Montalbano apagó el televisor.
El nerviosismo que le había provocado la genial idea de Jacomuzzi no daba señal de calmarse. Sentado en la pequeña galería que daba a la playa, contemplando el mar bajo el claro de luna, se fumó tres cigarrillos seguidos. Puede que la voz de Livia lo calmara lo suficiente para poder acostarse y conciliar el sueño.
—Hola, Livia, ¿cómo estás?
—Así, así.
—Yo he tenido un día fatal.
—¿De veras?
¿Qué demonios le ocurría a Livia? De pronto recordó que la llamada de la mañana no había terminado bien.
—Te llamo para pedirte perdón por mi grosería. Y no sólo por eso. Si supieras cuánto te echo de menos...
Tuvo la sensación de que se estaba pasando.
—¿De veras me echas de menos?
—Sí, muchísimo.
—Mira, Salvo, el sábado por la mañana tomo el avión y, antes del almuerzo, estoy en Vigàta.
Se aterrorizó, sólo le faltaba Livia.
—No, cariño, es mucha molestia...
Livia, cuando se le metía algo en la cabeza, era peor que una calabresa. Había dicho que llegaba el sábado por la mañana y llegaría el sábado por la mañana. Montalbano pensó que al día siguiente tendría que llamar al jefe superior. ¡Adiós pasta al
nìvuro di sìccia
!
Hacia las once de la mañana, y dado que en la comisaría no estaba ocurriendo nada, Montalbano se dirigió con aire cansino a la calle Salita Granet. La primera tienda de la calle era una panadería que llevaba seis años allí. El panadero y su aprendiz se habían enterado de que un señor que tenía el despacho en el número 28 había sido asesinado, pero ellos no lo conocían, jamás lo habían visto. No era posible, por lo que Montalbano insistió en hacerles preguntas poniendo cada vez más cara de policía hasta que, al final, se dio cuenta de que, para ir de su casa al despacho, el señor Lapecora, recorría el otro tramo de la calle. Y, en efecto, en la tienda de ultramarinos del 26, vaya si conocían al pobre señor Lapecora. También conocían a la tunecina, ¿cómo se llamaba?, Karima, una mujer muy guapa; el propietario y sus empleados intercambiaron miradas y sonrisitas. Bueno, no podían poner la mano en el fuego, pero usted comprenderá, señor comisario, una chica tan guapa, sola en casa con un hombre como el pobre señor Lapecora, que estaba muy bien para su edad... Sí, tenía un sobrino, un muchacho arrogante y presumido que a menudo dejaba el coche pegado a la entrada de la tienda, y una vez la señora Micciche, que pesa ciento cincuenta kilos, se quedó atascada entre el automóvil y la entrada de la tienda... No, la matrícula, no. Si hubiera sido como antes, que PA significaba Palermo y MI, Milán, la cosa habría sido distinta.
La tercera y última tienda de Salita Granet era un establecimiento de electrodomésticos. El propietario, el señor Angelo Zircone, tal como decía el rótulo, estaba sentado detrás del mostrador, leyendo el periódico. Claro que conocía al pobrecillo, su tienda llevaba diez años allí. Cuando el señor Lapecora pasaba, en los últimos años sólo los lunes, miércoles y viernes, siempre lo saludaba. Una bellísima persona. Sí, también veía a la tunecina, una mujer muy guapa. Y, algunas veces, también al sobrino. Al sobrino y al amigo del sobrino.
—¿Qué amigo? —preguntó Montalbano, pillado por sorpresa.
Resultó que el señor Zircone había visto a aquel amigo por lo menos tres veces: llegaba con el sobrino y entraba con él en el número 28. Un chico de unos treinta años, rubiales y un poco llenito. Más no podía decir. ¿La matrícula del coche? No diga disparates. ¿Con estas matrículas que no se sabe si uno es turco o cristiano? Un BMW gris metalizado, si dijera más, mentiría.
El comisario llamó al timbre de la puerta del despacho. No abrió nadie. Estaba claro que Galluzzo, al otro lado de la puerta, no sabía lo que tenía que hacer.
—Soy Montalbano.
La puerta se abrió inmediatamente.
—La tunecina aún no ha aparecido —dijo Galluzo.
—Ni aparecerá. Tenías razón tú, Gallù.
El agente bajó la mirada, confuso.
—¿Quién reveló la noticia?
—El
dottore
Jacomuzzi.
Para distraerse, Galluzzo se había organizado. Se había apoderado de un montón de ejemplares atrasados del suplemento del viernes del periódico «La Repubblica», que el señor Lapecora guardaba cuidadosamente en uno de los estantes de la biblioteca, el que tenía menos carpetas, y los había esparcido sobre el escritorio en busca de páginas en las que aparecieran mujeres más o menos desnudas. Después, se había cansado de mirar y había empezado a resolver los crucigramas de una amarillenta revista.
—¿Me voy a tener que pasar todo el santo día aquí? —preguntó tristemente.
—Creo que sí, ten valor. Oye, voy a aprovechar un momento el cuarto de baño del señor Lapecora.
No solía ocurrirle fuera del horario habitual; a lo mejor, el cabreo de la víspera al ver a Jacomuzzi en la televisión haciendo el indio le había alterado el ritmo de la digestión.
Se sentó en la taza del escusado, lanzó el acostumbrado suspiro de satisfacción y, en aquel preciso instante, su mente se centró en algo que había visto hacía apenas unos minutos y a lo que no había atribuido el menor interés.
Se levantó de un salto y corrió a la estancia de al lado, sujetándose con una mano los calzoncillos y los pantalones, que colgaban a media asta.
—¡Quieto! —le gritó a Galluzzo que, del susto, había palidecido como un muerto y había levantado instintivamente las manos.
Allí estaba, muy cerca del codo de Galluzzo, una «erre» negra, en negrilla, cuidadosamente recortada de alguna página de periódico. No, no de periódico, sino de revista: el papel era satinado.
—¿Qué pasa? —consiguió preguntar Galluzzo.
—Puede ser todo y puede no ser nada —contestó sibilinamente el comisario.
Se subió los pantalones, se abrochó el cinturón, dejando la bragueta abierta, y descolgó el teléfono.
—Perdone que la moleste, señora. ¿En qué fecha dice usted que recibió el primer anónimo?
—El trece de junio del año pasado.
Le dio las gracias y colgó.
—Échame una mano, Gallù. Vamos a ordenar todos los ejemplares de esta revista, a ver si falta alguna página.
Encontraron lo que buscaban: era el ejemplar del 7 de junio, el único del que se habían arrancado dos páginas.
—Sigamos —dijo el comisario.
En el ejemplar del 30 de julio faltaban dos páginas; y lo mismo ocurría en el ejemplar del 1 de septiembre.
Los tres anónimos se habían preparado allí, en aquel despacho.
—Con permiso —dijo educadamente Montalbano.
Galluzzo lo oyó cantar en el retrete.
—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Lo llamo para decirle que lo siento muchísimo, pero mañana no podré ir a cenar a su casa.
—¿Lo siente muchísimo porque no nos podremos ver o por la pasta con tinta de sepia?
—Por las dos cosas.
—Si se trata de un compromiso de trabajo, yo no puedo...
—No es un compromiso de trabajo... Lo que ocurre es que, durante sólo veinticuatro horas, vendrá a verme mi...
¿Novia? Le parecía una palabra del siglo pasado. ¿Chica? ¿Con la edad que tenían?
—¿Pareja? —apuntó el jefe superior.
—Exactamente.
—La señorita Livia Burlando debe de quererlo mucho para soportar un viaje tan largo y aburrido.
Jamás le había hablado de Livia a su superior, que oficialmente hubiera tenido que ignorar su existencia. Éste no la conocía, ni siquiera la había visto cuando él estuvo en el hospital la vez que le pegaron un tiro.
—Oiga —dijo el jefe superior—, ¿por qué no nos la presenta? Mi mujer estaría encantada. Que venga también ella mañana por la noche.
La cena del sábado ya estaba resuelta.
* * *
—¿Hablo con el señor comisario? ¿Con él personalmente?
—Sí, señora, soy yo.
—Quisiera decirle una cosa sobre el señor que asesinaron ayer por la mañana.
—¿Usted lo conocía?
—Sí y no. Jamás hablé con él. Es más, me enteré de su nombre en el telediario de anoche.
—Oiga, señora, ¿usted considera que lo que tiene que decirme es verdaderamente importante?
—Creo que sí.
—Muy bien. Pásese por la comisaría esta tarde sobre las cinco.
—No puedo.
—Entonces, mañana.
—Mañana tampoco. Soy paralítica.
—Comprendo. Voy a verla ahora mismo.
—Yo estoy siempre en casa.
—¿Dónde vive, señora?
—Salita Granet, 23. Me llamo Clementina Vasile Cozzo.
Mientras recorría el paseo para dirigirse a su cita, oyó que alguien lo llamaba. Era el jefe comisionado Marniti, sentado a una mesa del café Albanese en compañía de un oficial más joven.
—Le presento a Piovesan, capitán de la patrullera «Rayo», la que...
—Montalbano, encantado —dijo el comisario.
Pero no estaba encantado en absoluto, pues, si había conseguido quitarse de encima la historia del buque pesquero, ¿por qué seguían metiéndolo en aquel asunto?
—Tómese un café con nosotros.
—La verdad es que tengo un compromiso.
—Sólo cinco minutos.
—De acuerdo, pero sin café.
Se sentó.
—Hable usted —le dijo Marniti a Piovesan.
—Para mí, todo eso no es verdad.
—¿Qué no es verdad?
—A mí esa historia del buque pesquero me escama mucho. Recibimos el
mayday
del «Santopadre» a la una de la madrugada, nos indicaron la posición y nos dijeron que los perseguía la patrullera «Rameh».
—¿Cuál era la posición? —preguntó a regañadientes el comisario.
—Justo fuera de nuestras aguas jurisdiccionales.
—¿Y ustedes acudieron a la llamada?
—En realidad, le correspondía a la patrullera «Relámpago», que estaba más cerca.
—¿Y por qué no fue la «Relámpago»?
—Porque una hora antes se había recibido un SOS de un buque pesquero que hacía agua. A la «Relámpago» la siguió la «Trueno» y, de esta manera, un vasto sector de mar quedó desprotegido.
«Rayo, Relámpago, Trueno
: siempre hacía mal tiempo en la Marina», pensó Montalbano.
—Y, naturalmente, no encontraron ningún pesquero en apuros —dijo.
—Naturalmente. Y yo, cuando llegué al lugar, tampoco encontré ni rastro del «Santopadre» ni de la «Rameh», que, entre otras cosas, aquella noche seguramente no estaba de servicio. No sé qué quiere que le diga, pero eso me huele...
—¿A qué? —le preguntó Montalbano.
—A contrabando —contestó Piovesan.
El comisario se levantó y extendió los brazos encogiéndose de hombros.
—¿Qué podemos hacer? Los de Trapani y Mazàra nos han birlado la investigación.
Un actor consumado, Montalbano.
—¡Comisario!
¡Dottore
Montalbano!
Lo estaban llamando otra vez. ¿Habría alguna posibilidad de que llegara antes del anochecer a casa de la señora o señorita Clementina? Se volvió. Era Gallo, que lo estaba siguiendo.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada. Como lo he visto, lo he llamado.
—¿Adónde ibas?
—Me ha llamado Galluzzo desde el despacho de Lapecora. Voy a comprar unos bocadillos y le haré compañía.
El número 23 de Salita Granet estaba justo delante del número 28 y los dos edificios eran idénticos.
Clementina Vasile Cozzo era una septuagenaria muy bien vestida. Iba en silla de ruedas. El apartamento estaba impecablemente limpio y ordenado. Seguida por Montalbano, se situó muy cerca de una ventana protegida por unos visillos. Le hizo señas al comisario de que se sentara en una silla delante de ella.
—Soy viuda —explicó—, pero mi hijo Giulio se encarga de que no me falte nada. Estoy jubilada, era maestra de primaria. Mi hijo me paga una asistenta que me atiende y cuida de la casa. Viene tres veces al día, por la mañana, al mediodía y por la noche, cuando me voy a la cama. Mi nuera, que me quiere, como una auténtica hija, pasa por aquí por lo menos una vez al día, y lo mismo hace Giulio. Aparte de esta desgracia que me ocurrió hace seis años, no me puedo quejar. Oigo la radio y miro la televisión, pero, sobre todo, leo. ¿Lo ve?
Señaló dos estanterías llenas de libros.
La señora, que no señorita, eso ya se había aclarado, ¿cuándo decidiría ir al grano?
—Le he dicho todo esto para que comprenda que yo no soy una chismosa que se pasa el día observando lo que hacen los demás. Pero, de vez en cuando, una ve cosas incluso cuando no las quiere ver.
Sonó el inalámbrico que la señora tenía en una especie de repisa fijada al brazo de la silla de ruedas.
—¿Giulio? Sí, está aquí conmigo el comisario. No, no necesito nada. Hasta luego.
Miró a Montalbano sonriendo.
—Giulio no era partidario de este encuentro. No quería que me involucrara, que me entrometiera en asuntos que, según él, no son de mi incumbencia. Durante varias décadas, la gente honrada de aquí no ha hecho más que repetir que la mafia no era asunto de su incumbencia, que era cosa de ellos. Pero yo a mis alumnos les enseñaba que el «no vi nada, no sé nada» era el peor de los pecados mortales. Y ahora que me toca a mí contar lo que he visto, ¿me echo atrás?
La mujer hizo una pausa y lanzó un suspiro. A Montalbano, la señora Clementina Vasile Cozzo le gustaba cada vez más.
—Perdone, estoy divagando. Durante cuarenta años, en mi oficio de maestra, no he hecho más que hablar y hablar. Me ha quedado la costumbre. Levántese.
Montalbano obedeció como un buen colegial.
—Sitúese a mi espalda y agáchese hasta la altura de mi cabeza.
Cuando el comisario ya estaba tan cerca que casi parecía que le estuviera hablando al oído, la señora apartó el visillo.
Era como estar en el interior de la primera habitación del despacho del señor Lapecora, pues los visillos de muselina, aplicados directamente a los cristales de la ventana, eran demasiado transparentes para proteger el interior. Gallo y Galluzzo se estaban comiendo unos bocadillos que, en realidad, eran medias hogazas. En el centro, una botella de vino y dos vasos de cartón. La ventana de la señora Clementina se encontraba situada un poco más arriba que la otra y, por un curioso efecto de perspectiva; los dos agentes y los objetos de la estancia se veían ligeramente ampliados.
—En invierno, cuando encendían la luz, se veía mejor —comentó la señora, soltando el visillo.
Montalbano volvió a sentarse.