—Suzanne —la llamó él.
Ella se le acercó y, cuando Vance estaba a punto de decir algo, oyeron el sonido. Los pasos habían cesado, y a través del velo de silencio les llegó el golpeteo metálico de algo que bajaba dando botes por la escalera seguido por un estallido atronador que sacudió las paredes de la pequeña estancia.
Por un instante, la habitación explotó con la luz de cien soles y a esto siguió la onda expansiva limitada por las pesadas paredes de piedra, que los golpeó como un puño de acero. Suzanne sintió que la explosión de la granada de mano llenaba el recinto y la aplastaba entre la pesada puerta de roble y el cuerpo de Vance.
«La resistente puerta ha absorbido la mayor parte de la explosión», pensó Vance al ser lanzado a la oscuridad. Manoteando como un loco consiguió asirse a una barandilla de hierro que apareció en las tinieblas. Por un segundo, se mantuvo aferrado a ella, hasta que el impacto del cuerpo de Suzanne contra el suyo hizo que la soltara. Sintió un dolor terrible en el tobillo, que se le torció de mala manera en el borde de un escalón, y después volvió a tropezar con la barandilla, a la que volvió a agarrarse, esta vez resuelto a no soltarla.
Tembloroso, Vance trató de afirmarse en los escalones y ayudó a Suzanne a ponerse de pie. Oyó su propia voz como procedente de debajo del agua, preguntándole dónde estaba la pistola. Ella al parecer no lo oyó. El le cogió las manos y vio que, en efecto, la pistola había desaparecido. Habían perdido la única protección que les quedaba. Tiró de la mano de la mujer y ella lo siguió hacia la negrura de la escalera. A medida que fueron recuperando el oído, oyeron los pasos de sus perseguidores cada vez más cercanos.
El descenso fue torpe y doloroso. Vance volvió a torcerse el tobillo y Suzanne no dejaba de tropezar contra él. Después de una eternidad, Vance dejó atrás el último escalón y a punto estuvo de caerse al buscar sus pies un peldaño que no existía. Suzanne se detuvo al chocar con su cuerpo. Aquella puerta, como la otra que habían dejado atrás, tenía una pequeña mirilla cubierta con rejas. A través de ellas, Vance vio las bodegas de asentamiento del champán de Caizzi.
—¿Ahora puedes oírme? —le preguntó a Suzanne.
—Sí —asintió ella—, mejor.
—Bien —dijo mientras empujaba la puerta y la llevaba a la galería subterránea de techos abovedados—. Tengo una idea.
La mal iluminada bodega contenía hileras e hileras de botellas de vidrio verde oscuro inclinadas, con el fondo hacia arriba y los cuellos apoyados sobre un soporte de madera. El conde siempre había tenido la obsesión de producir su champán al modo tradicional, lo que resultaba sumamente caro. Mientras que los demás bodegueros habían mecanizado el
méthode champenoise
, Caizzi había mantenido los métodos antiguos.
Una vez exprimidas las uvas y tras una fermentación, se metía el vino en botellas, se tapaba y se colocaba en los soportes para que volviera a fermentar. Todos los días, un operario especial, llamado removedor, bajaba a las bodegas, daba unos, ligeros golpes a las botellas y las sometía a una breve rotación. Los ligeros golpes, repetidos a lo largo de varias semanas, hacían que el sedimento se fuera depositando en el cuello del envase, de donde más tarde sería eliminado.
La vida de un removedor sería mortalmente aburrida de no existir un elemento de riesgo. La tremenda presión que se acumula durante la fermentación secundaria transforma cada botella en una bomba potencial. Un golpe más fuerte de lo necesario, una botella defectuosa, la caída de una de ellas al suelo, bastaría para que explotara y lanzara fragmentos de vidrio en todas direcciones, propulsados por la gran presión interna. A lo largo de los siglos, muchos removedores han quedado ciegos o han muerto al desempeñar su delicado trabajo.
Por Caizzi, Vance sabía que el conde compraba las botellas a un pequeño fabricante regional que las pintaba y grababa, lo que las convertía en elegantes objetos artísticos, cuya belleza hacía que conservaran su valor incluso una vez vaciadas de su contenido. Sin embargo, el vidrio especial y el grabado hacían que fueran menos resistentes que las botellas de champán comercial.
Vance y Suzanne subieron por una escalera de metal hasta una pasarela que daba acceso a las hileras superiores de botellas. Después de dejar a Suzanne apostada en un extremo de la fila, Vance se dirigió rápidamente a la parte opuesta de la enorme bodega, que debía de tener unos cincuenta metros de ancho y el doble de largo. Allí se puso en cuclillas sobre una pasarela metálica suspendida entre dos hileras y, con gran delicadeza, levantó una de las botellas de su soporte, intentando que no le temblaran las manos y reprimiendo el deseo de salir corriendo. Un instante después, el sacerdote bajo con gafas de montura negra surgió de la sombra de la escalera mirando a su alrededor con cautela y repasando la estancia con el cañón de su Ingram MAC-10, que llevaba puesto un enorme silenciador con forma de salchicha.
Se quedó a la puerta largo rato; las mortecinas bombillas se reflejaban en sus gafas mientras iba alzando la vista hacia las filas superiores.
«¡Vamos!, ¡vamos! —decía Vance mentalmente urgiendo a los demás—. Salid de ahí y entrad». Llegó uno y se puso al lado del jefe, y después otro más. Los ojos del fraile reseguían ahora con toda atención las hileras de delante de Vance. En cuestión de segundos daría con él.
Suzanne captó un leve movimiento. Miró hacia abajo y detectó la figura de un hombre que avanzaba sigilosamente por la bodega. Había visto a Vance y buscaba el mejor ángulo para dispararle. Suzanne miró primero al hombre, luego a Vance y nuevamente al hombre. «¡Vance!», quería gritar.
Vio al fraile y después a otros tres hombres que salían a la luz de la galería de fermentación secundaria. El hombre solitario se acercaba. Suzanne cogió una botella. Era pesada. ¿Podría arrojarla hasta donde estaba el hombre? Se encontraba a unos buenos treinta metros. Cogió la botella por el cuello, como hace un malabarista con sus clavas, se puso de pie y arrojó la botella contra el hombre apostado que apuntaba ya a la cabeza de Vance.
En ese mismo momento, Vance lanzó a su vez su botella y cogió otra rápidamente, mientras un ruido atronador sonaba a sus espaldas. Al volverse, vio que un hombre soltaba su arma y se echaba las manos a la cara gritando; entre sus dedos manaba sangre. A continuación, otra explosión y más gritos: la botella de Vance había dado también en el blanco. Vance tiró una botella más y luego otra y otra al acobardado grupo de hombres que se retiraba hacia la puerta. La sangre corría por el rostro del fraile y le entraba en los ojos. Vance le arrojó una nueva botella que explotó contra la pared junto a la puerta, obligando al religioso a meterse en el pozo de la escalera y a cerrar la puerta.
—Oh, Madre de Dios, ayudadme —imploraba el que había intentado disparar a Vance. Llevaba ropas ordinarias de trabajo y estaba de rodillas en medio de un charco de champán teñido de rosa por su sangre. Se tapaba los ojos con las manos y movía la cabeza de un lado a otro mientras gritaba—: Mis ojos, mis ojos. ¡Oh, Madre de Cristo, quítame este dolor!
Vance bajó por la escalera de metal y le hizo señas a Suzanne de que se reuniera con él. Luego corrió a apoderarse del arma del hombre, otra Ingram.
—¿Por dónde ha entrado? —le preguntó Vance a Suzanne cuando ésta llegó a su lado.
Ella señaló el otro extremo de la galería.
—Por ahí hay otra puerta.
A lo lejos se oían carreras apresuradas. Vance se dirigió hacia la puerta empujando a Suzanne para que fuera delante. Una ráfaga de armas automáticas barrió el lugar donde habían estado un segundo antes y dio contra un uno de los soportes. Las botellas alcanzadas por los proyectiles explotaron, pero ahí no quedó todo, ya que una tras otras fueron haciendo estallar las que tenían a los lados en una reacción en cadena de explosiones masivas acompañada de una lluvia de cristales y espuma.
Permanecer allí se había vuelto de repente más peligroso que exponerse a un encuentro con el fraile y sus soldados. Atravesaron corriendo la entrada y subieron la escalera, mientras la barrera de botellas-bomba obligaba a los atacantes a retirarse.
—Ya he leído de casos como éste —explicaba Vance mientras jadeaba—. Ocasiones en que una botella, al explotar, inicia una reacción en cadena que acaba destruyendo la mayor parte de la producción de una bodega.
El ruido de las explosiones se oía cada vez más lejano mientras subían, atravesaban un largo corredor y recorrían luego dos tramos más de escalera. Parpadearon deslumbrados al salir finalmente a la luz del día. A apenas diez metros de ellos estaba estacionado un Fiat gris con un sacerdote solitario apoyado en uno de los guardabarros, como el conductor de una limusina a la espera de su pasajero.
—Apártate del coche y no digas nada o eres monje muerto —le dijo Vance mientras corría velozmente hacia el hombre apuntándolo con la Ingram.
Casi al mismo tiempo, el fraile bajo de gafas de montura negra salió por una puerta, a unos setenta metros de ellos, acompañado por dos hombres. Vance y Suzanne se metieron en el coche justo cuando los proyectiles empezaban a impactar contra la carrocería.
—Coge esto y mira lo que puedes hacer con él —Vance le entregó el arma a Suzanne mientras él luchaba con el Fiat. No arrancaba. El motor hacía intentos, pero no arrancaba. Suzanne disparó la Ingram contra los atacantes, que se dispersaron corriendo.
—¡El rastrillo! —gritó el fraile de baja estatura—. ¡Bajad el rastrillo!
Vance encontró el estárter y tiró de él mientras el guarda de la puerta pulsaba un gran botón industrial y el enorme rastrillo de hierro empezaba a bajar lentamente. Suzanne disparó a otro guarda, que cayó como un fardo en el camino mientras el antiguo mecanismo, con sus barras verticales, descendía inexorable. Era una reliquia medieval accionada por maquinaria moderna. Vance metió la primera y el Fiat dio un tirón hacia adelante. La ventanilla trasera estalló, alcanzada por los proyectiles.
—¡Agáchate! —le dijo a Suzanne, pero ella no le hizo caso. Desafiante, se puso de rodillas en el asiento delantero y disparó la Ingram por el agujero que había dejado la luna trasera.
La verja seguía bajando, con sus barras verticales rematadas en puntas de lanza ornamentales.
—Sujétate —gritó Vance—, vamos a pasar muy justos.
Y aceleró a todo lo que daba de sí el pequeño motor de cortacésped del Fiat. Vance vio al hombre al que Suzanne había disparado tendido boca abajo en el camino; dio un viraje y lo evitó. La capota del coche logró pasar por debajo de las lanzas del rastrillo, pero las puntas cayeron sobre el techo. Habían alcanzado los sesenta kilómetros por hora, pero en ese momento, frenado por las lanzas de hierro, el Fiat redujo la velocidad. El techo empezó a hundirse y por el aire se propagó un horroroso chirrido de metal contra metal. Una de las lanzas perforó la plancha y el motor del Fiat gruñó y tiró como un novillo amarrado a una cuerda. La lanza se partió. Con un quejido agradecido, el coche se liberó y dio un salto hacia adelante dejando la verja atrás. Mientras atravesaban a toda velocidad el puente levadizo y la muralla, el rastrillo llegó por fin al suelo, traspasando al hombre herido al que Vance había esquivado. Suzanne cerró los ojos.
Por fin todo estaba saliendo redondo, pensaba Hashemi Rafiqdoost con satisfacción. Aspiró con fuerza por la boquilla de su pipa de agua llenándose los pulmones con el poderoso hachís. Los preparativos habían acabado y ya sólo cabía esperar. La furia hinchó el pecho de Hashemi al pensar en el americano rubio; aquel arrogante bastardo que se había atrevido a decirle a él cómo hacer su trabajo, dando a entender que pudiera necesitar ayuda para cumplir con aquella misión. «No —pensó Hashemi sonriendo ante la perspectiva de su venganza—. Tengo bien calados a ese Kimball y a su pequeña banda de aficionados. Esto voy a hacerlo solo. Asumiré todo el riesgo y el mérito será mío».
La furia se le pasó y abrió los ojos. Desde su sillón, en la segunda planta de la casa alquilada en via Germánico, observó cómo se ponía el sol sobre los pequeños jardines de aquel viejo barrio residencial de Roma.
Se reclinó en el cómodo y mullidísimo sillón que había acercado a la ventana. Qué pareja tan curiosa formaban Kimball y el hermano Gregorio, pensó. Kimball trabajando para un grupo fascista de corporaciones multinacionales, Gregorio por los objetivos religiosos de su cruzada infiel. Hashemi movió la cabeza de un lado a otro y lentamente soltó una bocanada de humo.
Y lo que era un misterio todavía más enorme que el edificio del monasterio del hermano Gregorio era qué podían tener en común aquellos dos personajes. ¿Qué vinculación había entre la codicia desatada de las multinacionales y un objetivo religioso? ¿Por qué una organización fascista como la Delegación de Bremen quería contratar a un asesino como Hashemi Rafiqdoost? No es que a él le importara realmente. Había matado a periodistas de izquierdas en Estambul para generales de la derecha, y a generales de derechas en Ankara para el izquierdista TPLA, el Ejército Turco de Liberación Popular. Él pensaba que unos y otros estaban equivocados. El único sistema bueno para la vida del pueblo era la más estricta de las repúblicas islámicas gobernada por los mulás.
Sonrió mientras echaba otra vez mano de su pipa; se frotó las cejas, tiesas como alambres, y volvió a cerrar los oscuros y siniestros ojos que un miembro de su milicia de Hezbolá había descrito como «los ojos de Satán». Eran un rasgo característico, que lo obligaba a llevar gafas oscuras casi todo el tiempo. Su figura menuda, su pelo cortado casi al cero y el respetable atuendo de hombre de negocios que solía vestir cuando viajaba podían hacerlo pasar desapercibido para los funcionarios de aduanas, pero estaba seguro de que ninguno de ellos olvidaría sus ojos. Incluso de niño conseguía asustar e intimidar con su mirada. .
El poniente le dio de lleno en los párpados cerrados, y dibujó mapas de carreteras con sus venas. Uno por uno visualizó sus escondites de armas, todos ellos cuidadosamente ocultos, todos adaptables a los trayectos de su víctima. Si su presa cambiaba de recorrido y de planes para evitar que atentaran contra su vida, para él no tenía importancia. Cuando Kimball y Gregorio dieran la orden, el hombre caería muerto.
A medida que el sueño iba introduciéndose sigilosamente en su cabeza, Hashemi pensaba cuál sería su alias. Carlos había sido «el Chacal». Hashemi sería… «la Espada de Alá». Sí, pensó mientras la boquilla de la pipa se le caía de las manos. Eso es. El mundo temblaría cuando oyera hablar de la Espada de Alá.