del puente, el lugar donde un conjunto de tejados impedía ver las estrellas.

—La abadía de Godstow.

Pese a que todas las ventanas que se distinguían desde allí estaban a oscuras, una luz parecía surgir de algún lugar del edificio.

Sin embargo, lo que debía observar estaba en el centro del puente. Lo primero que vio fue un caballo con montura: no se movía, la cabeza y las riendas caían hacia abajo, tenía una pata flexionada. Walt, el mozo de cuadra, estaba junto a él, palmeándole el cuello. En medio de aquella calma se oyó su voz aguda y quejumbrosa.

—¿Quién ha hecho esto? Es un buen animal. ¿Quién sería capaz de hacerlo?

Al mozo le preocupaba más el caballo que el hombre muerto que estaba tendido junto a él, con la cara contra la nieve.

—Robo y asesinato en los caminos del rey —dijo lentamente Rowley. Su aliento, como el humo, dibujó volutas en el aire—. Es mera coincidencia, no tiene relación con nuestro propósito, pero supongo que será mejor que echéis un vistazo, los cadáveres son vuestra especialidad. Tan solo os pido que sea rápido, es todo.

Tal y como Adelia le indicó, el obispo mantuvo al resto de la comitiva lejos del lugar. Solo las huellas que él mismo y el mozo de cuadra habían dejado en la nieve iban hacia el puente. Y solo las del obispo regresaban desde allí.

—Tenía que asegurarme de que el tipo estuviera muerto —explicó Rowley—. Llevad con vos a Mansur. —Luego alzó la voz—. El señor Mansur sabe reconocer las huellas que han quedado en el suelo. Dado que no sabe hablar inglés, la señora Adelia será su intérprete.

Adelia permaneció un instante en su lugar, con Mansur a su lado.

—¿Sabéis qué hora es? —preguntó ella, en árabe.

—Escuchad.

Ella se quitó la bufanda que le envolvía la cabeza. Desde el otro lado del puente surgía una dulce voz femenina, monótona, solitaria y lejana, que se distinguía con claridad del ruido de la corriente de agua. La voz hizo una pausa y se oyó la disciplinada respuesta de otras voces.

Lo que se oía era una antífona, así lo disponía el reloj de la liturgia. Las monjas de Godstow se habían levantado de la cama y estaban cantando vigilias.

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana.

—¿El mensajero llegó aquí antes? —preguntó Mansur—. Si fue así, tal vez vio algo.

—¿A qué hora llegasteis aquí, Jacques? El doctor desea saberlo.

—Aún era de día, señora. Ese pobre hombre todavía no estaba allí tendido —dijo el joven, ofendido y molesto—. Entregué el mensaje de Su Ilustrísima a las hermanas y regresé directamente por el puente para reunirme otra vez con vosotros. Cuando llegué, la luna aún no había salido, ¿no es así, Ilustrísima?

Rowley asintió.

—¿Cuándo dejó de nevar? —preguntó Adelia. Solo se veían algunos copos de nieve sobre el cadáver.

—Hace tres horas.

—Quedaos aquí.

Mansur tomó una linterna. En compañía de Adelia, fue hacia el hombre muerto y se arrodilló a su lado.

—Qué Alá sea bondadoso con él —dijo.

Tal como su padre adoptivo le había enseñado, Adelia dedicó un momento a hablar con el espíritu del muerto que ahora estaba en sus manos.

—Permitid que vuestra carne y vuestros huesos me digan lo que vuestra voz no puede decir.

El hombre yacía boca abajo, en una posición demasiado discreta para alguien que ha caído de un caballo: las piernas rectas, los brazos extendidos por encima de la cabeza, la capa y la túnica le cubrían los glúteos. A unos pasos del cuerpo estaba el sombrero. Al igual que la ropa, era de lana de buena calidad, aunque algo gastado; la gallarda pluma de faisán se había quebrado.

Adelia hizo un gesto a Mansur. Él levantó suavemente el ondulado pelo castaño que cubría la nuca para palpar la piel. Meneó la cabeza. La había ayudado a trabajar con una cantidad de cadáveres suficiente para saber que sería imposible estimar la hora de la muerte. El cuerpo estaba congelado: había comenzado a helarse en el mismo instante en que la vida lo había abandonado, y seguiría helado durante largo tiempo, retrasando los procesos naturales.

—Hmm…

Adelia y Mansur dieron la vuelta diestramente al cadáver. Dos ojos castaños, entreabiertos, miraron al cielo con indiferencia. Mansur presionó los párpados helados para cerrarlos.

Era un joven de veinte o veintiún años, tal vez menos. La gruesa flecha de ballesta había penetrado profundamente en su pecho, probablemente se había hundido más debido a la caída. Mansur sostuvo el farol para que Adelia pudiera examinar la herida. Se veía sangre a su alrededor y solo unas pocas manchas sobre la nieve en el espacio que había quedado vacío al girar el cuerpo.

Ella guio la mano de Mansur para que el farol iluminara el cuello del cadáver.

—Bueno…

Aún conservaba una espada envainada sujeta a un cinto. En la hebilla de plata pulida se veía grabado un emblema, el mismo que había sido bordado en el monedero abierto y vacío.

—Venid aquí, doctor. Podréis ocuparos de esto cuando lo llevemos al convento —gritó Rowley.

—Silencio —le respondió Adelia, en árabe. El obispo no les había dado respiro durante todo el trayecto desde Cambridge. Ahora podía esperar. Allí había algo raro. Tal vez por ese motivo Rowley le había pedido que investigara. Si bien una parte de su mente estaba por completo concentrada en otro crimen, otra parte había advertido las anomalías que había allí mismo.

Se oyó la angustiosa súplica de Walt, el mozo de cuadra.

—Este pobre animal está sufriendo mucho, Ilustrísima. No podemos hacer nada por él. Es hora de terminar con esto.

—¿Doctor?

—¿No podéis esperar?

Con irritación, Adelia se puso de pie y se dirigió al lugar donde estaban el caballo y el mozo, observando el suelo mientras caminaba.

—¿Qué le ocurre?

—El tendón de la corva está cortado. Algún cerdo impío lo cortó —afirmó Walt, señalando un corte en la pata del caballo, arriba de la articulación del tarso—. ¿Lo veis? Es deliberado.

Allí la nieve estaba ensangrentada y negra, lo que indicaba que el animal se había revolcado en ella tratando de incorporarse con sus tres patas sanas.

—¿Es posible curarlo? —preguntó Adelia. Todo lo que sabía acerca de caballos se limitaba a distinguir la cabeza de la cola.

—Se ha lisiado. —La ira de Walt aumentaba por verse en la obligación de responder a una mujerzuela como ella.

Adelia regresó junto a Mansur.

—Es necesario matar al animal.

—Aquí no —dijo el árabe—. El cuerpo no permitiría pasar por el puente.

Los puentes eran vitales. Todo el peso de la ley caía sobre aquellos que no los reparaban o causaban daños que impedían utilizarlos, se consideraba una actitud hostil que causaba grandes daños a la economía local.

—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Rowley, acercándose al médico y su ayudante.

—Aquí algo está mal —respondió Adelia.

—Sí, alguien robó y mató a este pobre hombre. Lo sé. Debemos llevarlo con nosotros y seguir nuestro camino.

—No, es más que eso.

—¿Qué es entonces?

—¡Necesito tiempo! —gritó ella. Luego, comprendiendo la situación, agregó—: El doctor necesita tiempo.

El obispo resopló.

—¿Por qué le pedí que viniera? Señor, dadme una respuesta. En fin, al menos podemos ocuparnos del caballo.

• • •

Adelia insistió en ir delante, guiando lentamente a Walt y al animal lisiado hacia el otro lado del puente. Junto a ella, Mansur sostenía el farol para que la luz iluminara el terreno mientras avanzaban.

Todo lo que no era blanco, era negro: huellas de botas, de cascos, demasiado mezcladas para distinguirlas. Donde el puente volvía a unirse con el camino, cerca de la gran fortificación del convento, se había desarrollado una gran actividad. Se veía mucha sangre.

Mansur señaló algo.

—Oh, bien hecho —dijo Adelia. A la sombra de las frondosas ramas de roble que caían sobre el muro del convento se distinguían huellas claras que conducían a otras, escribiendo una historia para aquellos que sabían leerla.

—Bien, bien… Interesante.

Detrás de ella, el obispo y el mozo de cuadra tranquilizaban al caballo, que cojeaba torpemente mientras ellos decidían en qué lugar debían dejarlo. Tal vez a las monjas les interesara el animal, podrían comerlo. Pero sería arduo descuartizar y desollar con ese clima. Era mejor ir hasta el lugar donde el muro del convento se internaba en un bosque, cortarle la garganta y dejarlo entre los árboles.

—Si lo quieren, pueden ir a buscarlo allí más tarde.

—Dudo que para entonces quede algo, Ilustrísima. No solo los seres humanos aprecian la carne de caballo.

Walt le quitó el lazo. Había un hato sujeto a la montura, protegido por una tela encerada.

—Hop, vamos, hermosura, hop. —Murmurando suaves onomatopeyas equinas, el mozo guio al caballo hacia la espesura.

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