—¡De eso nada! —gritó Vance disparando por encima de sus cabezas.
El hermano Gregorio dio un salto hacia atrás, aterrorizado. En una reacción instintiva, el guardia apuntó a Vance, pero éste disparó. La ráfaga alcanzó al guardia en el pecho y lo lanzó hacia el pasillo por la puerta entreabierta.
—Ahora ciérrela del todo y con llave —ordenó Vance con los dientes apretados—. Y esta vez no quiero que diga nada, nada en absoluto a sus hombres.
En silencio y con mirada hosca, el superior del monasterio hizo lo que se le ordenaba. Cuando hubo terminado, Vance salió de detrás del sofá. El asistente permanecía todavía agachado junto a una biblioteca al lado de la puerta. Era de mediana edad, pelo castaño y ralo y ojos grises. Tenía el aspecto anodino de un hombre de negocios, y su traje parecía colgar irremisiblemente de su endeble constitución. Durante unos instantes, los tres se quedaron mirándose con expresión indecisa. Necesitaban una pausa para recuperarse, para evaluar, para comprender. Finalmente, Vance rompió el silencio.
—Junto a las ventanas —ordenó.
Los dos hombres obedecieron en silencio. La enorme oficina, amueblada con espartana sobriedad, daba al lago a través de tres puertaventanas por las que se accedía a una pequeña terraza.
Vance hizo un gesto con la Uzi.
—Cierren las cortinas —añadió con brusquedad—. Del todo.
A pesar de su aire de hombre duro, Vance estaba temblando de terror y agotamiento. Respiró liondo y exhaló despacio el aire, que salió con ruido y entrecortado. Al oírlo, el hermano Gregorio le dirigió una mirada tranquila, beatífica. Extrañamente, eso enfureció a Vance de tal modo que sintió el impulso casi incontrolable de accionar el disparador de la metralleta y partir en dos a aquella encarnación del mal. No obstante, se contuvo. El hermano podía ser su salvoconducto para salir del monasterio.
—Yo también tengo miedo —declaró Gregorio dando un paso hacia Vance—. Los dos lo tenemos. —Tendió la mano—. Todo esto puede resolverse pacíficamente. Deme el arma.
—Quieto ahí, gilipollas —le espetó Vance, furioso—, y guárdese toda esa mierda clerical. Gregoi0 dio otro paso y Vance disparó una corta ráfaga a los pies del fraile, que se quedó paralizado. Tenía la cara contraída por el odio y la furia, y los puños apretados entre los pliegues de su hábito.
—Así está mejor —concluyó Vance.
El otro hombre no se había movido ni un centímetro, aunque las manos, con las que se aferraba al respaldo de una silla que tenía delante, le temblaban visiblemente.
—Muy bien, usted y su amigo coloqúense junto a la puerta. —Y Vance señaló la puerta por la que había entrado en la habitación.
Una vez allí los cacheó. Revisó los bolsillos del hombre de aspecto anodino; llevaba en ellos su billetero, las llaves del coche y algo de cambio. Prosiguió luego con el hermano Gregorio.
—Pero ¡bueno!, ¿qué tenemos aquí? —exclamó Vance con burlona sorpresa, sacando una Beretta automática calibre 25 de un bolsillo oculto en el hábito del cura—. ¿Un nuevo sacramento? Supongo que es para la extremaunción.
Tras ordenar a los dos hombres que se quedaran donde estaban, Vance se dirigió al escritorio y se sentó en la silla sin soltar su Uzi. El torrente de sangre que golpeaba en sus sienes ya se había aquietado, y las manos ya no le temblaban.
Un plan sencillo empezó a tomar forma en su cabeza. Tendría que actuar con rapidez, mientras todavía reinaba la confusión entre las fuerzas de seguridad.
—Hermano Gregorio —empezó—, usted y yo nos iremos de aquí muy pronto, pero antes quiero que haga traer aquí a Suzanne.
Gregorio no respondió.
—¿Me está oyendo, saco de mierda eclesiástica? —El cabreo en la voz de Vance era evidente.
—No hace falta blasfemar. —La voz de Gregorio sonaba tranquila—. Lo he oído, pero… —Hizo una pausa—. Tengo que decirle algo que creo que le interesará. ¿Puedo adoptar una postura más cómoda? —solicitó en tono correcto—. ¿Podemos hablar como personas civilizadas?
—No se mueva de donde está —respondió Vance—. Lamentaría herir sus sentimientos, pero no me fío de usted.
—Muy bien —suspiró el fraile—. Como recordará, le dimos una oportunidad de unirse a nosotros. Realmente preferiríamos tenerlo de nuestro lado que contra nosotros. Tiene usted un gran talento. Sus dotes científicas y técnicas son bien conocidas, y en sus conocimientos sobre Leonardo no tiene rival.
—Es posible —concedió Vance—, ahora que ha matado a todos los demás expertos. —Nunca olvidaría la forma en que habían torturado a Martini—. Debería aplicarle a usted sus propios métodos.
—Nosotros no cometimos esos ultrajes —replicó Gregorio con indignación—. Teníamos demasiado respeto por la sabiduría de Martini. Esos actos fueron obra de otros.
Vance se sorprendió.
—¿De quiénes?
—Se lo diré si se une a nosotros.
¿Y por qué habría de hacer eso?
—Señor Erikson, los Hermanos Elegidos de San Pedro tienen un tesoro en obras de arte que supera con creces cualquier otra colección del mundo. Poseemos piezas artísticas y musicales, obras científicas que el mundo jamás ha visto ni examinado. Tenemos aquí retos intelectuales capaces de hacer la felicidad de cualquier erudito durante toda su vida. Usted, Vance Erikson, es el tipo de intelecto que buscamos. No sólo es capaz de apreciar nuestra colección y nuestros logros, sino que, además, puede efectuar una contribución decisiva al avance de nuestra civilización, una civilización de la cual yo seré el líder espiritual.
Vance repasó mentalmente los cajones que había visto en el sótano y recordó la descripción que había hecho Tosi de los escritos y dibujos de Leonardo que según él poseía el monasterio, pero también pensó en la desolación que subyacía en la voz del viejo profesor, y en la gente despreciable a la que el monasterio había acogido, la escoria de la humanidad que se había escondido allí para escapar de la justicia. Pero por encima de todo, pensó en Suzanne.
—No mientras pueda evitarlo —dijo de repente.
—¿Cómo dicé?
—Que no va a ser el líder espiritual de nada si yo puedo evitarlo.
—Esa es la cuestión, mi joven amigo. —La voz de Gregorio sonó afectada—. No puede evitarlo de ninguna manera. No tiene la menor posibilidad de impedir que eso suceda. Es el destino.
—Puedo intentarlo.
—Morirá en el intento —respondió Gregorio con tono inapelable.
—Pues que así sea. Prefiero morir en el intento.
Gregorio suspiró con desánimo.
—¡Qué existencial! ¡Y qué inútil! ¿Por qué no quiere atender a razones? Yo puedo ayudarlo. Puedo hacer que forme parte de todo esto. Realmente sería un desperdicio que muriera. Semejante intelecto malogrado. ¿No quiere que
eso
sobreviva?
—No, si para eso tengo que ser su prisionero.
—Señor Erikson, se lo suplico. —La voz de Gregorio transmitía una sensación de urgencia; por primera vez parecía asustado.
—Suplique cuanto quiera —contestó Vance—. No le va a servir de nada. O salimos los dos vivos de aquí, o morimos los dos.
El silencio se cernía como una presencia palpable en la habitación, sólo interrumpido por el ruido que hacía Vance en el escritorio de Gregorio. Abría y cerraba cajones, revolviendo su contenido.
Vance estaba tranquilo, pero sabía que los otros dos no lo estaban. Sudaban por sus vidas. El los hacía sudar. De repente lo invadió una sensación de poder y entonces, también de repente, sintió náuseas. «El poder corrompe», pensó.
Notó entonces un leve roce en las cortinas, detrás de él, como si fuera el viento. Se puso de pie y giró en redondo justo en el momento en que una enorme forma humana se lanzaba hacia él desde una de las puertaventanas, y unos brazos poderosos lo sujetaban. Vance luchó por liberarse y por disparar con la Uzi, pero un segundo par de brazos se unieron al primero y lo obligaron a soltar el arma. De inmediato sintió un contundente golpe en la nuca. Mientras la oscuridad lo iba envolviendo, Vance se maldijo por no haber comprobado si los ventanales estaban cerrados.
Vance giraba sin freno en medio de una negra vorágine, con la mente y el cuerpo dispersos en los mismísimos bordes del espacio. Supo que estaba volviendo en sí cuando el dolor estalló con la detonación de mil estrellas en su cabeza. Se quedó inmóvil, añorando la reconfortante negrura. Entonces, poco a poco, fue tomando conciencia de otra sensación. Notaba una leve presión en la frente, en el pelo, que lo relajaba, y no tardó en oír la voz de Suzanne. Vance abrió los ojos.
—¡Oh, Dios mío, estás bien! —gritó ella, inclinándose para besarlo.
Vance estaba echado en una cama, en una habitación casi vacía, con la cabeza en el regazo de Suzanne. Cuando ella se movió, sintió que mil lanzas venenosas le atravesaban la cabeza.
—Cuidado —musitó—, mi cabeza es zona catastrófica.
—¡Oh! —Suzanne se enderezó de golpe—. Lo siento. ¿Mejor así?
Entonces, al sentirse rodeado por los brazos de la mujer, se olvidó por un momento de su cabeza. Se volvió hacia ella y se dieron un beso largo e intenso.
—Soy tan feliz —dijo Suzanne.
—Yo también. —Vance se apartó de ella—. Suzanne —dijo con voz no demasiado firme—, ¿qué… te sucedió?
Le contó cómo la había cogido la policía en Como y después se la habían entregado al hermano Gregorio.
—Seguramente trabajan para el bueno del hermano —dijo Vance—. Me pregunto hasta dónde llega su poder.
—Pero no te he contado la peor parte —continuó Suzanne—. Me quieren aquí para
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. ¿Puedes creerlo? Secuestran mujeres en cualquier parte y las inseminan artificialmente, como a ganado, para que procreen pequeños monjes. Tienen frailes eunucos que vigilan todo el proceso.
—¡Eunucos! Creía que habían pasado a la historia hace mucho, mucho tiempo. —Se quedó pensando un momento—. Pero lo mismo pensaba de la Inquisición.
—¡Oh, Dios mío! —La voz de Suzanne era apenas un suspiro—. Casi… ¿cómo he podido olvidarlo? Los monjes, y alguien más, están tramando un asesinato. El de una persona importante, mañana… no, hoy mismo. Esta tarde.
La revelación de Suzanne despejó a Vance de inmediato.
—¿Matar a alguien? ¿A quién?
—No lo sé —respondió Suzanne—. Lo oí desde una habitación, junto a la oficina del hermano Gregorio. Pensaban que estaba todavía bajo los efectos de la droga. Hablaban de un asesinato importante que iba a tener lugar esta tarde. Era como si se refirieran a una personalidad mundial, o algo así.
Supongo que algo gordo está a punto de suceder
. Las palabras de Tosi volvieron a sonar en sus oídos mezcladas con el dolor. Una alianza entre la Delegación de Bremen y los Hermanos Elegidos de San Pedro. Documentos en el Vaticano, los dibujos de Da Vinci de una arma poderosa…
Una arma de destrucción masiva… haría que, a su lado, la bomba de neutrones pareciera inofensiva.
La mitad de los documentos estaban en el Vaticano; los Hermanos tenían la otra mitad. Planes para un asesinato, y las palabras de Tosi:
Supongo que algo gordo está a punto de suceder
.
El esquema de un complot diabólico tomó forma en su cabeza. Hubiera preferido desecharlo por inverosímil, como una fantasía arrancada del infierno, pero la idea era persistente. Porque, si bien parecía un plan diabólico, retorcido, si él estaba en lo cierto, era lo único racional, lógico, que podía esperarse de los Hermanos.
—Van a matar al papa —dijo Vance en voz baja, sin poder creer en sus propias palabras—. Escucha —añadió al ver la incredulidad en el rostro de Suzanne—, he mantenido una larga charla con Tosi y…
Le contó su conversación con el profesor y le habló de la poderosa arma al parecer descrita por Da Vinci. Le comunicó asimismo la decisión de Tosi de quedarse donde estaba, lo de los implantes y todo lo demás. Mientras hablaba vio cómo poco a poco Suzanne lo iba entendiendo todo. Incluso en la oscuridad podía ver el brillo de sus ojos.
—¡Simplemente no puedo creer que todo esto esté pasando realmente! ¡Por Dios, si estamos en el siglo xxi! ¿Cómo puede ser que nos encontremos a merced de un puñado de monjes psicóticos que parecen salidos de la Edad Media y del invento de un hombre que lleva muerto casi quinientos años? Esto no puede estar sucediendo. Es…
—Pero sí está sucediendo. Y a menos que todo esto sea un engaño monumental, tenemos las pruebas. Han matado a personas por toda Europa. Tienen capacidad para esclavizar a la gente con sus implantes. La policía colabora con ellos. Están…
—Está bien, está bien —lo interrumpió Suzanne—. Todo eso puedo verlo. Te creo… me lo creo todo, es simplemente que me niego en redondo a creerlo.
Se sentaron sobre la cama, abrazados, saboreando la calidez del encuentro.
—Tenemos que hacer algo —dijo ella al fin—, pero se las han ingeniado muy bien para no dejarnos nada de qué valemos. —Y le contó lo de sus infructuosas búsquedas por la habitación—. La única conclusión a que he llegado es que se pueden quitar las patas de la cama. Pero para lo que nos servirán. Podríamos usarlas como garrote, pero los guardias no van a abrir esta puerta sin ir armados. Y un par de barras de metal no iban a servir de mucho contra armas automáticas.
—Cierto —dijo Vance en tono sombrío—. Muy cierto.
Se puso de pie y él mismo repitió la búsqueda. Encima del lavabo había un pequeño portalámparas sin bombilla. Con mucho cuidado, introdujo el dedo en el contacto y tocó los dos cables. No sucedió nada. Aunque dio gracias por no haber recibido una descarga, también fue una decepción. Junto al portalámparas había una cadenilla, y tiró de ella.
—¡Auuuh! ¡Maldita sea! —exclamó al recibir la descarga en el brazo. Cayó sentado en el suelo de madera, con las piernas abiertas.
—¡Vance! —gritó Suzanne saltando de la cama—. ¿Estás bien?
Al otro lado de la puerta se oyó que el guardia daba un par de pasos y probaba el picaporte. Al ver que estaba cerrado, volvió a su puesto, a poca distancia de allí.
—Sí —respondió Vance respirando hondo—. Y he encontrado lo que estaba buscando.
—¿Y qué era? —preguntó ella mientras lo ayudaba a levantarse.
—¡Uhhh! —se quejó Vance—. Dios mío, lo que le faltaba a mi cabeza. Estaba buscando lo mismo que buscaba Benjamín Franklin cuando hizo volar sus cometas en medio de una tormenta eléctrica.
—Pues al parecer lo has encontrado —dijo Suzanne con sarcasmo—. ¿Y ahora qué?