El legado Da Vinci (37 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El sol había ascendido apenas lo suficiente para iluminar el piso superior de las casas de la via Venturini, cuando la moto se metió a toda velocidad entre las frescas sombras grisáceas, emitiendo un bramido furioso contra las paredes de un callejón que apenas permitía el paso de un Fiat y un peatón al mismo tiempo.

Atravesaron como una exhalación la via Righi y volvieron a sumergirse en los callejones sombríos. En la intersección con la via Marsala, giraron a la izquierda y vislumbraron un coche patrulla que venía por la derecha. Vance aceleró. No habían recorrido otra manzana cuando otro coche apareció por delante. Giró otra vez hacia la derecha y se encontró en un callejón serpenteante que discurría hacia el sur. Recordó haber caminado por aquel callejón varios años antes, y sintió un nudo frío en el estómago al tomar conciencia de que no había posibilidad de desviarse, ni a derecha ni a izquierda, durante más de medio kilómetro. Si había también policía en el otro extremo, estaban perdidos.

Con las ruedas de la moto tocando apenas el áspero pavimento en las tortuosas curvas, desembocaron en el final de la calle. Se encontraron en una pequeña
piazza
que daba a la via Zamboni y Vance giró a la izquierda, en dirección a la universidad, cuando otro coche patrulla rodeó la esquina en dirección a ellos.

Aquél era un Alfa, un coche más rápido, y, a pesar de la aceleración de la Guzzi, empezó a sacarles ventaja. Uno de los policías empezó a dispararles.

La moto y sus dos aterrorizados pasajeros pasaban como una exhalación por delante de los viejos edificios y de los interminables soportales. El Alfa se acercó y Vance vio una bala incrustarse en la pared, delante de su cabeza.

La estrecha hendidura de la calle de una sola dirección estaba flanqueada, como muchas de las calles de Bolonia, por un largo paseo porticado a un lado y el muro de piedra de un edificio al otro. La alternativa estaba clara, pero en el preciso instante en que Vance daba más gas a la moto, un autobús Volkswagen salió de la via del Gusto y bloqueó aquella salida de modo infranqueable.

Suzanne cerró los ojos y se apretó contra Vance, que también hubiera querido cerrarlos al darse cuenta de que no le quedaba espacio para frenar. Ladeó la moto hacia la izquierda, y a punto estuvo de perder el dominio del vehículo cuando mordió un bordillo de escasa altura; a continuación la hizo pasar entre dos bolardos dispuestos para evitar que los vehículos entraran a la galería porticada reservada a los peatones. La moto se sumergió en las sombras del paseo peatonal. Las columnas pasaban a toda velocidad.

A sus espaldas, oyeron el frenético sonar de las bocinas y el chirrido que anunciaban una colisión inminente, seguido por el ruido de cristales rotos cuando el coche de la policía chocó contra el autobús. Vance redujo la marcha. Dejaron atrás los sonidos de voces airadas y el aullido de sirenas, y atravesando la porta San Donato, buscaron campo abierto.

Llegaron a la autopista sin más persecuciones. Respirando con algo más de alivio, Vance apagó las luces y la sirena y aceleró, devorando la autopista en sentido oeste. En el aeropuerto cambió a la autopista del sur y cogió la primera salida que encontró.

Habían hecho un recorrido de ciento ochenta grados alrededor de la ciudad e iban hacia las colinas del suroeste.

La carretera subía zigzagueando cada vez más alto. Por encima y por debajo de ellos, en las empinadas laderas, los viñedos trazaban sus caminos ordenados en torno a las colinas. Pasaron por unas granjas. Ganado, huertos y campos, hasta coronar una especie de montaña rusa. Desde allí lo vieron: un enorme edificio redondo de ladrillo con una cúpula en forma de bulbo que el tiempo había vuelto verde, y rodeada de contrafuertes y torres. Asentada en la cumbre de la colina más alta, tenía todo el aspecto de una nave extraterrestre que estuviera haciendo un reconocimiento de la zona.

Vance detuvo la moto a un lado del camino.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Suzanne sin aliento.

—El santuario de San Lucas —respondió él, indicándole a Suzanne que se bajara—. Apuesto que allí dentro, o tal vez en los edificios auxiliares que hay debajo, encontraremos a los Hermanos Elegidos de San Pedro y, con un poco de suerte, los dibujos de Da Vinci. —Apagó el motor—. Puede ser nuestra salvación o…

—Será nuestra salvación —lo cortó Suzanne ayudándolo a apartar la moto del camino y a esconderla en un bosquecillo de acacias y arbustos bajos. A continuación, caminaron casi un kilómetro montaña abajo y se apostaron entre la maleza para esperar la llegada de la noche.

Allá abajo, en Bolonia, Enrico Carducci estaba tratando todavía de explicar al sargento por qué había ordenado que un autobús se incorporara a la persecución.

—Era usted, sargento, el que circulaba en dirección prohibida, no yo —decía una y otra vez a modo de defensa.

Capítulo 21

Desde el otro lado del valle, el santuario de San Lucas parecía más bien pequeño, pero a medida que se iban acercando en la oscuridad cada vez más densa, su volumen imponente recortado contra el cielo adquiría proporciones asombrosas. El santuario atraía gran número de turistas durante el día, y su largo pórtico de casi cuatro kilómetros, que subía desde la puerta suroccidental de la ciudad de Bolonia, la porta Saragozza, era famoso.

A lo largo del tercio superior de ese paseo porticado, una de las paredes estaba cortada regularmente por una serie de puertas anónimas. Esas puertas, algunas de ellas con número, otras no, correspondían a oficinas y residencias de los funcionarios de la Iglesia responsables del santuario o relacionados con él. La dirección a la que el locuaz anciano de la calle de Tosi había hecho referencia correspondía a una de aquellas puertas anónimas.

Vance había ido conduciendo despacio y sin cambiar de marcha para reducir al máximo el ruido del potente motor de la moto. En lo alto de la cuesta decidió parar el motor y recorrer en punto muerto el resto del camino.

Tras el ronroneo del motor, el repentino silencio de la noche era audible, roto sólo por el roce de los neumáticos en el pavimento y el zumbido de los lubricados cojinetes. Antes de que la moto se parase completamente al llegar a la pendiente cuesta arriba, Vance y Suzanne se bajaron, la empujaron hacia un lado y la dejaron aparcada.

Anduvieron en silencio sobre el pavimento, cogidos de la mano. En algún lugar al otro lado de la colina, un aeroplano monomotor atravesaba la noche con su monótono zumbido. El ruido amortiguado del tráfico en la autopista subía y bajaba con las oscilaciones del viento. Vance se detuvo, miró a Suzanne y la besó suavemente.

—Pase lo que pase —le dijo—, te quiero.

Se quedó un momento mirando su rostro en la oscuridad, preguntándose si no sería mejor salir corriendo, pero sabía que no podía. Tenían a Kingsbury, y además quería ajustar cuentas por lo de Martini, lo de Tosi y todos los que estaban muertos pero deberían haber estado vivos.

—Vamos —lo animó ella percibiendo su indecisión—. Acabemos con esto.

Siguieron adelante, y casi habían llegado a la cima cuando oyeron, colina abajo, el sonido del potente motor de un coche y el chirrido de unos neumáticos al acelerar. Corrieron hacia la cima.

—Lo veo —dijo Vance—. ¿Y tú?

—No, pero me ha sonado familiar… como…

—¿Como el Lamborghini de Elliott Kimball?

—Bueno, al menos como un Lamborghini.

Vance frunció el ceño.

—Me temía que fueras a decir eso.

—Por supuesto, en Italia hay un montón de Lamborghinis —aclaró Suzanne—. Los fabrican aquí.

—Lo sé, péro ¿cuántos esperarías encontrar aquí de noche?

Suzanne se encogió de hombros.

—Todo cuadra —añadió Vance hablando rápidamente—. Kimball trabaja para la Delegación de Bremen. Es su intermediario. ¡Maldita sea! Nos hemos olvidado de la transacción. Dentro de unos minutos, la delegación tendrá sus manuscritos y se habrán esfumado mis esperanzas de liberar a Kingsbury.

Se volvió de espaldas a Suzanne, víctima del desaliento. No era sólo que la suerte los hubiera abandonado, sino que habían fracasado en todo. Jamás se había sentido Vance tan vacío, tan falto de esperanza. Pero el odio puede ser un poderoso estímulo, y notaba las ansias de venganza creciendo dentro de él. Si el hermano Gregorio estaba realmente allí… La furia de Vance iba en aumento.

—Van a pagar por eso —dijo con decisión—. Dame la pistola de Tony.

Suzanne se la entregó. Había tratado de no derrochar balas por la mañana: todavía quedaban cinco disparos.

Rodearon la cima de la colina y corrieron calle abajo, aminorando la carrera al acercarse a la dirección mencionada por el hombrecillo como la del rector. No había ventanas, sin embargo, por debajo de la puerta, se filtraba una línea de luz. Esperando en la oscuridad, aguzaron el oído para captar cualquier señal de actividad, pero lo único que oyeron fue el sonido de su propia respiración.

Con todo cuidado, Vance primero y Suzanne a continuación, pasaron por encima del poyete y cruzaron el pórtico en tres pasos. Con la espalda apoyada contra la pared, uno a cada lado de la puerta, volvieron a escuchar. La noche seguía siendo silenciosa. Vance se acercó con sigilo a la puerta intentando no apoyarse en ella, no fuera a hacer algún ruido que lo delatara. La pistola le pesaba en la mano derecha, y su dedo ansiaba apretar el gatillo contra el hermano Gregorio.

Su oído captó un débil sonido gutural al otro lado. Vance se apoyó con cuidado en la puerta para tratar de oír mejor y, de repente, ésta se abrió con suavidad.

En seguida dio un salto atrás, y volvió a pegarse a la pared, pero nadie apareció y la puerta permaneció apenas entreabierta. Esperó, haciendo acopio de valor para entrar. Sus ojos se encontraron con los de Suzanne, que le sonrió. «¡Caramba! —pensó Vance—, ¡esta mujer tiene los nervios bien templados!». Inspirando hondo, empujó la puerta con el pie para abrirla, y dio un salto atrás para ponerse a cubierto fuera cuando la hoja se abrió del todo y golpeó contra la pared. Esperó. Seguía sin oírse nada salvo un lloriqueo. Ningún disparo había respondido al movimiento. Suzanne miró a Vance y arqueó las cejas.

En un rapto de osadía, él entró y ella lo siguió.

Nada de lo que pudieran haber previsto los había preparado para el espectáculo que los esperaba. Aquello era una carnicería. Había cuerpos esparcidos por toda la estancia como si fueran prendas tiradas. La sangre había corrido por el suelo desigual formando un charco en un rincón. Aquellos hombres no llevaban muertos más de unos minutos, y todos habían sido mutilados y acuchillados con alguna arma cortante.

Sentado en medio de la habitación, amordazado y atado a una silla, estaba el hermano Gregorio. Sólo llevaba puestos los zapatos y los calcetines, y tenía en el pecho una fea cicatriz, como la que Vance recordaba haberle visto a Tosi.

—Dios santo —susurró Vance cuando recuperó la voz.

Suzanne se apartó a un lado y vomitó. Volvió a ver Beirut y los monstruosos y envilecidos actos de violencia que los seres humanos son capaces de infligirse unos a otros.

Aturdido, Vance se guardó la pistola en el bolsillo trasero de los vaqueros y se acercó al hermano Gregorio. El aire olía a muerte.

Al aproximársele Vance, los gemidos y jadeos del hermano Gregorio se hicieron más constantes y agitados. El miedo se manifestó en sus ojos, pero no era miedo a Vance. Este se detuvo delante del moribundo y se inclinó para desatarle la mordaza. Detrás de él, Suzanne tosía y respiraba con dificultad.

—¿Qué… qué ha pasado? —le preguntó. Las palabras brotaban con dificultad de su garganta reseca.

—Kimball —respondió Gregorio con voz entrecortada—. Ha sido él. El ha hecho todo esto. ¡Ese bastardo! —El hermano Gregorio bajó la cabeza e hizo una mueca de dolor—. Ha venido aquí y se ha llevado… —La mueca de dolor se repitió.

—¿Los manuscritos?

—Sí, eso también. Pero ¡se ha llevado el antídoto!

Las palabras salieron sibilantes y rabiosas antes de que una convulsión de apoderara de él.

Vance sintió que lo inundaba una curiosa mezcla de piedad y júbilo. Ya no quería vengarse de aquel hombre desnudo, indefenso. Sin embargo, debía de haber justicia en algún lugar del universo para que alguien muriera tan adecuadamente, por los mismos medios que había utilizado para esclavizar a otros.

—Utilice esa arma —dijo el hermano Gregorio—. Por favor.

Vance comprendió entonces el miedo que había visto en los ojos del hombre: era miedo al dolor y a la horrible muerte que producía el veneno. La maldad que anidaba en el interior de Vance, esa maldad que vive agazapada en todos los corazones, prevaleció por un instante mientras imaginaba que se iba y dejaba que el veneno hiciera su trabajo.

Suzanne observaba con un desapego cada vez mayor, mientras su mente trataba de entender el odioso juego que estaba llegando a su culminación ante sus propios ojos. Se apoyó en la jamba de la puerta para no caerse. Hubiera querido tener algo que hacer, de esa manera se le habría pasado el mareo.

—Tiene usted motivos más que sobrados para matarme —rogó el hermano Gregorio con tono lastimero mientras el dolor lo asaltaba en oleadas cada vez más frecuentes—. ¡Debe odiarme… debe… tiene que odiarme! —gritó—. ¡Apriete el gatillo!

—Tal vez —dijo Vance—. Vamos a hacer un trato.

—¿Qué es lo que quiere? No tengo nada que darle. ¡Soy hombre muerto y lo único que quiero es morir pronto!

—Sí —declaró Vance sin titubeos—, seguro que sí. Supongo que ha visto cómo es morir de este modo. Lo habrá visto en alguna de sus víctimas, ¿verdad?

Gregorio consiguió asentir con la cabeza antes de que otro temblor se adueñara de él.

—Haré lo que pide si me dice por qué ha hecho Kimball todo esto.

Gregorio le dirigió una mirada agradecida.

—Claro, claro —contestó.

—Creía que usted tenía un trato con la Delegación de Bremen. Iban a compartir el poder. ¿Por qué lo ha matado Kimball? ¿Ha habido alguna traición?

—No… nada de eso —empezó Gregorio—. Kimball descubrió que lo iban a matar…, que el hecho de no haberlo detenido a usted había sido el colmo.

—Entonces, sabiendo dónde se guardaban los manuscritos, decidió adelantarse a la delegación y robarlos él mismo —sugirió Vance.

Gregorio asintió.

—Pero ¿por qué?… —Vance buscó las palabras adecuadas—. ¿Por qué no se contentó con robarlos y marcharse? ¿Era necesario todo esto? —preguntó abarcando todo el horror que lo rodeaba con un movimiento de la mano.

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