—¿Qué horario tenía?
—De las diez a la una del mediodía, venía a comer, descansaba un poco, regresaba al despacho a las tres y media y cerraba a las seis y media.
—Y en casa, ¿qué hacía?
—Se sentaba delante del televisor y allí se quedaba.
—¿Y los días que no iba al despacho?
—También se sentaba delante del televisor.
—O sea, que esta mañana, siendo jueves, su marido se hubiera tenido que quedar en casa.
—Pues sí.
—Pero, en cambio, se vistió para salir.
—Pues sí.
—¿Tiene usted idea de adónde iba?
—No me dijo nada.
—Cuando usted salió de casa, ¿su marido estaba despierto o dormido?
—Dormido.
—¿No le parece extraño que su marido, nada más salir usted de casa, se despertara de golpe, se preparara a toda prisa y...
—Pudo recibir una llamada telefónica.
Un tanto a favor de la viuda.
—¿Su marido mantenía todavía muchas relaciones de negocios?
—¿Negocios? Hacía años que había abandonado su actividad comercial.
—Pues entonces, ¿por qué acudía habitualmente a su despacho?
—Cuando se lo preguntaba, me decía que iba para mirar las moscas. Era lo que él decía.
—Por consiguiente, señora, ¿usted dice que ayer, cuando su marido regresó a casa del despacho, no ocurrió nada anormal?
—Nada. Por lo menos, hasta las nueve de la noche.
—¿Qué ocurrió después de las nueve de la noche?
—Me tomé dos pastillas de Dormidina. Y me quedé tan profundamente dormida que, aunque la casa se hubiera derrumbado, yo no habría abierto los ojos.
—O sea, que, si el señor Lapecora hubiera recibido una llamada telefónica o una visita después de las nueve de la noche, usted no se habría enterado.
—Claro.
—¿Su marido tenía enemigos?
—No.
—¿Está segura?
—Sí.
—¿Amigos?
—Uno. El
cavaliere
Pandolfo. Se telefoneaban los martes y se iban a charlar un rato al café Albanese.
—Señora, ¿tiene usted alguna sospecha de quién puede haber...?
La señora lo interrumpió.
—Sospecha, no. Certeza, sí.
Montalbano pegó un salto en la butaca y Galluzzo dijo «¡Coño!», pero en voz baja.
—¿Y quién sería esta persona?
—¿Quién ha sido, comisario? Su amante. Se llama Karima, con ka. Una tunecina. Se reunían en el despacho los lunes, miércoles y viernes. La puta iba allí con la excusa de hacer la limpieza.
El primer domingo del año anterior había caído en día 5 y la viuda dijo que tenía grabada en la cabeza aquella fecha fatídica.
Pues bien, a la salida de la iglesia, donde había asistido a la santa misa de las doce del mediodía, se le había acercado la señora Collura, la de la tienda de muebles.
—Señora, dígale a su marido que ayer se recibió lo que esperaba.
—¿Qué esperaba?
—El sofá-cama.
La señora Antonietta dio las gracias y volvió a casa con una barrena que le perforaba la cabeza. ¿Para qué quería su marido un sofá-cama? A pesar de la curiosidad que la devoraba, no le preguntó nada a Arelio. En resumidas cuentas, el mueble jamás llegó a la casa. Dos domingos después, la señora Antonietta abordó a la propietaria de la tienda de muebles.
—¿Sabe una cosa? El color del sofá-cama desentona con la pintura de la pared.
Un disparo al azar, pero que dio de lleno en el blanco.
—Pues mire, señora, a mí me dijo que el color tenía que ser verde oscuro, como el de la tapicería.
La segunda habitación del despacho era de color verde oscuro; ¡allí había mandado llevar el sofá-cama el muy sinvergüenza!
El 13 de junio del año anterior, una fecha que también tenía grabada en la cabeza, recibió el primer anónimo. En total, le enviaron tres, entre junio y septiembre.
—¿Me los puede enseñar? —preguntó Montalbano.
—Los quemé. Yo no guardo porquerías.
Los tres anónimos, escritos con letras recortadas de periódicos siguiendo la mejor tradición, decían lo mismo: su marido, Arelio, recibía tres veces a la semana (los lunes, miércoles y viernes) a una tunecina llamada Karima, conocida como puta. La mujer iba por la mañana o por la tarde de los días impares. Algunas veces compraba los artículos que necesitaba para la limpieza en una tienda de la misma calle, pero todo el mundo sabía que se reunía con el señor Arelio para hacer guarradas.
—¿Tuvo usted ocasión de obtener... alguna prueba? —preguntó diplomáticamente el comisario.
—¿Quiere decir si permanecí al acecho para ver cuándo entraba y salía aquella guarra del despacho de mi marido?
—También.
—Yo no me rebajo a hacer esas cosas —dijo orgullosamente la mujer—. Pero las obtuve de todos modos. Un pañuelo sucio.
—¿Carmín de labios?
—No —contestó la viuda haciendo un esfuerzo, al tiempo que se ruborizaba ligeramente—. Y también unas bragas —añadió tras una breve pausa, ruborizándose todavía más.
Montalbano y Galluzzo llegaron a Salita Granet cuando los tres establecimientos de aquella corta calle ya estaban cerrados. El número 28 correspondía a un pequeño edificio de planta baja, situada tres peldaños por encima del nivel de la calle, y dos pisos. Junto al portal, había tres placas: una de ellas decía «AURELIO LAPECORA, IMPORTACIÓN-EXPORTACIÓN, PLANTA BAJA»; la segunda, «ORAZIO CANNATELLO, NOTARÍA», y la tercera, «GELO BELLINO, ECONOMISTA, SEGUNDO PISO». Entraron con las llaves que el comisario había sacado del escritorio del estudio. La primera estancia era el despacho propiamente dicho: un escritorio de gran tamaño del siglo XVIII de caoba negra; una mesita auxiliar con una máquina de escribir Olivetti de los años cuarenta, y cuatro grandes estanterías metálicas llenas a rebosar de viejos legajos. Sobre el escritorio había un teléfono que funcionaba. En el despacho había cinco sillas, pero una de ellas estaba rota y colocada boca abajo en un rincón. En la estancia de al lado... La estancia de al lado, con sus ya conocidas paredes de color verde oscuro, no parecía pertenecer al mismo local: impecablemente limpia, amplio sofá-cama, televisor, teléfono conectado con el otro, equipo estereofónico, carrito con botellas de distintas bebidas alcohólicas, minifrigorífico y un horrendo desnudo de mujer con el culo al aire colgado sobre el sofá. Al lado de éste, había un pequeño mueble con una lámpara de falso estilo modernista cuyo cajón estaba lleno de preservativos de todas clases.
—¿Cuántos años tenía el muerto? —preguntó Galluzzo.
—Sesenta y tres.
—¡Qué bárbaro! —exclamó el agente, lanzando un silbido de admiración.
El cuarto de baño era como la habitación de paredes verde oscuro: resplandecientemente limpio, con un bidé anatómico, secador de pelo de pared, bañera con ducha de teléfono y un espejo donde uno se podía ver de cuerpo entero.
Regresaron a la primera estancia. Registraron los cajones del escritorio y abrieron algunos legajos. Las cartas más recientes correspondían a por lo menos tres años atrás.
Oyeron unas pisadas en el piso de arriba, el despacho del notario Cannatello. El notario no estaba, les dijo el secretario, un escuálido y apenado treintañero. Explicó que el pobre señor Lapecora sólo abría el despacho para pasar el rato. Los días que abría, una guapa tunecina acudía a hacer la limpieza. Ah, por poco se le olvida: en los últimos meses, y con cierta frecuencia, lo solía visitar un sobrino suyo, por lo menos así lo había presentado el pobre señor Lapecora la vez que los tres habían coincidido en el portal. Se trataba de un treintañero alto, moreno y bien vestido que conducía un BMW gris metalizado. El sobrino debía de haber vivido mucho tiempo en el extranjero, pues hablaba el italiano con un acento muy curioso. No, no sabía nada de la matrícula del BMW, no se había fijado. De repente, puso la cara propia de alguien cuya vivienda acaba de sufrir los efectos de un terremoto. Dijo que él tenía su opinión acerca del delito.
—¿Cuál es? —le preguntó Montalbano.
Tenía que haber sido el consabido joven de mala vida en busca de dinero para droga.
Bajaron y, desde el teléfono del despacho, el comisario llamó a la señora Antonietta.
—Perdone, ¿por qué no me ha dicho que tenían un sobrino?
—Porque no lo tenemos.
—Volvamos al despacho —dijo Montalbano, cuando se encontraban a dos pasos de la comisaría. Galluzzo no se atrevió a preguntar ni el porqué ni el cómo. En el cuarto de baño de la habitación verde oscuro, el comisario hundió la nariz en la toalla, aspiró profundamente y, después, empezó a rebuscar en el armarito que había al lado del lavabo. Encontró un frasquito de perfume Volupté y se lo entregó a Galluzzo.
—Perfúmate.
—¿Qué me tengo que perfumar?
—El culo —fue la inevitable respuesta.
Galluzzo se pasó un poco de Volupté por la mejilla. Montalbano acercó la nariz y aspiró. Coincidía, era el mismo olor a paja quemada que había aspirado en el estudio de la vivienda de los Lapecora. Para estar más seguro, repitió el gesto.
Galluzzo sonrió.
—
Dottore
, si nos vieran aquí, de esta manera..., quién sabe lo que pensarían.
El comisario se dirigió al teléfono sin contestarle.
—¿Señora? Perdone que la siga molestando. ¿Su marido utilizaba algún perfume? ¿No? Muchas gracias.
Galluzzo entró en el despacho de Montalbano.
—La pistola Beretta de Lapecora fue declarada el ocho de diciembre del año pasado. Como carecía de licencia de armas, sólo la podía guardar en su casa.
Algo, pensó el comisario, debía de preocuparlo por aquel entonces para que hubiera decidido comprarse un arma.
—¿Qué hacemos con la pistola?
—La guardamos aquí. Gallù, aquí tienes las llaves del despacho de Lapecora. Mañana vas allí a primera hora, entras y esperas. Procura que no te vea nadie. Si la tunecina no sabe nada acerca de lo ocurrido, mañana, que es viernes, se presentará con toda normalidad.
Galluzzo hizo una mueca.
—Es difícil que no sepa nada.
—¿Por qué? ¿Quién se lo va a decir?
El comisario tuvo la impresión de que Galluzzo estaba tratando desesperadamente de sacudirse de encima aquella misión.
—Bueno, ya sabe usted cómo son estas cosas, se corre la voz...
—¿No se lo habrás comentado, por casualidad, a tu cuñado el periodista? Mira que, como lo hayas hecho...
—Se lo juro, comisario. No he dicho nada.
Montalbano le creyó. Galluzzo no solía contar mentiras.
—Aun así, irás al despacho.
—¿Montalbano? Soy Jacomuzzi. Te quería informar acerca de los resultados de nuestros análisis.
—Por Dios, Jacomù, espera un momento, el corazón me late tan fuerte que casi no puedo respirar. ¡Dios mío, qué emoción! Bueno, ya estoy un poco más tranquilo. Infórmame, como dices tú con incomparable jerga burocrática.
—Una vez constatado que eres un cabrón incurable, la colilla de cigarrillo era una vulgar colilla de Nazionale sin filtro, en el polvo recogido en el suelo del ascensor no había nada anormal y, en cuanto al trocito de madera...
—... era sólo una cerilla de cocina.
—Exactamente.
—¡Se me ha cortado la respiración, está a punto de darme un infarto! ¡Me habéis entregado al asesino prácticamente en bandeja!
—Montalbano, anda y que te den por el culo.
—Siempre será mejor que oírte. ¿Qué guardaba en el bolsillo?
—Un pañuelo y un manojo de llaves.
—¿Y qué me dices del cuchillo?
—De cocina y muy usado. Entre la hoja y el mango había una escama de pescado.
—¿Y no has indagado nada más? ¿Era una escama de salmonete o de bacalao? Indaga un poco más, estoy en ascuas.
—Pero ¿por qué la tomas conmigo?
—Jacomù, procura poner en marcha el cerebro. Si, por casualidad, estuviéramos en el desierto del Sahara y tú me dijeras que había una escama de pescado en el cuchillo con que se había asesinado a un turista, el detalle podría, digo podría, tener sentido. Pero ¿qué coño puede significar en un pueblo como Vigàta, donde, de veinte mil habitantes, diecinueve mil novecientos setenta comen pescado?
—Y los otros treinta, ¿por qué no lo comen? —preguntó, impresionado y lleno de curiosidad, Jacomuzzi.
—Porque son niños de pecho.
—¿Oiga? Soy Montalbano. ¿Puede ponerme con el doctor Pasquano?
—No se retire.
Tuvo tiempo de empezar a canturrear: «Te lo quiero decir / he sido yo...»
—¿Señor comisario? El doctor pide disculpas, pero en este momento está practicando la autopsia a los dos que encontraron en Costabianca atados de pies y manos y estrangulados con la misma cuerda. Dice que, en cuanto al muerto que le interesa, tenía salud para dar y tomar y que, si no lo hubieran matado, habría vivido cien años. Una sola cuchillada, asestada con mano firme. Los hechos ocurrieron entre las siete y las ocho de esta mañana. ¿Desea alguna otra cosa?
Encontró en el frigorífico pasta con brécol que puso a calentar en el horno; de segundo, la asistenta, Adelina, le había preparado rollitos de atún. Pensando que, al mediodía, había tomado un almuerzo ligero, se sintió obligado a comérselo todo. Después encendió el televisor; puso Retelibera, una buena emisora de televisión provincial en la que trabajaba su amigo Nicolò Zito, rojo de pelo y de ideas. Zito estaba comentando el caso del tunecino muerto a bordo del «Santopadre» mientras la cámara enfocaba los orificios que perforaban el timón y una mancha oscura en la madera, que podía ser de sangre. De pronto, apareció Jacomuzzi arrodillado, examinando algo con una lupa.
—¡Payaso! —exclamó Montalbano, cambiando a Televigata, donde trabajaba Prestìa, el cuñado de Galluzzo. Allí también aparecía Jacomuzzi, pero no a bordo del pesquero: ahora estaba simulando sacar huellas dactilares en el interior del ascensor en el que había sido asesinado Lapecora. Montalbano soltó una palabrota, se levantó y arrojó un libro contra la pared. Por eso Galluzzo se había mostrado reticente, sabía que la noticia ya se había divulgado y no había tenido el valor de decírselo. Probablemente había sido Jacomuzzi el que había avisado a la prensa para exhibirse. No lo podía evitar, el exhibicionismo alcanzaba en aquel hombre unos límites sólo comparables a los de un actor mediocre o los de algún escritor con tiradas de ciento cincuenta ejemplares.
Ahora había aparecido en la pantalla el comentarista político de la emisora, Pippo Ragonese. Quería comentar, dijo, el miserable ataque tunecino contra nuestro buque pesquero, que estaba faenando tranquilamente en nuestras aguas jurisdiccionales, es decir, en el sagrado suelo de la patria. Suelo no era, desde luego, pues se trataba del mar, pero patria sí. Un gobierno menos sumiso que el actual, en poder de la extrema izquierda, habría reaccionado ciertamente con dureza a una provocación que...