—Conde Caizzi —lo llamó Vance en voz baja sacudiéndolo suavemente—. Cielos, está en los huesos. Conde Caizzi —repitió. El anciano se removió en la cama, hizo una mueca y se pasó la lengua por los labios—. Soy Vance Erikson, conde. ¿Se acuerda de mí? Trabajo para Harrison Kingsbury.
—Erikson —dijo el anciano como en sueños y sin abrir los ojos—. Sí, sí, ya recuerdo. —El hombre movió la cabeza a un lado y a otro tratando de abrir los ojos—. Erikson, no sabía que fuese uno de ellos. —Vance y Suzanne se acercaron más para oír lo que decía—. Jamás… jamás le habría… vendido el códice de haberlo sabido.
Lentamente, el anciano abrió los párpados de papel y dejó a la vista los ojos legañosos y sin brillo que parecían tener dificultades para enfocar.
—¿Uno de ellos? —preguntó Vance—. ¿De quiénes?
—De ellos —dijo Caizzi, alzando con dificultad la mano del cobertor durante un instante y haciendo con ella un gesto abarcador—. Los Hermanos.
Los ojos de Vance se posaron en la mesilla de noche. Había en ella un gran despliegue de agujas hipodérmicas y de ampollas de medicamentos sobre una bandeja blanca esmaltada. Cogió una al azar.
—Morfina —leyó—. El hombre está colocado. No. Yo no formo parte de ellos —añadió—. Estamos aquí para ayudarlo.
—Demasiado tarde —dijo el conde tratando de enfocar la vista en el rostro de Vance—. Sí…, demasiado tarde para mi familia…, demasiado tarde para mí… Déjeme… déjeme morir. —Y cerró los ojos.
—¡No! —en la voz de Vance había perentoriedad. Sacudió a Caizzi cogiéndolo por un hombro—. Vamos a sacarlo de aquí.
—Será inútil. —Caizzi pareció volver a la vida—. Los Hermanos están por todas partes. Me encontrarán.
—¿Quiénes son los Hermanos? —preguntó Vance.
—Por todas partes…, —repitió Caizzi—. Los Hermanos Elegidos de… —su voz se quebró—. San Pedro. Esa ralea de bastardos.
—¿Todos estos frailes? —inquirió Vance—. ¿Son del monasterio?
—Sí… sí —respondió el conde—. Durante años hemos tratado de detenerlos… tratamos de… tratamos… No pudimos… por fin han ganado.
Suzanne se apartó de la cama y se acercó al fraile inconsciente. Se arrodilló a su lado y le tomó el pulso, que notó débil. Miró al otro que todavía estaba de pie contra la pared. «Cerdos —pensó—. Asquerosos cerdos. Hacerle esto a un anciano».
—El códice… —estaba diciendo Caizzi cuando Suzanne volvió junto a la cama.
—¿Hicieron esto por el códice? —Vance parecía atónito—. ¿Por qué?
—Porque lo vendí —dijo Caizzi con orgullo—. Durante siglos los Hermanos quisieron hacerse con él, pero nosotros siempre mantuvimos el control.
Caizzi se estaba recobrando. Su voz era más fuerte, más clara.
—Todo fue bien mientras el códice permaneció en el castillo. Cuando se lo vendí a ustedes, los Hermanos…, el hermano Gregorio me dijo que se las pagaría… Y así es cómo se lo estoy pagando.
—¡Dios mío! —exclamó Vance—. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Porque los va a destruir —respondió el conde con vehemencia—. Ya los ha traído aquí a ustedes y traerá a otros. —Tuvo que sofocar un ataque de tos—. Moriré por ello, pero lo hice. —Otra vez tosió violentamente—. Moriré con mi amor propio intacto. —Cerró los ojos y empezó a respirar con dificultad, roncamente, por la boca.
—¿Qué es lo que están haciendo y qué hay que impedir? —preguntó Vance.
—La respuesta está al otro lado del lago —dijo Caizzi fatigado—. Ellos…
En ese momento, las puertaventanas estallaron en una granizada de fragmentos de cristal provocada por los proyectiles de una arma automática con silenciador que desgarró las blancas cortinas haciéndolas bailar una danza frenética. Los proyectiles impactaron en la cama y penetraron en el frágil cuerpo del anciano. Vance se tiró al suelo y se refugió deba jo de ésta al tiempo que algo caliente atravesaba su brazo.
«¡Maldición! ¡Maldición!», repetía una y otra vez para sus adentros el hermano Gregorio mientras el viejo Fiat gris se detenía ante el puente levadizo del Castello Caizzi. El olor del gasóleo quemado le llegó a la nariz cuando el conductor abrió la ventanilla para hablar con el hermano Antonio, que vigilaba la entrada.
—Ve con Dios, hermano Piero —dijo el musculoso fraile al conductor. A continuación saludó con una inclinación de cabeza al hermano Gregorio, en el asiento trasero.
Mientras el coche avanzaba por el puente de madera, la úlcera de este último se puso al rojo vivo. Las tres últimas horas habían sido toda una prueba. Primero aquel imbécil de Kimball de la delegación. A Gregorio le entraban náuseas sólo de pensar en tener que compartir el poder con infieles como él y sus amos, pero ése era precisamente el error que se había cometido en el pasado, que se habían negado a compartir el poder con las autoridades temporales, y por eso no lo habían detentado nunca el tiempo suficiente como para conseguir sus objetivos supremos. «Señor Jesucristo —rogó Gregorio en silencio mientras el coche entraba en el patio principal—, perdóname a mí, tu humilde siervo, por el pecado de connivencia con los infieles, y dame fuerzas para aplastarlos cuando hayan servido a tu propósito».
Kimball era el paradigma de todo lo que él odiaba en los infieles: protestante, rico y con una maldita seguridad en sí mismo. Pero con Kimball las tribulaciones del día no habían hecho más que empezar. Después había sido aquella llamada telefónica informándolo de que el hermano Annunzio había muerto durante su visita al abogado de los Caizzi, Southworth. Por la descripción, Gregorio sabía que el asesino había sido Erikson.
Y ahora aquel incendio. Tenía que ser Erikson. ¿Qué se creía ese hombre? No iba a sacar nada de Caizzi. Los Hermanos habían doblegado la voluntad del hombre con una combinación de drogas capaces de anular el cerebro. «El conde ha pagado —pensó Gregorio con una sonrisa—. Sí, ha pagado». Un día más de… tratamiento y firmaría el documento que aseguraría a los Hermanos la propiedad del Castello Caizzi. Después de eso, ya no sería necesario mantenerlo con vida.
¡Maldito hermano Annunzio! ¡Dejarse matar así! Malditos los hermanos que guardaban el castillo por dejar que Erikson produjera semejante desastre. El Fiat se detuvo junto a una escalera. El hermano Gregorio permaneció sentado en el asiento trasero, procurando controlar su ira. Estaba furioso consigo mismo por permitir que Vance Erikson siguiera vivo. Había sido un fallo indudable y había que corregirlo.
—¿Puedes darme la Ingram con el silenciador puesto? —le pidió al conductor—. Erikson fue mi error y debo corregirlo.
El hombre se apresuró a sacar el arma de su estuche, le colocó el silenciador, tiró hacia atrás de la culata e introdujo un largo cargador de munición.
—¡Mierda, mierda, cómo duele! —dijo Vance apretando los dientes y llevándose la mano al brazo. Los proyectiles seguían lloviendo sobre la habitación del conde.
—Veamos —Suzanne se acercó a él y trató de apartarle los dedos—. Deja que le eche una mirada.
Vance hizo una mueca pero dejó que ella le retirara la mano y la tela de la camisa para ver mejor la herida.
—¡Uuufff!
—Te estás comportando como un niño. Apenas tienes un pequeño corte superficial.
—¿Pequeño? ¿Cómo de pequeño?
—Unos siete centímetros en la parte posterior del brazo. Parece un poco profundo, pero la sangre ya ha empezado a coagular.
—Estupendo. —Vance cogió el revólver que se había metido en la cintura del pantalón—. Salgamos de aquí antes de que realmente nos hieran de gravedad.
Fuera, en la balconada, oyeron pisadas cautelosas sobre los cristales rotos, pero no podían ver a nadie a través de las cortinas hechas trizas que se agitaban tristemente, movidas por la leve brisa.
Suzanne hizo un disparo y los pasos se detuvieron. Aprovechando la circunstancia, ambos salieron como un rayo de la habitación y corrieron hacia la derecha.
—Entrad, entrad —oyeron que gritaba el otro sacerdote desde la habitación—. ¡Van hacia el norte!
Los pasos que los seguían se convirtieron en una carrera.
Vance y Suzanne volaban pasillo adelante.
—¡Allí! —gritó alguien en italiano, y un proyectil se estrelló junto a la cabeza de Suzanne, contra una cristalera emplomada.
Impulsados por una descarga de pura adrenalina, Vance y Suzanne siguieron corriendo hasta divisar una escalera que bajaba.
—Calculo que hemos recorrido más o menos un tercio de la circunferencia del castillo. —Las palabras de Vance salían entrecortadas por la respiración—. Apostaría a que esa escalera lleva a uno de los pequeños patios ajardinados.
Redujeron la marcha para empezar a bajar, cuando vieron a un hombre que corría escaleras arriba, hacia ellos.
—¡Mierda! —exclamó Vance.
Trataron de detenerse para protegerse detrás de la esquina, pero sus pies no pudieron afirmarse en el duro suelo de mármol y resbalaron. Como jugadores de béisbol que se deslizan hacia su base, Vance y Suzanne patinaron sobre el suelo perfectamente pulido mientras una serie de proyectiles iba trazando una línea de impactos regularmente espaciados en la pared de color crema que quedaba a sus espaldas. De no haber resbalado, ya estarían muertos. A su alrededor, se oían más cercanas las pisadas de sus perseguidores.
Una sólida balaustrada rodeaba la escalera en su embocadura. Se lanzaron hacia ella para cubrirse mientras el hombre volvía a disparar. Del suelo se desprendieron esquirlas de mármol. Suzanne disparó a su vez a ciegas desde detrás de la balaustrada.
—¡Van armados! —gritó alguien.
Unos pasos cautelosos subían por la escalera al tiempo que un coro de gritos salía del corredor que había quedado a sus espaldas. Vance sacó el revólver y disparó el tiro que le quedaba. Suzanne siguió su ejemplo y vació el cargador contra los que venían hacia ellos. La bala de Vance impactó ruidosamente en la parte izquierda del pecho del que abría la marcha, que trastabilló y cayó hacia atrás sobre otros dos que lo seguían. Suzanne había conseguido alcanzar al cuarto de los hombres tres veces, pero era muy corpulento, y sus balas no consiguieron neutralizarlo.
Arrastrándose, se pusieron a cubierto tras la otra esquina de la balaustrada, momentáneamente fuera de la línea de fuego. Con cautela, el hombre de la escalera asomó la cabeza por el otro extremo.
A falta de balas, Vance le lanzó el revólver vacío. El otro lo esquivó.
«Las cosas no pintan bien para el equipo local», pensó Vance con acritud. Sin embargo, unas décimas de segundo era todo lo que Suzanne Storm necesitaba para poner otro cargador en su pistola. Vance observó admirado mientras ella disparaba otra vez a ciegas, hacia el otro lado de la balaustrada y a continuación contra el hombre de la escalera. Se oyó un grito sofocado de dolor.
—¡Le he dado! —gritó Suzanne.
Luego se arrastraron hasta casi el borde de la escalera, con la esperanza de poder bajarla corriendo. Sin abandonar la protección, Suzanne se adelantó a Vance y, desde la esquina, disparó hacia la derecha y después de nuevo hacia la escalera, al hombre que acababa de herir. Se oyó otro grito de dolor.
A gatas llegaron al fin hasta los escalones. Tirado sobre ellos había un hombre rubio, de baja estatura, con la cabeza apuntando hacia abajo. Sus ojos tenían una expresión vacía, indiferentes al hilillo rojo que, saliendo de un orificio abierto en su frente, se abría paso a través del pelo y caía sobre el frío mármol. Vance se lanzó a por la pistola del muerto, una arma robusta que Vance había visto en el cine. Era una Ingram.
Logró apoderarse de ella justo cuando el grandote al que Suzanne había herido apareció por encima de la balaustrada acompañado por los otros dos. Vance apretó el gatillo y mandó una andanada de proyectiles mientras trataba de mantener el control de la automática. Los tres hombres se agacharon y la Ingram se quedó sin munición. Vance la tiró y el arma bajó rebotando. Suzanne y él la siguieron rápidamente, pero al llegar abajo, se quedaron paralizados un momento por el estupor. Aquélla no era la escalera que Vance había previsto. No daba a ningún patio, no tenía salida al exterior. El corredor se abría en dos direcciones mientras otro tramo de escalera proseguía hacia abajo. ¿Qué camino debían seguir? En las murallas del castillo sólo había dos aberturas y seguramente ambas estarían muy bien vigiladas.
Suzanne volvió a disparar hacia arriba y luego insertó un nuevo cargador.
—¿Cuántos te quedan? —preguntó Vance sorprendido—. No sabía yo que los periodistas iban por ahí con un arsenal en el bolso.
—Este es el último —fue su escueta respuesta—. Nueve disparos.
—Fantástico —dijo él con tono sombrío.
Las balas empezaban a llegar desde arriba.
—Salgamos de aquí. Se lanzaron al siguiente tramo de escalera, pero cuál no sería su frustración, al ver que acababa en otro corredor.
—Mala cosa —farfulló Vance—. Más de lo mismo.
—Se dirigió a una pesada puerta de madera con una pequeña mirilla enrejada. Tiró de la puerta, que se abrió lenta pero silenciosa. Entraron rápidamente y se encontraron en un pozo circular con escalones de piedra que descendían.
—Tú primero —dijo Suzanne—. Yo tengo el arma para cubrirnos.
Por la expresión de sus ojos, Vance supo que no había discusión posible, y comenzaron a bajar con rapidez por la escalera de caracol.
Muy por encima de ellos, oyeron una voz cuyo sonido era transmitido a la perfección por el pozo de piedra.
—¿Adonde lleva esto? —preguntó.
Vance reconoció con un estremecimiento la voz que había oído en Santa Maria delle Grazie.
—No lo sé, excelencia —respondió alguien. Otras tres voces admitieron que no tenían la menor idea de adonde conducía la escalera.
—¿Y qué diablos habéis estado haciendo aquí las tres últimas semanas si no sabéis para qué sirven las cosas?
Hubo opiniones encontradas y a continuación:
—¡Nada, no importa! —gritó impaciente—. Id tras ellos.
Suzanne y Vance siguieron su carrera descendente. Cuando llegaron abajo, oyeron a sus perseguidores maldecir al tropezar repetidamente en los estrechos y esquinados escalones.
El aire se había vuelto repentinamente frío. A la escasa luz reinante, Vance observó a Suzanne. Estaba arrebatada por el esfuerzo, pero su respiración era controlada, como la de un atleta bien entrenado. Se mantenía alerta, vigilando la escalera y sosteniendo con naturalidad la pistola automática a un lado del cuerpo.
El pequeño rellano donde se encontraban tenía dos salidas: una sin puerta que llevaba a un corredor oscuro, y otra con una pesada puerta de madera. Vance la abrió. Al otro lado había otra escalera de caracol, ésta sin iluminación, que se internaba en una negrura como la de las pesadillas de las que sólo se puede salir despertando.