El ladrón de meriendas (10 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

—El paquete con el material impreso, ¿lo envió usted a su casa o al despacho?

—Me pidió encarecidamente que se lo enviara al despacho, y lo hice en un día impar de la semana. No recuerdo el día exacto, pero, si quiere...

—No importa.

—La factura, en cambio, se la he enviado a la señora, pues ahora es muy difícil que el señor Lapecora tenga ocasión de pasarse por el despacho, ¿no le parece?

Y se rió.

* * *

—Aquí tiene su café, señor comisario —dijo el barman del café Albanese.

—Dime una cosa, Toto. ¿El señor Lapecora venía aquí algunas veces con los amigos?

—Claro. Todos los martes. Charlaban, jugaban a las cartas... Eran siempre los mismos.

—Dime sus nombres.

—Vamos a ver, estaban el contable Pandolfo...

—Espera. Dame la guía telefónica.

—¿Y por qué lo quiere llamar? Es aquel señor mayor que está sentado junto a aquella mesa, tomando un granizado.

Montalbano cogió su taza de café y se acercó al contable.

—¿Me puedo sentar?

—Faltaría más, comisario.

—Gracias. ¿Nos conocemos?

—Usted a mí, no, pero yo a usted, sí.

—Señor contable, ¿usted jugaba habitualmente con el difunto?

—¡Habitualmente! Jugaba con él sólo el martes. Porque, verá usted, los lunes, miércoles y...

—Viernes iba al despacho —dijo Montalbano, terminando por él la consabida letanía.

—¿Qué desea saber?

—¿Por qué razón quería el señor Lapecora reanudar sus actividades comerciales?

El contable pareció sorprenderse sinceramente.

—¿Reanudar? Pero ¿qué dice? A nosotros no nos había dicho nada. Todos sabíamos que iba al despacho por costumbre, para pasar el rato.

—¿Y le habló de la asistenta, de una tal Karima que iba a hacer la limpieza del despacho?

Un destello de la pupila, un imperceptible titubeo que habría pasado inadvertido si Montalbano no lo hubiera estado apuntando con sus ojos.

—¿Y por qué razón me hubiera tenido que hablar de la asistenta?

—¿Usted conocía bien a Lapecora?

—¿Y a quién se conoce bien? Hace unos treinta años, yo vivía en Montelusa y tenía un amigo muy inteligente, simpático, bien dispuesto y equilibrado. Tenía todas las cualidades. Y, por si fuera poco, era muy generoso, un auténtico ángel. Una noche su hermana dejó a su cuidado a su único hijo, no tenía ni seis meses. Quería que se lo cuidara dos horas como máximo. En cuanto su hermana se fue, él cogió un cuchillo, descuartizó al chiquillo y se hizo un caldo con él, con una pizca de perejil y un diente de ajo. No crea que es una broma. Aquel mismo día yo había estado con él y lo había visto como siempre, inteligente y amable. Volviendo al pobre Lapecora: pues sí, lo conocía lo bastante, por ejemplo, como para haberme dado cuenta de que, de dos años a esta parte, había cambiado mucho.

—¿En qué sentido?

—Pues, no sé cómo decirle, estaba nervioso, no se reía, más bien se mostraba agresivo y armaba jaleo a la menor ocasión. Y antes no lo hacía.

—¿Tiene usted idea de cuál era el motivo?

—Un día se lo pregunté. Era un problema de salud, me contestó, un principio de arteriosclerosis, eso le había dicho el médico...

Lo primero que hizo al llegar al despacho de Lapecora fue sentarse a la máquina de escribir. Abrió el cajón de la mesita y encontró en su interior sobres y hojas con el membrete antiguo, amarillos por el paso del tiempo. Cogió una hoja, se sacó del bolsillo el sobre que le había entregado la señora Antonietta y volvió a copiar a máquina la dirección. La prueba del nueve, de haber sido ésta necesaria. Las erres saltaban por encima de la línea, las aes quedaban un poco por debajo, la o era un puntito negro: la dirección del sobre del anónimo se había escrito con aquella máquina. Miró hacia la calle. La asistenta de la señora Vasile Cozzo, subida a una escalerita de tijera, estaba limpiando los cristales. Abrió la ventana y la llamó.

—Oiga, ¿está la señora?

—Espere —contestó la asistenta Pina, mirándolo de soslayo. Estaba claro que el comisario no le caía bien.

Bajó de la escalerita, desapareció y, al poco rato, apareció en su lugar la cabeza de la señora al nivel del alféizar. No hacía falta levantar demasiado la voz, pues la separación era inferior a diez metros.

—Disculpe, señora, pero, si no recuerdo mal, usted me dijo que algunas veces aquel muchacho, ¿se acuerda...?

—Ya sé a quién se refiere.

—Aquel joven escribía a máquina. ¿Es así?

—Sí, pero no con la del despacho. Con una portátil.

—¿Está segura? ¿No sería un ordenador?

—No, era una máquina de escribir portátil.

Pero ¿qué manera era aquélla de llevar a cabo una investigación? De pronto se dio cuenta de que él y la señora parecían un par de comadres cotilleando desde sus respectivos balcones.

Tras haber saludado a la señora Vasile Cozzo, para recuperar ante sí mismo la dignidad, dio comienzo a un minucioso registro de auténtico profesional en busca del paquete enviado por la imprenta. No lo encontró, de la misma manera que tampoco encontró una sola hoja ni un solo sobre con el nuevo membrete en inglés.

Lo habían hecho desaparecer todo.

En cuanto a la máquina de escribir portátil que el seudosobrino de Lapecora llevaba consigo en lugar de utilizar la del despacho, la explicación que se dio le pareció verosímil: Al muchacho no le servía el teclado de la vieja Olivetti. Estaba claro que necesitaba un alfabeto distinto.

Ocho

Al salir del despacho, subió a su automóvil y se dirigió a Montelusa. Cuando llegó a la Jefatura de la Policía Judicial, preguntó por el capitán Aliotta, que era amigo suyo. Lo hicieron pasar enseguida.

—¿Cuánto tiempo hace que no salimos una noche juntos? No sólo te lo reprocho a ti, sino también a mí mismo —dijo Aliotta, abrazándolo.

—Perdonémonos mutuamente y procuremos remediarlo cuanto antes.

—De acuerdo. ¿Te puedo servir en algo?

—Pues sí. ¿Quién era aquel sargento primero que el año pasado me facilitó unas valiosas informaciones acerca de un supermercado de Vigàta? Aquel asunto de tráfico de armas, ¿recuerdas?

—Cómo no. Se llama Laganà.

—¿Podría hablar con él?

—¿De qué se trata?

—Tendría que ir a Vigàta media jornada como máximo, por lo menos eso creo. Se trata de examinar los expedientes de una empresa, cuyo propietario era el hombre que asesinaron en el ascensor.

—Ahora mismo lo llamo.

El sargento era un fornido cincuentón con el cabello cortado a cepillo y gafas de montura dorada. A Montalbano le cayó bien enseguida.

Le explicó detalladamente lo que quería de él y le entregó las llaves del despacho. El sargento primero consultó el reloj.

—Hacia las tres de la tarde puedo bajar a Vigàta, si al señor capitán le parece bien.

Para su tranquilidad, al terminar de conversar con Aliotta, el comisario llamó a su despacho, en el que no había puesto los pies desde la tarde de la víspera.


Dottori
, ¿es usted mismo?

—Catarè, yo siempre soy yo. ¿Ha habido alguna llamada?

—Sí, señor. Dos para el
dottori
Augello, una para...

—¡Catarè, me importan un carajo las llamadas de los demás!

—¡Pero si usted me lo acaba de preguntar hace un momento!

—Catarè, ¿ha habido llamadas para mí que soy yo mismo?

Puede que, adaptándose al lenguaje, consiguiera recibir una respuesta sensata.

—Sí,
dottori
. Una. Pero no se entendió.

—¿Qué significa eso de que no se entendió?

—Que no entendí nada. Pero debía de ser un pariente.

—¿De quién?

—De usted, comisario. Lo llamaba por su nombre, decía: Salvo, Salvo.

—¿Y después?

—Se quejaba como si le doliera algo, decía: Ay, ay, cha, chao.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer vieja,
dottori
.

¡Aisha! Salió disparado y se olvidó de despedirse de Aliotta.

Sentada delante de la casa, Aisha lloraba, trastornada. No, Karima y François no habían aparecido, el motivo de que lo hubiera llamado era otro. Se levantó y lo hizo pasar al interior de la casa. La habitación estaba patas arriba, habían reventado incluso el colchón. ¿A que se habían llevado la libreta a la vista? No, eso no lo habían encontrado, fue la tranquilizadora respuesta de Aisha.

En el piso de arriba donde vivía Karima, la situación era todavía peor: habían levantado algunos ladrillos del suelo; un juguete de François, un camioncito de plástico, estaba roto en pedazos. Las fotografías habían desaparecido, incluso las que mostraban la mercancía de Karima. Menos mal, pensó el comisario, que se había llevado algunas. Pero tenían que haber armado un jaleo espantoso. ¿Adónde había huido Aisha entre tanto? No había huido, le explicó la vieja, pero la víspera se había ido a ver a una amiga a Montelusa. Se le hizo tarde y se quedó a dormir allí. Fue una suerte: si la hubieran encontrado en casa, seguro que la estrangulan. Debían de tener las llaves, pues las cerraduras no habían sido forzadas. Sólo querían llevarse las fotografías, querían que de Karima no quedara ni siquiera el recuerdo de cómo estaba hecha.

Montalbano le dijo a la vieja que preparara sus cosas, que él mismo la acompañaría a casa de su amiga de Montelusa. Debería permanecer unos cuantos días allí por prudencia. Aisha accedió tristemente. El comisario le indicó por señas que, mientras ella se preparaba, él aprovecharía para acercarse al estanco más próximo, cuestión de diez minutos como máximo.

Poco antes de llegar al estanco, vio delante de la escuela primaria de Villaseta a un grupo de madres que gesticulaban y de niños que lloraban. Dos guardias municipales de Vigàta, pero destacados en Villaseta, a los que Montalbano conocía, estaban sufriendo un asedio. El comisario pasó de largo y se compró los cigarrillos, pero, a la vuelta, su curiosidad fue más fuerte. Se abrió paso con su autoridad, aturdido por los gritos.

—¿A usted también lo han molestado por esta idiotez? —le preguntó asombrado uno de los guardias.

—No, pasaba casualmente por aquí. ¿Qué ocurre?

Las madres, que habían oído la pregunta, contestaron a coro, por lo que Montalbano no se enteró de nada.

—¡Silencio! —gritó.

Las madres se callaron, pero los chiquillos, aterrorizados, arreciaron en su llanto.

—Comisario, es para reírse —dijo el mismo guardia de antes—. Al parecer, desde ayer por la mañana hay un chaval que asalta a los demás chavales que van a la escuela, les roba la comida y se va corriendo. Esta mañana también ha ocurrido lo mismo.

—Mire, mire —terció una madre, mostrándole a Montalbano a un niño con los ojos hinchados a causa de los tortazos—. Mi hijo no le quiso dar la tortillita y él la emprendió a golpes con mi hijo. ¡Fíjese el daño que le ha hecho!

El comisario se agachó y acarició la cabeza del niño.

—¿Cómo te llamas?

—Ntonio —contestó el niño, enorgulleciéndose de haber sido elegido.

—¿Tú conoces a ese que te robó la tortillita?

—No, señor.

—¿Alguien lo ha reconocido? —preguntó el comisario, levantando la voz.

Le contestó un coro de noes.

Montalbano volvió a agacharse a la altura de Ntonio.

—¿Qué te dijo para hacerte comprender que quería tu merienda?

—Hablaba muy raro. No lo entendí. Entonces me quitó la cartera y la abrió. Yo quería que me la devolviera, pero él me pegó dos bofetones, cogió el bocadillo de pan con tortilla y se fue corriendo.

—Que sigan las investigaciones —ordenó Montalbano a los dos guardias municipales, haciendo un esfuerzo por mantener la cara muy seria.

En tiempos del dominio musulmán en Sicilia, cuando Montelusa se llamaba Kerkent, los árabes habían construido en las afueras del pueblo un barrio para ellos solos. Cuando los musulmanes huyeron derrotados, sus casas fueron ocupadas por los montelusanos y el nombre del barrio se sicilianizó en Rabatu. En la segunda mitad de este siglo, un corrimiento de tierras se lo había tragado. Las pocas casas que habían quedado estaban dañadas y torcidas y se mantenían en absurdos y precarios equilibrios. Los árabes, que esta vez habían regresado en plan de pobres, las habían vuelto a ocupar, colocando en lugar de las tejas trozos de chapa, y, en lugar de las paredes, tabiques de cartón.

Allí acompañó Montalbano a Aisha con su miserable fardo. La vieja, que lo seguía llamando tío, lo quiso abrazar y besar.

Eran las «tres» de la tarde y Montalbano, que aún no había tenido tiempo de comer, notó que se le revolvían las tripas a causa del hambre. Fue a la
trattoría
San Calogero y se sentó.

—¿Queda todavía algo para comer?

—Para usía, siempre.

En aquel preciso instante, se acordó de Livia. Se le había ido por completo de la cabeza. Corrió al teléfono, buscando febrilmente una excusa. Livia le había dicho que llegaría a la hora de comer. Debía de estar furiosa.

—Livia, cariño:

—Acabo de llegar ahora mismo, Salvo. El avión ha salido con un retraso de dos horas y no nos han dado ninguna explicación. ¿Estabas preocupado, amor mío?

—Claro que estaba preocupado —mintió Montalbano sin rubor, aprovechando que las circunstancias le eran favorables—. He estado llamando a casa a cada cuarto de hora y no contestaba nadie. Hace un rato decidí llamar al aeropuerto de Punta Raisi y me dijeron que el vuelo había llegado con dos horas de retraso. Y, finalmente, me he podido tranquilizar.

—Perdona, cariño, pero no ha sido culpa mía. ¿Cuándo vuelves?

—Livia, por desgracia, no podré volver enseguida. Estoy en plena reunión en Montelusa y aún tardaré por lo menos una hora. Después me reuniré corriendo contigo. Ah, oye, esta noche vamos a cenar a casa del jefe superior.

—¡Pero si no he traído nada de ropa!

—Irás en vaqueros. Mira en el horno o el frigorífico, seguro que Adelina habrá preparado algo.

—No, te espero y comemos juntos.

—Yo ya me he arreglado con un bocadillo. No tengo apetito. Hasta luego.

Regresó a la mesa, donde lo esperaba aproximadamente medio kilo de crujientes salmonetes fritos.

Cansada del viaje, Livia se había acostado. Montalbano se desnudó y se tumbó a su lado. Se besaron y, en determinado momento, Livia se apartó y empezó a olfatearlo.

—Huelo a fritura.

—Claro. Como que me he pasado media hora interrogando a un tío en una freiduría.

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