Montalbano lanzó un suspiro de alivio.
—Señora, usted lo sabe todo, ¿verdad?
—Sí, me lo ha dicho la señora Gullotta, la del apartamento de al lado —contestó la mujer, susurrándole las palabras al oído.
Al comisario la situación le pareció muy emocionante.
—O sea, que esta mañana usted no ha visto al señor Lapecora.
—Aún no he salido de casa.
—¿Dónde está su marido?
—En Fela. Enseña en el instituto. Sale con su coche a las seis y cuarto en punto.
Montalbano lamentó la brevedad del encuentro: cuanto más la miraba, tanto más le gustaba la señora Gulisano (eso decía la placa de la puerta). Como mujer que era, la joven lo comprendió y lo miró sonriendo.
—¿Puedo ofrecerle una taza de té?
—La acepto con mucho gusto —contestó Montalbano.
El niño que le abrió la puerta del apartamento de al lado debía de tener cuatro años como máximo y era tremendamente bizco.
—¿Quién eres, forastero? —le preguntó.
—Soy un policía —contestó Montalbano, sonriendo y tratando de seguirle la corriente.
—No me atraparás vivo —dijo el niño, disparándole con una pistola de agua en plena frente.
El forcejeo que se produjo a continuación fue muy breve. Mientras el niño empezaba a llorar, Montalbano, con toda la frialdad de un
killer
, le disparó a la cara, dejándolo empapado de agua.
—¿Qué pasa? ¿Quién es?
La mamá del angelito, la señora Gullotta, no tenía nada en común con la mamaíta de la puerta de al lado. Como primera medida, la señora abofeteó con fuerza a su hijo, cogió la pistola que el comisario había dejado caer al suelo y la arrojó por la ventana,
—¡Se acabó la historia!
Soltando gritos desgarradores, el niño huyó a otra habitación.
—¡La culpa es de su padre, que le compra estos juguetes! ¡Él se pasa el día fuera de casa, le importa un bledo, y yo soy la que tiene que aguantar a esta fiera! Y usted, ¿qué quiere?
—Soy el comisario Montalbano. ¿El señor Lapecora no subió, por casualidad, esta mañana a su casa?
—¿Lapecora? ¿A nuestra casa? ¿Y qué tenía que hacer aquí?
—Dígamelo usted.
—Yo a Lapecora lo conocía, pero sólo buenos días o buenas tardes, ni una sola palabra más.
—A lo mejor, su marido...
—Mi marido no se hablaba con Lapecora. Y, además, ¿cuándo lo hubiera podido hacer? Ése no está nunca en casa y le importa un pito.
—¿Dónde está su marido?
—Como ve, fuera de casa.
—Sí, pero ¿dónde trabaja?
—En el puerto. En la lonja de pescado. Se levanta a las cuatro y media de la mañana y vuelve a las ocho de la tarde. Si alguien lo ve, es un milagro.
Muy comprensiva, la señora Gullotta.
En la placa del tercer y último apartamento del quinto piso figuraba el apellido PICCIRILLO. La mujer que abrió la puerta, de unos cincuenta y tantos años y aire distinguido, estaba visiblemente alterada y nerviosa.
—¿Qué desea?
—Soy el comisario Montalbano.
La mujer apartó la mirada.
—No sabemos nada.
De repente, la cosa le olió a chamusquina. ¿Sería por aquella mujer por lo que Lapecora había subido un piso?
—Permítame entrar. Tengo que hacerle unas preguntas. La señora Piccirillo le franqueó el paso a regañadientes y lo acompañó a un agradable saloncito.
—¿Está en casa su marido?
—Soy viuda. Vivo con mi hija Luigina, que es soltera.
—Si está en casa, llámela.
—¡Luigina!
Apareció una muchacha de veintipocos años en vaqueros. Agraciada, pero muy pálida, auténticamente aterrorizada.
El olor a chamusquina se intensificó y el comisario decidió actuar a lo bestia.
—Esta mañana Lapecora ha subido a verlas. ¿Qué quería?
—¡No! —dijo Luigina casi a gritos.
—¡Se lo juro! —proclamó la madre.
—¿Qué relación mantenían ustedes con el señor Lapecora?
—Lo conocíamos de vista —contestó la señora Piccirillo.
—Nosotras no hemos hecho nada malo —lloriqueó Luigina.
—Escúchenme bien. Si no han hecho nada malo, no hay razón para que se asusten. Hay un testigo que asegura que el señor Lapecora se encontraba en el quinto piso cuando...
—Pero ¿por qué la toma con nosotras? En este rellano viven otras dos familias que...
—¡Ya basta! —estalló Luigina, presa de un ataque histérico—. ¡Basta, mamá! ¡Díselo todo! ¡Díselo!
—Muy bien, pues. Esta mañana, mi hija, que tenía que ir temprano a la peluquería, llamó al ascensor y éste llegó enseguida. Debía de estar parado en el piso de abajo, el cuarto.
—¿A qué hora?
—Las ocho, ocho y cinco. Abrió la puerta y vio al señor Lapecora sentado en el suelo. Yo, que la había acompañado, miré hacia el interior del ascensor y me pareció que el hombre estaba borracho. Aún le quedaba una botella de vino por abrir y, además..., me pareció que se había hecho sus necesidades encima. A mi hija le dio asco. Volvió a cerrar la puerta del ascensor y, cuando estaba a punto de bajar a pie, el ascensor se puso en marcha, lo habían llamado desde abajo. Mi hija es muy delicada de estómago y el espectáculo nos había trastornado a las dos. Luigina entró en casa para refrescarse un poco la cara y yo también lo hice. Cuando no habían pasado ni cinco minutos, la señora Gullotta nos vino a decir que el señor Lapecora no estaba borracho, sino muerto! Eso es todo.
—No —dijo Montalbano—. Eso no es todo.
—¿Qué quiere usted decir? ¡Le he dicho la verdad! —exclamó irritada y ofendida la señora Piccirillo.
—La verdad es ligeramente distinta y muy desagradable. Ustedes dos han comprendido inmediatamente que el hombre estaba muerto. Pero no han dicho nada, han fingido no haberlo visto tan siquiera. ¿Por qué?
—No queríamos acabar en boca de todos —reconoció derrotada la señora Piccirillo. Inmediatamente después, experimentó un arranque de energía y gritó histéricamente—: ¡Nosotras somos personas honradas!
¿Y aquellas dos personas honradas habían dejado que otro descubriera el cadáver, quizá alguien no tan honrado? ¿Y si Lapecora hubiera estado agonizando? Les había importado un bledo con tal de salvar... ¿qué? Salió dando un portazo y se topó con Fazio, que se había presentado para hacerle compañía.
—Estoy aquí, comisario. Si necesita...
De repente, se le ocurrió una idea.
—Sí, necesito. Llama a aquella puerta, hay dos mujeres, madre e hija. Omisión del deber de socorro. Llévalas a la comisaría, armando el mayor alboroto posible. Todos los vecinos del inmueble tienen que creer que las hemos detenido. Después, cuando llegue yo, las soltamos.
El contable Culicchia, que vivía en el primer apartamento del cuarto piso, en cuanto abrió la puerta, propinó un empujón al comisario y lo apartó.
—No quiero que nos oiga mi mujer —dijo, entornando la puerta.
—Soy el comisario...
—Lo sé, lo sé. ¿Me trae la botella?
—¿Qué botella? —preguntó Montalbano, contemplando perplejo la expresión de conspirador del enjuto septuagenario.
—La que estaba al lado del muerto, la botella de Corvo blanco.
—¿No era del señor Lapecora?
—¡Qué va! ¡Es mía!
—Perdone, no le entiendo. Explíquese mejor.
—Esta mañana salí a hacer la compra y, al volver, abrí el ascensor. Dentro estaba Lapecora, muerto. Me he dado cuenta enseguida.
—¿Usted llamó al ascensor?
—¿Y por qué iba a hacerlo? Ya estaba abajo.
—¿Qué hizo entonces?
—¿Qué quiere usted que hiciera, hijo mío? Tengo lesionados la pierna izquierda y el brazo derecho. Me dispararon los americanos. Llevaba cuatro bolsas, ¿tenía que subir a pie toda la escalera?
—¿Me está usted diciendo que subió con el muerto?
—¡A la fuerza! Lo malo es que, cuando el ascensor se detuvo en mi piso, que también es el del muerto, la botella de vino cayó rodando de la bolsa. Entonces hice lo siguiente: abrí la puerta de mi casa, dejé las bolsas dentro y volví a salir a recoger la botella. Pero no me dio tiempo porque alguien del piso de arriba llamó al ascensor.
—Y eso, ¿cómo puede ser? ¡Si la puerta estaba abierta!
—¡No, señor! ¡Yo la había cerrado sin darme cuenta! ¡Qué cabeza la mía! A mi edad uno ya no razona muy bien. No sabía qué hacer; si mi mujer se enteraba de que había perdido la botella, me estrangulaba. Me puede usted creer, comisario. Es capaz de cualquier cosa.
—Dígame qué ocurrió después.
—El ascensor me volvió a pasar por delante y bajó al vestíbulo. Y entonces yo decidí bajar a pie. Cuando finalmente llegué abajo a pesar de la pierna mala, vi que el guardia jurado no dejaba acercarse a nadie. Le comenté lo de la botella y él me dijo que lo comunicaría a las autoridades. ¿Usted es una autoridad?
—En cierto modo, sí.
—¿El guardia le ha dicho lo de la botella?
—No.
—Y, ahora, ¿qué hago yo? ¿Qué hago? ¡Ésa me cuenta el dinero! —se quejó el contable, retorciéndose las manos.
Desde el piso de arriba se oyeron las voces desesperadas de las Piccirillo y la autoritaria de Fazio:
—¡Bajen a pie! ¡Silencio! ¡A pie!
Se abrieron varias puertas y se oyeron preguntas en voz alta de piso en piso:
—¿A quién han detenido? ¿Han detenido a las Piccirillo? ¿Se las llevan? ¿Las meten en la cárcel?
Cuando Fazio apareció, Montalbano le entregó un billete de diez mil liras.
—En cuanto las hayas dejado en la comisaría, compra una botella de Corvo blanco y dásela a este señor.
A través del interrogatorio de los demás inquilinos, Montalbano no pudo averiguar nada importante. El único que dijo algo de cierto interés fue el maestro de primaria Bonavia, del tercer piso. Explicó al comisario que su hijo Matteo, de ocho años, cuando se disponía a ir a la escuela, se había caído y se había lastimado la nariz. Al ver que la hemorragia no cesaba, él lo había llevado a urgencias. Eran las siete y media, y en el ascensor no había ni rastro del señor Lapecora, ni vivo ni muerto.
Dejando aparte los viajes en ascensor efectuados en calidad de cadáver por el difunto, Montalbano comprendió con toda claridad que: uno, el difunto era una buena persona, pero francamente antipática; dos, lo habían matado en el ascensor, entre las siete y treinta y cinco minutos para las ocho.
Si el asesino había corrido el riesgo de que algún inquilino lo viera con el muerto en el ascensor, ello significaba que el delito no había sido premeditado sino un acto impulsivo.
No era mucho, pero el comisario reflexionó un poco al respecto. Después consultó el reloj. ¡Eran las dos! Por eso estaba tan hambriento. Llamó a Fazio.
—Yo voy a comer a Calogero. Si, entre tanto, llega Augello, mándamelo. Ah, oye: coloca a alguien de guardia delante del apartamento del muerto. Que no la deje entrar hasta que yo llegue.
—¿A quién?
—A la viuda, la señora Lapecora. ¿Las dos Piccirillo aún están allí?
—Sí,
dottore
.
—Envíalas a casa.
—¿Y qué les digo?
—«Que» las investigaciones siguen adelante. Así se cagarán de miedo estas personas tan honradas.
—¿Hoy qué le puedo servir?
—¿Qué tienes?
—De primero, lo que quiera.
—De primero no quiero nada, tengo intención de hacer una comida ligera.
—De segundo he preparado bonito con salsa agridulce y merluza con salsa de anchoas.
—¿Te has pasado a la alta cocina, Cala?
—A veces me da por ahí, me doy el capricho.
—Tráeme una buena ración de merluza. Ah, y mientras espero, sírveme un buen plato de entremeses marineros.
Le entró la duda. ¿Había dicho una comida ligera? Prefirió no responder a la pregunta y abrió el periódico. La pequeña maniobra económica que el gobierno había aprobado no sería de quince, sino de veinte mil millones de liras. Seguramente subirían algunos precios, entre ellos los de la gasolina y los cigarrillos. El paro en el sur había alcanzado unas cifras que era mejor no revelar. Los de la Liga Norte, después de la huelga fiscal, habían decidido echar a la calle a los prefectos, como primer paso hacia la independencia. Treinta jóvenes de un pueblecito de la provincia de Nápoles habían violado a una muchacha etíope, el pueblo los defendía: la negra era no sólo negra sino también puta. Un chiquillo de ocho años se había ahorcado. Detenidos tres camellos cuya edad media era de doce años. Un veinteañero se había saltado la tapa de los sesos jugando a la ruleta rusa. Un octogenario celoso...
—Aquí están los entremeses...
Montalbano se lo agradeció, unas cuantas noticias más y se le hubiera pasado el apetito. Después llegaron los ocho trozos de merluza que eran sin lugar a dudas suficientes para cuatro personas. El pescado proclamaba a gritos su alegría por el hecho de haber sido guisado como Dios manda. A través del olfato se adivinaba su perfección, merced a una cantidad apropiada de pan rallado y al delicado equilibrio entre las anchoas y el huevo batido.
Montalbano se llevó a la boca el primer bocado, pero no se lo tragó enseguida. Dejó que el sabor se difundiera dulce y uniformemente por la lengua y el paladar, y que la lengua y el paladar se dieran cuenta del regalo que se les estaba haciendo. Tragó el bocado y Mimì Augello se materializó delante de la mesa.
—Siéntate.
Mimì Augello se sentó.
—A mí también me apetecería comer.
—Haz lo que quieras. Pero no hables, te lo digo como un hermano y por tu bien, no hables por ningún motivo. Si me interrumpes mientras me como esta merluza, soy capaz de estrangularte.
—Sírvame unos espaguetis con almejas —le dijo, en modo alguno atemorizado, Mimì a Calogero, que pasaba por su lado.
—¿Solos o con salsa de tomate?
—Solos.
Mientras esperaba, Augello cogió el periódico del comisario y se puso a leer. Llegaron los espaguetis cuando, por suerte, Montalbano ya se había terminado la merluza, y se puso a observar cómo Mimì espolvoreaba abundantemente su plato con queso parmesano. ¡Qué barbaridad! ¡Hasta a una hiena, que es una hiena y se alimenta de carroña, se le hubiera revuelto el estómago ante la sola idea de un plato de espaguetis con almejas y queso parmesano por encima!
—¿Cómo te has portado con el jefe superior de policía?
—¿Qué quieres decir?
—Sólo quiero saber si al jefe superior le has lamido el culo o los cojones.
—Pero ¿qué estás diciendo?