Mientras Kimball se apartaba despacio de la acera y tomaba hacia la piazza Garibaldi, Vance sacudía al taxista para despertarlo. Este abandonó de inmediato su sueño ligero y puso el coche en marcha. Kimball se desvió a la derecha, encaminándose hacia el norte por un laberinto de callejuelas estrechas y retorcidas. El taxista lo siguió.
Vance le había explicado que se trataba de un sinvergüenza. El hombre que conducía el Lamborghini le había propuesto matrimonio a la otra hermana de Vance y de Suzanne, a pesar de ya estar casado en secreto con otra mujer.
El taxista estaba ansioso por ayudar a Vance y a su otra hermana a proteger el honor de su hermana pequeña. Las cuestiones del corazón conmueven más a los italianos que a cualquier otro pueblo del mundo, y aquel hombre estaba fascinado por tener la oportunidad de ahondar en ese asunto. Lo bien que se lo pasaría contándoselo a Anna cuando volviera a casa. Además, los dos extranjeros le habían pagado bien. Y vaya, habían viajado nada menos que desde América para proteger a su hermana.
En la piazza Donato, Kimball giró a la izquierda y volvió a hacerlo en la piazza Cavalieri, en dirección al Duomo y a la torre inclinada. El taxi seguía sin problemas la marcha tranquila de Kimball. Evidentemente, no le preocupaba que alguien pudiera seguirlo.
Así siguieron hasta desembocar en la piazza Duomo. Kimball se detuvo un momento y a continuación giró a la derecha y detuvo el coche en la piazza Archivescovado. Vance le indicó al taxista que aparcara en una parada de taxis que había a la izquierda.
Kimball abandonó su coche llevando el maletín negro en la mano, y se dirigió ligero hacia la torre. Mientras parloteaban ruidosamente, los vendedores montaban los puestos de recuerdos arracimados en la
piazza
, a la espera de la avalancha de turistas que se lanzaría sobre ellos en menos de una hora. La torre abría a las 8.00, y a las 8.30 ya se habría formado una cola delante.
—Espere aquí —le indicó Vance al taxista—. No tardaremos mucho… creo.
Al ver que Kimball desaparecía en los escalones que bajaban hasta la entrada de la torre, Vance y Suzanne lo siguieron a paso rápido.
Cubrieron en medio minuto los cien metros que había desde la parada de taxis, y el taxista, muy intrigado, los siguió con la vista hasta ver cómo se perdían escalones abajo hacia la entrada. Su inquietud iba en aumento. Aquel rubio alto del maletín negro parecía un hombre despiadado, peligroso. El taxista tenía una gran intuición sobre la gente. Sopesó por un momento la idea de utilizar la radio para llamar a la policía, pero lo pensó mejor. De todos modos, por si acaso, dejó el motor en marcha.
Al llegar al final del breve tramo de escalones, Vance vaciló. El miedo le atenazó el pecho. Suzanne se detuvo tras él. Desde dentro les llegó el sonido de dos voces, y a continuación sobrevino un silencio. Vance se quedó mirando la tosca puerta de madera con sus pesadas bisagras y herrajes, y a continuación inspiró hondo. Extendió la mano y probó a abrir. Estaba cerrado.
Vance aporreó la puerta. Se oyó ruido de pasos y después el chirrido del cerrojo. Se abrió una rendija suficiente como para que un viejo asomara la cabeza.
—Buenos di…
De repente, la expresión amistosa del hombre se transformó en miedo mientras trataba de cerrar la puerta; era evidente que esperaba a otra persona, pero Vance dio un paso adelante e impidió que lo consiguiera interponiendo su cuerpo.
—Lo siento, pero todavía está cerrado,
signore
—protestó el hombre—. Tendrá que volver más tarde.
—Pero usted acaba de dejar entrar a otro hombre.
—Ah, él. El… trabaja aquí.
—Bueno —concluyó Vance abriendo la puerta de un empujón y metiéndose dentro—, pues nosotros estamos aquí para tratar con él un pequeño asunto de negocios. —Sacó la pistola del bolsillo de los vaqueros y apuntó al hombre a la cara—. No diga una sola palabra, amigo.
El viejo echó una mirada a los ojos de Vance y decidió obedecer. Se enfrentaría más tarde al rubio y a sus amigos rusos. Asintió.
—A eso lo llamo yo ser inteligente —dijo Vance—. Ahora vuelva a su oficina… ¡muévase!
Vance obligó al viejo a entrar en su oficina y se aseguró de que no tuviera ninguna arma a su alcance. Suzanne cerró la puerta y echó el cerrojo mientras Vance acompañaba al hombre hasta su escritorio.
—Ahora quiero que se quite la ropa.
El otro abrió unos ojos como platos.
—Lo que ha oído —insistió Vance respondiendo a la mirada de sorpresa del hombre—. Pero puede sentarse para hacerlo… y ella no va a mirar.
A regañadientes, el viejo obedeció. Vance recogió la ropa, formó una pila con ella en el centro de la habitación y le prendió fuego. El hombre contemplaba la extraña escena con una expresión que iba del enfado a la vergüenza y a la pura incredulidad. Todavía más sorprendido se quedó cuando Vance le dio un billete de cien euros.
—Cuando todo esto haya terminado, buen hombre, vaya y cómprese ropa nueva. —Y volviéndose hacia Suzanne le sonrió—: No creo que vaya a causarte muchas molestias ahora —dijo.
Era sorprendente lo obediente que se volvía la gente cuando se los despojaba de la ropa.
Vance dio un paso hacia la escalera de caracol, pero en seguida volvió hasta donde estaba Suzanne y le entregó el arma.
—Probablemente te haga más falta que a mí.
Y pasando por alto la mirada del viejo delgaducho y desnudo escondido detrás del escritorio, se encaminó a la escalera.
Vuelta a vuelta, los estrechos y desiguales escalones iban describiendo una trayectoria ascendente de cincuenta y siete metros de altura parecida a un sacacorchos. Vance subía los escalones de dos en dos, haciendo un alto en cada descansillo para escuchar. Cuando llegó al cuarto oyó pasos encima de él. Kimball también oyó los suyos.
—¿Mijaíl? —La voz de Kimball resonó en la escalera de caracol—. Llegas temprano.
Kimball hablaba en ruso, pero Vance no, así que la única respuesta que recibió Kimball fue el silencio.
Vance se detuvo y esperó, escuchando a ver qué hacía Kimball, oyendo el torrente de la sangre en sus oídos y los gritos y animados saludos de la gente en la calle.
Pero Kimball no se movió. Impaciente, Vance reanudó el ascenso.
Llegó al quinto nivel. Sólo pudo ver la salida bañada por el sol que daba a la
loggia
. ¿Dónde estaba Kimball? Vance caminó hacia el umbral y miró en una y otra dirección.
Perplejo, salió a la plataforma, la última antes de llegar a la cima: Le había sorprendido mucho en su primera visita, cuando aún era un estudiante, ver que no había barandillas. Se había preguntado entonces cuánta gente habría muerto por esa causa.
Ahora Vance temblaba de miedo mientras recorría el espacio abierto de la
loggia
manteniéndose lo más pegado posible a la pared.
Tan concentrado estaba en su miedo a las alturas que no oyó a Kimball hasta que fue demasiado tarde. Al volverse, se encontró con el metro noventa de Kimball que se abalanzaba sobre él.
—¡Kimball! —fue todo lo que pudo articular antes de tener encima a aquel hombre enorme, casi diez centímetros más alto y diez kilos más pesado que él.
«Esto es demasiado bueno para ser verdad —pensaba Kimball gozoso. El único cabo suelto que le quedaba era matar a aquel gilipollas de Vance Erikson, y allí lo tenía—. Hoy los dioses me son propicios», se dijo y se lanzó contra su presa.
Su primer golpe alcanzó a Vance de lleno en un lado de la cabeza y lo dejó tirado de través sobre la estrecha plataforma. Vance intentó darse la vuelta y volver a pegarse a la pared, pero Kimball lo cogió por los pies y empezó a arrastrarlo hacia el borde. Vance logró sujetarse a la base de uno de los pilares de la
loggia
y empezó a dar patadas. La primera alcanzó al otro en plena cara y la segunda dio en tejido blando. Vance oyó que Kimball soltaba el aire de repente antes de dejarle libres los pies. Ahora sí, Vance se arrastró hasta ponerse a salvo y, aunque con cierta inestabilidad, consiguió levantarse mientras veía a Kimball masajeándose el plexo solar, su rostro convertido en una máscara enrojecida contraída por la furia.
—Ha sido un golpe de suerte, Erikson —dijo Kimball avanzando lentamente hacia Vance—, pero va a ser el único que vas a tener.
Kimball tenía la velocidad de un hombre que se entrena para combatir, la rapidez de un depredador acostumbrado a ganar. Se lanzó contra Vance en actitud de embestir, con las manos como única arma. De repente, Vance echó de menos la pistola que le había dejado a Suzanne.
Milagrosamente, Vance consiguió esquivar el primer golpe de Kimball, y paró el segundo, pero la patada que vino a continuación lo alcanzó con rotundidad.
Vance se agachó y giró el cuerpo tratando de defenderse de los certeros golpes del experto asesino. Fue inútil, Kimball había estudiado el arte de matar tan a conciencia como Vance el de Leonardo, no era rival para él. Aquel juego no tenía reglas.
Kimball usaba las manos y las piernas como cachiporras. El ejercicio hacía que el sudor corriera por su cara y sonreía ante la satisfacción casi sexual de golpear a un enemigo hasta convertirlo en pulpa sanguinolenta. Por fin, los golpes pararon. Kimball se apartó y observó a su víctima intentando ponerse de pie.
Cegado por la sangre que le caía sobre los ojos, Vance sintió que los golpes habían cesado. Se apoyó en las manos y las rodillas, pero volvió a caer a cuatro patas en cuanto intentó ponerse de pie. Todo le daba vueltas. ¿Por qué había parado Kimball?
Vance anduvo a gatas hasta chocar contra un pilar. Blindándose contra el dolor, se aferró a él, se levantó y permaneció allí, abrazado a la columna de piedra, con los ojos fuertemente cerrados para que no le entrara la sangre dentro; sintió que recuperaba las fuerzas. Estaba en buena forma y su cuerpo era capaz de absorber el castigo y de recobrarse. Si Kimball se había marchado, especuló con los ojos cerrados, podría bajar la escalera.
Abrió los ojos. La altura de vértigo que había desde allí hasta el suelo hizo que la cabeza le diera todavía más vueltas. Con cuidado, se llevó una mano a los ojos y se limpió la sangre que le impedía ver. Kimball lo miraba con una cruel sonrisa en los labios.
—Temía que te fueras a caer —dijo el rubio amigablemente—. No quería que me privaras de este último placer.
Y con una amplia sonrisa, dio un paso hacia Vance que, como a cámara lenta, vio el pie del otro describiendo un arco hacia él. Aferrándose con las dos manos al pilar, Vance trató de esquivarlo de la única manera posible: apartándose. Kimball erró el golpe, pero Vance había cambiado un peligro por otro peor. Sus piernas quedaron colgando en el vacío mientras sus manos se deslizaban por el pilar.
¿Era así como iba a acabar todo? El sudor corría junto con la sangre por su cara. ¿Le dolería mucho? Se preguntó si moriría inmediatamente o si debería soportar el dolor durante mucho tiempo. Oyó su propio grito, como si saliera de la garganta de otro. Estaba sujeto al pilar, pendiendo del borde, y con Kimball golpeándole los dedos incesantemente con los puños, causándole un dolor intensísimo.
A cada golpe, Vance gritaba de dolor. A cada golpe, su sujeción se hacía más endeble. En un momento dado, la carne machacada entre la piedra y los duros nudillos ya no pudo aguantar más el castigo y se soltó.
—Quíteselo todo —ordenó Suzanne con voz dura y profesional—. ¡Los calcetines, los calzoncillos… todo!
Lo que peor llevaba el impasible GRU de cara mofletuda y traje mal cortado era tener que desnudarse delante de una mujer. Le molestaba más eso que el hecho de que lo estuviera apuntando con una pistola. A Mijaíl lo habían apuntado con muchísimas armas a lo largo de su vida, y en muchos casos quienes lo habían hecho habían sido mujeres, pero aquello era algo nuevo. Rojo de vergüenza, se bajó los calzoncillos dejando al descubierto su abultada barriga.
—Échelos ahí con lo demás —ordenó Suzanne, y el hombre obedeció tímidamente.
Con cuidado, sin soltar la automática, Suzanne encendió una cerilla contra el suelo de piedra y la aplicó a la ropa del ruso. No estaba dispuesta a darle a ese hombre dinero para reponer su ropa, como había hecho Vance con el viejo; que lo hiciera la Madre Rusia.
Apenas se hubo enderezado y dado un paso para apartarse de la pequeña hoguera, oyó el grito de Vance. Olvidándose de sus prisioneros desnudos, Suzanne corrió al exterior siguiendo el sonido de su voz. Miró hacia arriba y vio horrorizada a Vance colgando del borde, y agitando las piernas sin poder hacer nada. Sobre él se cernía amenazadora la alta figura de Elliott Kimball. Suzanne apuntó con su arma, pero él se retiró rápidamente del borde. Un momento después vio cómo Vance empezaba a caer.
La torre tiene siete plantas, y cada una de ellas sobresale, en su lado norte, algo más de medio metro menos que la que tiene inmediatamente debajo, dado que la torre se inclina hacia el sur.
Suzanne contuvo la respiración mientras Vance caía, pero vio que sus pies golpeaban en seguida contra el capitel ornamental de la columna situada justo debajo de él. Y eso que no habría sido más que un golpe menor en su camino inexorable hacia el suelo, debido a la inclinación de la construcción, le permitió salvarse por los pelos.
A pesar de que le temblaba todo el cuerpo, Vance se las ingenió para afirmarse en su precario punto de apoyo sobre el capitel. Inclinado contra la torre, tuvo la sensación de que la gravedad lo pegaba levemente a la piedra. Sintió un gran alivio. Sobreviviría. Al menos por el momento.
Kimball volvió a asomarse al borde la sexta planta para examinar su obra, pero en vez de la satisfactoria imagen de un Vance Erikson aplastado contra el suelo, lo que vio fue a una mujer empequeñecida por la altura, con las piernas separadas para afirmarse en el suelo. Perplejo, Kimball se asomó más, sujetándose a una columna para no caer mientras buscaba a Vance, y se quedó estupefacto cuando divisó a su adversario apoyado en un estrecho saliente justo debajo de él.
Kimball se sintió invadido por una furia sorda. ¿Cómo era posible que no hubiese tenido en cuenta la inclinación de la torre? Atónito como estaba, se olvidó de la mujer de abajo, pero de repente algo hizo saltar un chispazo en su entrenada mente de asesino. No solía considerar a las mujeres una amenaza, pero cuando volvió a mirarla, vio un destello y la voluta de un disparo en el cañón de lo que seguramente era una pistola. Por reflejo, Kimball retrocedió.